CAPÍTULO 29

Katrina se aseó en la jofaina procurando no hacer ruido. Nienke seguía dormida y, a pesar de que el trabajo las aguardaba, no quiso despertarla. Una hora o dos más no influirían en la labor.

Se vistió y peinó su larga melena resguardándola dentro de la cofia. A continuación recogió el orinal y lo dejó en el quicio de la puerta. Nadie debía desperdiciar los orines, pues eran un aliado magnífico para el blanqueo de la ropa.

El criado se plantó ante ella.

—Hoy se te han pegado las sábanas, ¿eh? —comentó guiñándole un ojo. Katrina contestó con una simple sonrisa y él supo que no obtendría ninguna información. Así que cogió el orinal diciendo—: Es el último orinal. Lo están esperando en la lavandería. Hay mucha ropa que lavar. Que pases un buen día.

—Lo mismo te deseo —le despidió ella.

Bajó la escalera y tomó la salida que conducía a los establos. Allí solamente se encontró con más sirvientes, pues los nobles y los trabajadores de más categoría seguían sin duda recuperándose de la larga noche de diversión.

Salió al patio. El perro del herrero, con la lengua colgando, se le acercó y brincó ante ella, que le acarició el lomo y siguió su camino sonriendo. Aquella mañana se sentía, por primera vez en mucho tiempo, feliz. Las penas del pasado parecían pesar menos, y todo gracias al trabajo que había aceptado y a hallarse lejos del lugar donde los recuerdos hubiesen sido más dolorosos.

Con la satisfacción dibujada en el rostro, saludó a las lavanderas que tendían la ropa en el tendedero y entró en el taller de hilado. La lana estaba preparada. Cogió una bola y se sentó en el taburete. Quitó las partes amarillentas y quemadas de la lana, y formó un moño. Seguidamente, lo abrió y lo estiró, y cuando hubo sacado el resto de las impurezas, procedió al cardado. Colocó la lana sobre el cardador, pasando sobre ella un segundo, una y otra vez, hasta que consideró que estaba lista.

Con un suspiro, se sentó ante la rueca. Colocó la punta de la hebra en la argolla y comenzó a formar el hilo, moviéndolo de derecha a izquierda.

Profirió una queja cuando la lana se le resistió, pero con pericia logró su objetivo. Tras terminar la bobina, la desenrolló con el madejador, formando un ovillo no mayor de cien gramos.

—Un trabajo realmente delicado que vos ejecutáis a la perfección.

La espalda de Katrina brincó al tiempo que volvía el rostro. Sus mejillas se ruborizaron al ver que Pierre, el joven poeta, la observaba desde el quicio de la puerta. Se levantó con tanta precipitación que la madeja cayó al suelo. Él la recogió, ofreciéndosela.

—Sois muy amable. Gra… gracias, señor —consiguió decir ella, mientras tomaba el ovillo de su mano.

—Por vos haría lo que fuese, mi bella dama —respondió él, con su acento francés, dibujando una enorme sonrisa en su atractivo rostro.

Ella se aclaró la garganta intentando que su voz no temblase.

—No habrá necesidad.

—Eso nunca se sabe. El destino es impredecible, y eso es lo realmente maravilloso de la vida. Sin ir más lejos, me ha traído hasta vos.

—Pues ha sido en mal momento. Debo regresar a mis quehaceres —se apresuró a responderle Katrina, comenzando a liar de nuevo el ovillo.

Pierre, sin dejar de sonreír, ladeó la cabeza, mirándola con intensidad.

—No importa. La ola se aleja de la orilla, pero regresa a ella. Ninguna fuerza puede evitarlo.

Ella guardó la madeja en el bolsillo del delantal y cruzando la puerta, en un murmullo apenas perceptible, le dio los buenos días, caminó a toda prisa y entró de nuevo en las dependencias de palacio.

Con las mejillas arreboladas y el corazón latiéndole desacompasado, abrió la puerta de la habitación. Nienke ya estaba ante la puntilla.

—He… ido a preparar más hilo. ¿Cómo vas? —preguntó a su amiga, intentando disimular su turbación.

—En una semana, lista. ¿Y tú?

—Lo mismo digo.

—¿Crees que le gustarán?

Katrina observó las puntillas con ojos entrecerrados.

—Solamente un neófito no sabría apreciar su belleza y perfección.

—Muy modesta —bromeó Nienke.

—Me limito a ser objetiva. ¿O acaso no te parece un primor?

Su amiga extendió la labor sobre la mesa: sus ojos brillaban cuando la examinó.

—Lo es. Ahora esperemos a la señora Barbe. Cuanto antes sepamos el resultado, antes me tranquilizaré.

—Deja de preocuparte. Ella… —calló cuando los golpes sonaron sobre la puerta—. Ahí está. ¡Adelante!

Nienke, sorprendida, realizó rápidamente una reverencia al ver que no se trataba del aya. Era la princesa Margarita.

—Alteza.

—Por favor, alzaos. He oído decir que sois unas excelentes encajeras, y me gustaría ver vuestro trabajo con mis propios ojos.

—Por supuesto, señora.

Nienke hizo una seña a Katrina, y esta le mostró los cojines donde los hilos de puro algodón, sujetados por infinidad de agujas, habían formado el encaje. Margarita los estudió con interés. Le complació comprobar que no había sido engañada: esas dos mujeres poseían unas manos de oro.

—Una labor exquisita. Me gustaría que me confeccionarais unos encajes para un vestido, y también otros para adornar el escote.

—Claro, señora. En cuanto terminemos el encargo del rey, comenzaremos con el vuestro.

La antigua regente no pudo reprimir un gesto de desagrado. Desde que su sobrino alcanzara el poder, ella lo había perdido. Y no estaba acostumbrada. Sus deseos siempre habían sido satisfechos de inmediato; ahora se sentía apartada, relegada a un segundo plano. Y no entendía la razón. El respeto y el amor que Carlos le había profesado desde niño se habían tornado, de un día a otro, en todo lo contrario. Ahora la evitaba y la miraba como el preso lo hacía con su excarcelero. Imaginaba que era consecuencia de su juventud, y confiaba en que el tiempo curaría ese distanciamiento.

—Por supuesto. ¿Deberé esperar mucho?

—Calculamos que en unos siete días podremos iniciar vuestro encargo. ¿Deseáis ver unas muestras?

La princesa accedió gustosa. Katrina le enseñó varios encajes: eran todos tan hermosos que le costó decidirse.

—Los tulipanes estarán bien. Son las flores de nuestra tierra, ¿no es cierto? Bien, señoras. Ha sido un placer conocerlas —se despidió Margarita.

Las hilanderas se inclinaron ante ella.

—¡Hemos triunfado! Auguro una larga estancia en la corte —se emocionó Nienke.

—Y un trabajo agotador. Me parece que todos los nobles son igual de impacientes —remugó Katrina.

—En ese caso, continuemos. Hay que cumplir el plazo —decidió su amiga.

Lo consiguieron.

Barbe fue a revisar el trabajo.

—¿Está terminado?

—En el término que acordamos, señora. Apenas hemos descansado para no decepcionar a nuestro señor. Mirad —respondió Nienke mostrándole el encaje, sin poder evitar que su aliento quedase en suspenso esperando el dictamen.

Barbe lo estudió con atención. Era un trabajo primoroso, hecho con precisión, a la par que bellísimo. Carlos estaría muy complacido. No erró al elegirlas como hilanderas.

—Un trabajo excepcional, señoras. Ningún caballero lucirá unos puños como estos. Sois unas artistas. Y realmente trabajadoras. Habéis superado sus expectativas. Tanto, que ahora haréis una creación novedosa para una dama a la que tiene mucho aprecio.

Las hilanderas se miraron con expresión alarmada.

—¿Hay algún problema?

Nienke carraspeó.

—Veréis… La princesa Margarita nos pidió hace una semana un encargo para ella y, como es natural, no pusimos impedimento alguno. No sería apropiado por nuestra parte denegarle el pedido.

Barbe se mordió el labio inferior. Esa era una situación muy pero que muy embarazosa. No por Carlos. Él era un joven sensato. Sin embargo, Francisca ejercía una gran influencia en él. Debería ser muy diplomática y hacerle ver que su tía tenía prioridad a su joven amada.

—No os preocupéis. Lo arreglaré. Entonces, es hora de recompensar debidamente el esfuerzo realizado. Merecéis un premio; no tan solo monetario. ¿Os parece bien asistir esta noche a la cena de gala? Se celebra la llegada de nuestro rey. Será una velada deliciosa, sin duda.

—¡Oh! Sí… ¡Será un honor! ¡Gracias! —exclamó Nienke, sin poder contenerse.

—Bien, entonces, hasta la noche —Barbe sonrió divertida, dio media vuelta y salió.

—¿Lo ves? ¡No estaba equivocada! Esta noche conoceremos a gente importante y, tal vez, seduzcamos a un hombre galante y rico.

—Sí, claro.

—¿Por qué dudas siempre? Hay que tener confianza, querida. Yo siempre escojo el optimismo. ¿O vas a decirme ahora que me equivoqué al hacernos confeccionar esos dos vestidos tan maravillosos? Anda, alegra esa cara. Debemos ponernos nuestras mejores galas. ¡Venga! No tenemos apenas tiempo. ¡Espabila, muchacha!

Katrina, no muy convencida, abrió el baúl. El vestido era realmente hermoso. Seda verde esmeralda de la mejor calidad, con bordados en hilo de plata. Y por supuesto, con adornos de encaje realizados por sus propias manos. Junto a él, reposaba el cofre con el collar que le creó su abuelo para su quince aniversario. Nunca llegó a ponerse esa joya. Ahora era un buen momento, diría Nienke. Pero ella opinaba que merecía una ocasión más especial que una simple cena en palacio. Era un objeto demasiado querido para algo tan banal. Así que eligió unos sencillos pendientes de oro que representaban dos tréboles de cuatro hojas y una cadena del mismo metal.

Terminaron de arreglarse y Nienke, con ojos chispeantes, dijo:

—Ha llegado el momento tan esperado, querida. Ha llegado la hora de que esos nobles y ricos se fijen en las damas más hermosas de este palacio.

Precisamente, pensó Katrina mientras salían del cuarto, eso era lo último que deseaba.