CAPÍTULO 20

No podía creerlo. ¡Era algo milagroso! Cuando su abuelo se enterase de ello, seguramente daría gracias a Yahvé por tanta suerte.

Temblando de emoción entró en la Grote Markt. Estaba muy concurrida, como siempre que había mercado. Por norma el mercado estaba dedicado a la lana y el paño, pero un día a la semana se ofertaban alimentos. Su abuelo y ella solían comprar muy poco, porque su religión solamente les permitía comer comida kósher y la carne que se ofertaba no era apta para su alimentación. Aunque sí la fruta y las verduras. Por lo general eran frescas y sabrosas. Este último término no lo compartía su abuelo. Según él, ninguna fruta ni verdura poseía el sabor intenso de las crecidas en Sefarad.

Ella, por supuesto, no podía discutir tal cuestión: nunca había probado nada llegado de esas tierras, y dudaba de que llegase a hacerlo algún día. Como tampoco que sus pies la pisaran. Los judíos habían sido expulsados, sin posibilidad de retorno, anidando en sus corazones una pena imposible de erradicar. Y aunque ella nunca pasó por ese infierno, su abuelo había procurado que su nieta conociese todos los detalles para que, de este modo, las futuras generaciones no olvidasen jamás de dónde procedían y que, por muchos años o siglos que pasaran, la familia continuase ligada a Sefarad considerándolo su patria; pues nunca marcharon por su voluntad. Sin embargo, dentro de la desgracia, tuvieron mucha suerte. A los que decidieron ir a Marruecos les trataron como animales: las mujeres fueron violadas por los marinos árabes, y muchos fueron asesinados para arrebatarles los pagarés, o vendidos como esclavos.

Sacudió levemente la cabeza para apartar esos pensamientos tan negativos. Hoy era un día para el gozo. Tomó la Breidelstraat hasta pasar ante la plaza Burgs. Era imponente, con una superficie cercana a una hectárea, y en ella se encontraba el Stadhuis van Brugge[15], con sus bellísimos arcos apuntados y delgadísimas torres.

También estaba la basílica de la Santa Sangre. Según la leyenda, albergaba en su interior una urna que contenía sangre de Cristo traída por Dietrich, conde de Flandes, que la consiguió en Tierra Santa cuando las Cruzadas.

En el Stadhuis había una larga cola aguardando ante el imponente edificio. Seguramente, alguno de esos impacientes ciudadanos se daría una vuelta y terminarían en la tienda familiar.

Ansiosa por dar la noticia a su abuelo, aceleró el paso y dobló la esquina adentrándose en la calle Malle. Abrió la puerta de la joyería con tal ímpetu que Efraím, sobresaltado, levantó la cabeza.

—Katrina. ¿No podrías ser más cuidadosa?

—¡Abuelo! La emoción me embarga. ¿A que no sabes qué ha pasado?

Él, sonriendo, le dijo:

—Si no me lo cuentas…

Ella se sentó junto a él. Sus ojos verdes como las praderas se fijaron en el collar de zafiros que estaba prácticamente terminando.

—Es… precioso. ¿Para quién es? —musitó.

—¿No tenías algo que contarme? Te gusta tenerme en ascuas, ¿eh?

—¡Ah, sí! Hoy ha venido una dama muy elegante a la tienda. Venía de Bruselas. ¿Y a que no sabes de dónde? ¡Nada menos que del palacio real! Ha… examinado nuestros trabajos y le han entusiasmado. Se ha llevado puños, pañuelos y un mantel. Y eso no es todo. Nos ha pedido que seamos proveedoras exclusivas de la casa real. ¿No es estupendo? —le explicó ella con ojos brillantes.

Su abuelo asintió mostrando cansancio.

—¿Te encuentras bien?

Él sonrió débilmente.

—Es que últimamente los encargos son muy numerosos.

—Deberías tomar un ayudante. Ya no eres tan joven. Además, mereces descanso después de tantos años. Y teniendo en cuenta que no eres precisamente pobre… Anda. Cierra. Tenemos que celebrar mi buena suerte. Le he pedido a Judith que nos prepare algo especial.

Efraím dejó escapar un sonoro suspiro. Era difícil resistirse a esa jovencita tan encantadora.

—Está bien. Acabo el collar y me reúno con vosotras.

Katrina salió. Efraím engarzó el cierre. Había conseguido terminar a tiempo su obra maestra. En realidad, su última creación. Había mentido a Katrina. No se encontraba bien. En realidad, se estaba muriendo. Su corazón cansado apenas podría soportar unos meses más y deseaba pasar ese tiempo con su nieta, enseñarle todo lo que no podría a partir de ahora, a protegerse en la soledad. Gracias a Dios, tenía a Nienke. Jamás permitiría que nada malo le sucediese. Cierto que no la había parido, pero la amaba como si fuese su propia madre. En ese aspecto, al menos, estaría tranquilo en el momento de partir. No obstante, temía el momento en que el corazón de Katrina comenzase a sentir como una mujer. ¿Escogería al hombre adecuado? Esperaba que la inteligencia que había demostrado hasta ahora no se equivocara en la elección. No quería que su inocencia fuese lastimada por el amor. Lo único que deseaba era su felicidad.

Apoyó las manos en la silla y se levantó. Cogió un estuche forrado con un paño de seda e introdujo el collar. Lo cerró suavemente y lo guardó en el bolsillo. Apagó las lámparas y, tras revisar que todo estuviese en orden, salió.

No tuvo que hacer ningún recorrido, pues su vivienda estaba situada justo al lado de la joyería.

—Así me gusta, abuelo. Que me hagas caso —le dijo Katrina al verlo entrar en el salón, llenando una copa.

Él se acomodó en la butaca y aceptó el vino. No era aconsejable, pero pensó que a esas alturas de la enfermedad ya nada tenía importancia.

—Cuando la razón es indiscutible, no hay tozudo que pueda rebatirla. Incluso diré más: he decidido cerrar la joyería durante dos o tres semanas.

Ella lo miró con extrañeza.

—¡Oh! Tranquila. He pensado que nunca nos hemos tomado un tiempo para nosotros. Me refiero a poder hacer lo que nos plazca. Y sugiero un viaje. Llevo en Flandes más de veinte años y no he salido de Brujas. ¿Qué te parece la idea?

Katrina se mordió el labio inferior.

—Es que… Precisamente ahora, como te dije antes, tenemos un trabajo importante para la corte.

Efraím inspiró con fuerza.

—Si es tan importante para ti…

Katrina sonrió ampliamente. Se acercó a él y lo abrazó.

—Nada es más importante para mí que tú, abuelo. Y el plan me parece magnífico. Dicen que Bruselas es una ciudad muy hermosa.

—En ese caso, comenzaremos por allí. Será divertido celebrar tu quince cumpleaños en la posada de un viejo amigo. Llegó a Flandes unas semanas después que yo. Hemos mantenido correspondencia y su taberna está siempre muy concurrida. Pero esta noche disfrutaremos de la cena que Judith nos ha preparado.

Durante la velada estuvieron planeando los pasos a seguir para iniciar su aventura. Katrina rebosaba excitación. Nunca se había planteado la posibilidad de abandonar la ciudad para iniciar un viaje de placer; en realidad, nunca sintió la necesidad de conocer otros horizontes más allá de Brujas. ¿Para qué? Allí era feliz. Pero ahora, la perspectiva de comprobar si en otras ciudades se vivía del mismo modo la atraía enormemente.

Y, dichosos por los planes trazados, se retiraron a descansar.

La felicidad de Efraím era ficticia. Su corazón cansado ya no podía albergar grandes emociones. Solamente sentía que dentro de muy poco dejaría de latir y abandonaría este mundo para ir al Olam Jaba[16], si Yahvé lo consideraba un hombre justo. O tal vez no. Fueron tantos los errores cometidos… Aunque se dijo que esos equívocos serían perdonados por mantenerse fiel a su fe, por no ceder a la tentación de esos reyes desaprensivos.

Pero ahora no era momento de pensar en el día fatídico. Aún tenía tiempo para ser feliz en sus últimos días. Aunque no para revelar el secreto de la familia a su nieta. Lo haría al día siguiente. Se quitó la camisa. Un terrible dolor le traspasó el pecho cortándole la respiración. Jadeando y muy asustado se sentó en la cama, rezando para que pasara, para que la vida le diese más tiempo. Agarró el vaso y dio un sorbo. El dolor no remitía. Una nueva punzada hizo que el vaso cayese al suelo.

—¡Oh, Dios! —gimió dejándose caer sobre la cama.

La puerta del cuarto se abrió. Katrina, al ver su estado, corrió hacia él.

—¡Abuelo! ¿Qué te ocurre? ¡Abuelo!

—Hija… Me muero.

—¡No! No lo permitiré. Iré a buscar al doctor.

Él le aferró la mano, al tiempo que se recostaba.

—No puedes… dejarme. No quiero… morir solo. Además, tengo que… hablar contigo. Debes saber…

Ella negó enfáticamente con la cabeza. Era una simple indisposición. Su abuelo siempre había sido un exagerado. Con un poco de reposo se le pasaría.

—Katrina, escúchame. Hay algo muy importante que debes saber.

—No hables, abuelo. Tienes que descansar —le pidió ella.

—No hay tiempo, pequeña. Esto es… el fin. Y antes de irme de este mundo, debo contarte mi… secreto. Un secreto que debes guardar incluso a los seres más… queridos.

—Abuelo…

—Calla, hija. Y escúchame bien. Nuestra familia ha sido custodia de algo muy importante. Durante siglos…, por derecho propio. Ahora tú eres la siguiente guardiana y… por ello corres un gran… peligro… Hay gentes que desean nuestro legado. Nos… siguieron incluso aquí. Por suerte, pudimos librarnos de… él. Pero no habrán cejado. Debes desconfiar de todos…, de todos… ¿Has entendido?

Efraím se apretó el pecho con fuerza. Las punzadas eran cada vez más insistentes y terribles.

—Tengo que llamar al médico —sollozó Katrina. Estaba delirando y eso no podía ser nada bueno. Necesitaba ayuda.

—No estoy loco, pequeña. Hablo con la verdad. Te ruego que no me… interrumpas. Es necesario que lo sepas todo. El…

No pudo seguir. Su corazón le estaba reclamando descansar de tantos años de sufrimiento, de amor, de emociones. No obstante, hizo un esfuerzo. Katrina tenía que conocer el gran secreto o moriría con él. No podía permitir que jamás retornara a la familia. Jadeando y empapado de sudor, balbució:

—Nuestro mayor bien está en Toledo…, en… nuestra casa…, bajo la luz…, bajo las estrellas… Setim lo ampara…

Katrina, desesperada, mojó un paño en la jofaina y enjugó el sudor de su frente.

—No hables. Descansa.

—Tienes que ir… Recuperarlo… En el baúl hay una llave… de nuestra casa. Ya sabes dónde está. Ve, hija. Ve. Prométemelo.

—Lo prometo —dijo la joven para tranquilizarlo. Ningún judío podía pisar en tierras de los Reyes Católicos.

—Bien —musitó el anciano. Cerró los ojos. Ahora el dolor ya no existía. Una dulce paz se fue apoderando de su cuerpo, de su alma. Estaba de camino hacia el Olam Jaba. Por fin podría descansar, dejaría de sentir tristeza y dolor. Y se dejó llevar, sin resistirse. Era la hora.

La lluvia estalló con violencia contra la ventana y el aire helado llenó la habitación. Pero no fue el frío lo que dejó paralizada a Katrina. Una amalgama de sentimientos transitaba como un caballo desbocado en su pecho. Los cascos del desconcierto resonaban impidiéndole escuchar la verdad. Hasta que, no supo cuántos minutos pasaron, rompió a llorar con desgarro. No podía creer que su abuelo la hubiese dejado, y de ese modo tan atroz, retorciéndose, sin recibir la bendición de un rabino. Sobreponiéndose al dolor, le cerró los ojos y seguidamente, sin dejar de llorar, fue a buscar a Nienke.

La hilandera se apresuró a organizar el funeral de Efraím, a llamar a los amigos y al rabino.

Efraím fue lavado minuciosamente y afeitado todo su cuerpo, de acuerdo con las normas sagradas, pues el cuerpo del difunto se consideraba impuro, al igual que todo el que entraba en contacto con él. También le fue colocada una moneda de oro bajo la lengua. Mientras tanto, los amigos prepararon la mortaja. Calzones, camisa y una capa. Katrina se encargó de vaciar todos los depósitos de agua, pues según la creencia se decía que el ángel de la muerte, tras llevarse el alma del difunto, limpiaba su espada en el agua que encontraba más cerca.

Ya preparado, la comitiva se puso en marcha hacia el cementerio. Efraím, siguiendo el rito de los sefardíes, fue enterrado sin ataúd, en contacto con la tierra, de la cual había sido formado, con la cabeza orientada al oeste y los pies hacia el este, para que el día del Juicio Final sus ojos viesen Jerusalén. Seguidamente, el rabino elevó la plegaria por el descanso eterno del alma del finado.

Quien no obtuvo descanso fue Katrina. Las siguientes semanas fueron terribles. No llegaba a acostumbrarse a la ausencia de su abuelo. Ni siquiera el consuelo de Nienke la alejaba de la tristeza en la que había caído. No le apetecía hilar, ni comer, ni salir. Pero su aya y amiga decidió que el duelo ya había durado bastante.

—Querida, debes reponerte de inmediato. Siento ser tan cruda, pero lo cierto es que Efraím ha muerto y tú estás viva. Hay que seguir adelante, y más ahora que tenemos unas perspectivas tan halagüeñas. No podemos retrasarnos en la comanda. ¿Lo entiendes? ¿O acaso quieres tirar por la borda todo tu futuro?

—No es fácil desechar del corazón a alguien que has amado tanto.

—¿Crees que no lo sé? Perdí a mi esposo, a mi hijo. Pensé que jamás podría superar ese dolor y, pese a mis perspectivas, lo hice. Tú ayudaste mucho a ello. Por eso estoy en deuda contigo. Y no permitiré que continúes con esta apatía que no conduce a nada bueno. Así que planeemos lo que hay que hacer. ¿Qué intenciones tienes con la joyería?

Katrina parpadeó desconcertada. Lo cierto era que no había pensado en el futuro.

—Imagino que no pretenderás regentarla. No entiendes el negocio. Si tomases un socio, seguramente te tomaría por idiota y te sisaría. No puedes vivir constantemente pensando que te están engañando. ¿No te parece? Debes cerrarla. De ese modo, te evitarás pagar el alquiler.

—No sé… Aún me siento conmocionada.

—Lógico, querida. No te preocupes. Ya habrá tiempo para pensar en ello, cuando sepas realmente qué recibirás de tu abuelo.

Katrina tomó una cajita y la puso sobre la mesa.

—Aún… no he recibido la herencia. Solamente esto —dijo abriéndola. Sacó el último collar que creó su abuelo.

—Es… ¡maravilloso! Efraím tenía unas manos prodigiosas. Nunca más habrá un orfebre como él —exclamó Nienke al ver los detalles. Las piedras estaban talladas en forma de estrella, bordeadas por un fino hilo de oro.

—Era para mi cumpleaños. No pudo entregármelo personalmente. No es justo. Mi abuelo fue un buen hombre y merecía vivir más años.

—La vida no es justa, cariño. El peor enemigo es una felicidad demasiado prolongada. El dolor nos ayuda a recordar que debemos estar atentos, a madurar. Ha llegado tu hora. Cerrar la puerta del pasado. Ello no significa que olvides. Llevarás siempre a tu abuelo en el corazón, como yo guardo a mi familia.

Katrina inspiró con fuerza.

—Tal vez tengas razón.

—La tengo, preciosa. La tengo.