CAPÍTULO 49

Diez años habían pasado desde la última vez que pisara Toledo. En ese tiempo, la ciudad se había mantenido en el pasado. Apenas se hacían construcciones. No eran necesarias: los judíos dejaron atrás cientos de viviendas vacías, y algunas de ellas aún lo estaban. Por otro lado, ninguno de los monarcas que sucedieron a Fernando e Isabel hizo nada para modernizarla; sus habitantes tampoco. Solamente los marranos, gracias a su ambición, hacían que Toledo siguiera prosperando tras la expulsión. Ahora, mientras paseaba por sus callejuelas, veía como de las innumerables tiendas y comercios, apenas si quedaban la mitad. La urbe que asombró al mundo, la Ciudad de las Tres Culturas, actualmente no era más que una provinciana.

—¡Roscas! ¡Roscas para la ejecución! —gritó el vendedor de dulces.

Se interesó por la identidad del sentenciado. Casi quedó petrificado al descubrir que se trataba de Alfonso Osorio. La Santa Inquisición no se andaba con menudencias. Él tampoco. Aquella zorra embustera no se saldría con la suya. Si sus indagaciones estaban equivocadas, o ella ya había abandonado la ciudad, daría con ella, aunque fuese lo último que hiciese en la vida. Por su propio honor y por petición real.

Aún podía recordar la última entrevista que mantuvo con Carlos. Estaba abatido y aquejado del mal de gota, cosa nada extraña. Sus excesos en la mesa eran conocidos y ningún médico lograba hacerle entender que debía moderarse. Pero su mal no radicaba simplemente en el dolor físico. Su corazón se encontraba roto, traicionado por la mujer que, a pesar de recibir el consuelo de su abuelastra, seguía amando. Le costó un gran esfuerzo convencerle de que Katrina era una mentirosa, que se había aprovechado de él y que estaba dispuesta a poner en peligro la verdadera fe. Finalmente, aceptó la verdad y le hizo prometer que la traería hasta su presencia. Y es lo que haría.

Suspiró levemente y miró la comitiva, que provenía de la capilla del Santo Oficio: al frente, el que portaba la Cruz Verde, símbolo de la Inquisición; tras ella, a caballo, el fiscal del tribunal. Luego, el reo, quien marchaba sobre una carreta debido, imaginó, a las consecuencias de la tortura. Osorio llevaba puestas la casulla del sambenito, pintada con motivos infernales, y en la cabeza, la coroza de cartón. Cerraban la comitiva los llamados «familiares de la Inquisición», es decir, los que representaban a las comunidades religiosas y a los lanceros.

Decidió asistir a la ejecución —el asunto que lo había traído hasta allí llevaba años esperando, y no vendría de una hora más— y se encaminó a la plaza. Esta se encontraba abarrotada debido a la notoriedad del inculpado. No obstante, pudo ver la tarima principal, donde se encontraba el obispo, gentes nobles y, seguramente, los familiares.

—Fíjate en la pobre mujer. Incluso desde tan lejos se puede apreciar la paliza que le propinó ese endemoniado —dijo una voz de hombre a su espalda.

—Ya lo decía yo. Ese tipo nunca fue trigo limpio. Nadie decente se casa con una conversa. Todos sabemos que, a pesar de recibir el sagrado bautismo, esos marranos tienen su corazón emponzoñado por Moisés. ¡Y pensar que los reyes confiaron en él…! —comentó una mujer.

—Doña Clara siempre ha dado muestras de ser una ferviente cristiana. La he visto todos los días de guardar en la iglesia. Y es caritativa. Nunca baja la escalera de la catedral sin dar antes unas monedas a los menesterosos.

La mujer soltó una sonora exclamación y susurró:

—Apariencias. Te lo digo yo. Seguramente ha sido ella quien lo ha inducido a someterse a Satanás, pero claro, como no puede probarse… Lo mejor que podrían hacer las autoridades es deshacerse de esos falsos conversos; mismamente como hicieron con los que se negaron a abrazar la verdadera fe. ¡Voto a Dios! No prestan con usura, pero ahora son banqueros. Y digo yo: ¿no es lo mismo? Los mismos perros con diferente collar. A todo reo se le confiscan las propiedades y tengo oído que, en este caso, pasará todo a su viuda. ¿Y por qué? Simplemente porque es la hermana de Albalat. Su poder es incluso mayor al del Santo Oficio. Se chismorrea que muchos de esos curas acuden a él para que pague sus, digamos…, errores.

—Está visto que, de los que nos encontramos aquí, los primeros que deberían acompañar a ese desgraciado son el clero.

—¡Chitón! O puede que seas tú el próximo en arder —le aconsejó la mujer.

—No he dicho más que la verdad. Todo está podrido. ¡Todo!

—Podrido o no, una cosa es cierta: no hay nada peor que un judío converso. Llevan la maldad desde su nacimiento.

Él convino que tenía razón la mujer. Esos perros judíos eran pasto para las tentaciones y, sin embargo, el que abrazaba la fe de Cristo sinceramente era más estricto e intransigente que un verdadero cristiano de cuna. El mismo Torquemada, sin ir más lejos, condenó a cientos de sus antiguos hermanos.

El tambor redobló y el silencio se adueñó de la plaza. El fiscal leyó la acusación y seguidamente la sentencia, mientras el verdugo prendía la tea.

Osorio miró la llama con ojos desorbitados. En ese preciso instante fue consciente de que iba a morir, y que iba a hacerlo de un modo espantoso. Cuando el verdugo lo bajó del carromato, chilló despavorido. Los asistentes soltaron carcajadas y le gritaron todo tipo de vituperios, mientras que en la tarima reinaba el silencio. Miguel Albalat mantenía una media sonrisa triunfal en su rostro. Clara, por el contrario, no mostraba ninguna emoción, a pesar de que su corazón latía desbocado. El peor de sus sufrimientos estaba a punto de desaparecer y, contrariamente a lo esperado, no podía albergar dicha. No. Sencillamente porque a su lado se encontraba el hombre que mató a su hermano. Ya no albergaba ninguna duda. Lo vio en sus ojos cuando le preguntó de nuevo. Se había deshecho de un demonio, y el infierno le había enviado a otro para seguir haciendo de su existencia una pesadilla.

El condenado fue atado al poste. La tea se acercó a la pira de leña y prendió.

—¡Soy inocente! ¡Inocente! —bramó Osorio.

La masa lo abucheó.

—¡Soy un ferviente cristiano! —insistió él retorciéndose, notando las llamas que comenzaban a lamerle los pies. Intentó defenderse de nuevo, pero el humo lo obligó a toser. Ya no había marcha atrás: la sentencia se estaba ejecutando y en pocos minutos, el desgraciado sentiría el fuego devorando su carne.

El primer mordisco ardiente le hizo lanzar un berrido espeluznante. Contrariamente a lo esperado, el público enmudeció al ver las llamas ascender hacia el cielo. Un olor nauseabundo junto a los gritos de Osorio, los envolvió.

Muchos miraron absortos; algunos cerraron los ojos, incapaces de soportar tal horror. Clara y su hermano no bajaron la mirada. Era el justo castigo que esa bestia merecía, y contemplaron como el fuego apagaba los lamentos, como el crepitar ascendente ocultaba al cuerpo ya sin vida de Osorio.

—Esto ya está. Marchémonos —dijo Albalat.

Clara, aún inexpresiva, obedeció.

La mayoría decidió emularlos. El espectáculo ya no ofrecía emoción. Otros, por el contrario, sin nada mejor que hacer, continuaron ante la pira degustando una jarra de vino o un trozo de pan. Uno de ellos era Pierre. El objetivo que lo había llevado a Toledo estaba cumplido, y la obsesión que durante años llenó cada rincón de su odio se había mudado. Ahora solamente quedaba el vacío.

Inspiró con fuerza y comenzó a alejarse de la plaza pero, al doblar la esquina, tropezó con un hombre.

—Disculpad.

—¿No sois Pierre, el poeta?

Él miró al hombre. Ese tipo de baja estatura, rostro aguileño y ojos nítidos como el mar le resultaba familiar, pero no tenía ni idea del porqué. Todos sus sentidos se pusieron en alerta.

—¿Y vos? —inquirió adoptando un marcado acento francés.

—Veo que no me recordáis. En cambio, yo aún recuerdo uno de los versos que dedicasteis a la marquesa de Chambreau. Coincidimos en su castillo del Loira, claro que no fuimos presentados. Creo que tuvisteis que partir precipitadamente; si no recuerdo mal, al marqués le pareció demasiado apasionada la oda.

Pierre, sin bajar la guardia, soltó una carcajada.

—Siempre me han perdido las cuestiones de faldas. En mi defensa, solo puedo decir que muchas veces no soy yo precisamente quien da el primer paso. Las damas son propensas a encapricharse de los hombres que les hablan con dulces palabras, señor…

—Luis Mendoza. ¿Y qué os trae por Toledo?

—Mi oficio. Espero ganarme la confianza de algún noble y ser su protegido. ¿Y a vos, si no es mucho preguntar?

—Negocios.

—Espero que os sean productivos.

—Yo también. ¿Lleváis mucho tiempo en la ciudad?

—Apenas unos días. Aún no he contactado con ningún posible admirador de mi arte. Puede que vos conozcáis a un mercader rico que desee un poeta para sus convites.

—Lamentablemente, no os puedo ser de ayuda. Acabo de llegar esta madrugada y me he encontrado con este auto de fe. Hacía tiempo que no se ajusticiaba a alguien notable.

—No sigo estas cuestiones. Mi alma está encaminada a algo más sublime.

Luis Mendoza esbozó una ligera sonrisa.

—Ya, vuestros versos. Bien. Espero que todo salga como pensáis. Debo comenzar a moverme o los negocios no vendrán solos. Ha sido un placer volver a veros.

—Lo mismo os deseo, señor. Ha sido un honor conversar con alguien a quien le impactó tanto un poema que aún no se ha olvidado de él —dijo Pierre inclinando levemente la cabeza.

Echó a andar, pero Mendoza le detuvo.

—¿Conocéis a alguna hilandera que ejerza en la ciudad?

Pierre parpadeó ante el impacto de la pregunta. Sin embargo, se repuso tan rápidamente que Mendoza no pudo percibir su desasosiego.

—Pues, la verdad, no. Como os he dicho, apenas llevo unos días en la ciudad. ¿Os dedicáis al negocio del hilado?

—Más o menos. En realidad, a un poco de todo. Busco lo que nadie encuentra, y así el negocio es próspero.

—Que tengáis suerte, entonces. Aunque para la cuestión de hilado, nada mejor que Flandes, o eso dicen. Señor —respondió Pierre.

Le saludó de nuevo y se largó a toda prisa. Algo le decía que debía avisar a Katrina de la presencia de Mendoza en la ciudad.