CAPÍTULO 19
El 26 de septiembre de 1506 se celebraba en Gante la misa por el difunto Felipe el Hermoso. Su joven hijo de seis años, vestido de riguroso luto y montado a lomos de un corcel negro, se encaminaba con semblante circunspecto hacia el templo, custodiado por los señores del Toisón de Oro, seguidos por todos los miembros que configuraban la nobleza de Flandes.
Al llegar a la entrada del templo, desmontó, subió la escalinata y entró en la catedral. Se arrodilló ante el altar y el obispo de Arrás inició la misa de difuntos.
Una vez terminada, el heraldo del Toisón de Oro exclamó:
—¡El rey ha muerto!
Cuatro miembros más lanzaron el mismo lamento, postrándose de rodillas. Seguidamente, la máxima autoridad de la orden miró al joven príncipe.
—Carlos de Austria.
—Presente —respondió en un susurro apenas perceptible el chiquillo.
—Nuestro rey vive. ¡Viva el rey! —exclamó el heraldo; al tiempo que le entregaba una espada, resguardada por una funda de oro, liberándolo a continuación de la capa de luto.
Carlos, con gesto indeciso, armó caballeros a sus pajes. Era el instante en que iniciaba el camino hacia su futuro reinado.
No todos eran partidarios de ello. Muchos lo consideraban débil, taciturno y con poco espíritu. Ni siquiera sus abuelos le mostraron jamás afecto alguno. Maximiliano porque lo veía demasiado castellano y Fernando, por creer que jamás se comportaría como uno de ellos.
Ante esas circunstancias, su tutora, la princesa Margarita, optó por alejarse de la corte e instalarse en un palacio en Malinas. Procuró que Carlos tuviese los mejores instructores. Confió para ello en el decano de Utrecht, Adriaan Florensz. Su equipo estaba formado por Adriano Wiele, Roberto de Gante, Juan de Anchiata, Charles de Poupet, responsable de adiestrarlo físicamente, y por último, Luis Cabeza de Vaca, quien se encargaría de fortalecer el espíritu del muchacho.
El joven príncipe no era amante de los estudios. Ese día, miraba con cara de hastío como su preceptor efectuaba la operación matemática. Nunca le entusiasmaron las cuentas. Ni el latín. Ni la gramática. Sus grandes aficiones eran la caza, la equitación y los torneos. Tampoco le desagradaba la música; de hecho, puso empeño en aprender a tocar la espineta.
—Joven señor, poned más atención. Esto es importante.
—También dice tía Margarita que la llegada de los embajadores lo es. Y debo estar presente, maestro. Dice que tengo que asimilar las actitudes.
El maestro se alisó la barbilla con aire circunspecto.
—Sé que aún sois muy niño. Sin embargo, no dudo de que comprendáis las circunstancias excepcionales en las que os encontráis. Vuestro padre ha fallecido y la reina, vuestra madre, no está, digamos… bien de salud. Sigue internada en un monasterio en la campiña para que pueda recuperarse. Lo cual, perdonad la crudeza con la que hablaré, dudamos de que acontezca. Tememos que su locura no sea pasajera. Eso significa que el futuro recae sobre vos, y que debéis esforzaros por aprender el oficio de gobernante. Dentro de unos años seréis el rey de Castilla, de Flandes, del Nuevo Mundo.
—¿Es cierto que mi padre fue asesinado? Dicen que fue mi abuelo, que él quiere ser el rey. ¿Me matará a mí también?
La pregunta no esperada dejó paralizado al maestro. ¿Cómo diantre había llegado ese rumor a oídos de tan delicada criatura? Debería poner pie corto a todos. No podía permitir que truncaran la paz de su alteza.
—¿De dónde demonios habéis sacado tamaña infamia? ¡Por supuesto que no! El rey Fernando es un hombre de bien, justo y que ama a su familia. ¡Jamás os lastimaría! Si estoy aquí es por él. Quería lo mejor para vuestra educación, para que así, dentro de unos años, gobernéis con justicia y sabiduría. ¿Os ha quedado claro? Ahora olvidad esas estupideces y sigamos con las clases.
—Sí, maestro —aceptó el chiquillo no demasiado convencido. Había escuchado muchas historias de reyes que habían sido envenenados por sus padres, hermanos o esposas. Al parecer, el ansia de poder de los mayores era tan fuerte que no les importaba cometer cualquier atrocidad.
—Es vital que aprendáis mejor el castellano, el latín y en especial, el flamenco, el idioma de vuestro pueblo. Así que, ¿qué significa Hoe gaat het met je?
Carlos arrugó la frente y se mordió su prominente labio inferior, heredado de los Habsburgo.
—¿Cómo sois? No. ¿Cómo estáis?
—¡Perfecto! Vuestro nuevo preceptor estará complacido con vos.
—No quiero un nuevo maestro. Vos, a pesar de todo, me gustáis. Ese tal Adriano no sé cómo será… Y, como suele decirse, mejor conocido que nuevo por conocer —se quejó el chiquillo.
El docente no pudo evitar una carcajada.
—Me halagáis al decir eso, señor. Pero, como ya os he explicado, mi salud me reclama descanso. Ahora, sigamos. ¿Podéis repetir la respuesta?
Carlos le complació.
—Me siento orgulloso.
El príncipe no mostró alegría alguna por su respuesta correcta. Lo único que deseaba era poder salir de aquella habitación que le parecía una cárcel. Como siempre, su hada madrina, Barbe Servel, vino a rescatarlo. Pero no precisamente para alejarlo de las enojosas obligaciones.
—Es la hora, mi joven príncipe.
El chiquillo se levantó raudo y le ofreció la mano a su aya. Ante las constantes ausencias de su madre, esa joven de cabellos dorados y ojos como el mar había sido la persona que lo cuidó, y la amaba más que a la reina. Ella lo acunó, le cantó bellas canciones y lo atendió en las noches de pesadillas, o cuando la fiebre lo sumía en un duermevela inquieto. Siempre estaba a su lado y lo apoyaba en cualquier circunstancia; incluso en sus travesuras más inexcusables. Tenía un don para seducir a las personas más severas, como a la señora de Ravestetin, Ana de Borgoña, su tutora en los momentos de soledad en la corte. Era un ser encantador con todo el mundo, menos con él. Al parecer, tenía la convicción de que debía ser estricta, pues estaba protegiendo al futuro rey. En verdad, todos lo eran hacia su persona. Solamente Barbe seguía tratándolo como a un niño.
—¿Durará mucho? Esas cosas me aburren.
—Lo sé. Pero es necesario que acudáis.
—¿Porque seré rey?
—Exacto.
—¿Y si no quiero? ¿Podré elegir otro oficio? Me gustaría ser caballero de torneos… ¡o músico! Es divertido ver cómo baila la gente, ¿verdad? Los políticos son muy serios, y yo no quiero ser serio.
El aya se echó a reír. Su carcajada melodiosa llenó el corredor medio en penumbras.
—Lamentablemente, no podéis elegir. Es vuestro destino ser rey. Y estoy convencida de que seréis el mejor monarca que habrá existido. Además, como rey, si queréis, no tenéis por qué ser un hombre serio. Mandaréis sobre todos.
Carlos dejó de caminar y la miró con semblante más relajado.
—¿Ah, sí? Pues entonces, ordenaré que todos los tutores se vayan bien lejos. No pienso aprender más latín ni nada de nada. Me dedicaré a cabalgar, cazar y comer.
Ella le revolvió el cabello del color de las castañas.
—Cuando ocupéis el trono, no serán necesarios; pues ya os habrán enseñado todo lo que debe saber un gran mandatario. Id ahora.
Abrió la puerta y el pequeño Carlos entró en el salón de los embajadores. Su tía Margarita, sentada en la silla principal, rodeada por los consejeros y algunos nobles, le indicó con la mano que se acercara. Él caminó hasta ella y ocupó el lugar que le correspondía. Dio un hondo suspiro y aguardó a los invitados.
—Sé que es pesado para un niño. Y, no creáis, para mí también. Desde que asumí el mando se acabaron los esparcimientos. Tuve que anteponer el deber a la diversión y sobreponerme a las penas. Es la obligación por nuestro linaje. Vos deberéis hacer lo mismo —le dijo su tía evocando los acontecimientos de su vida.
Aún le parecía ayer cuando, en el febrero de 1497, contando diecisiete años, embarcó en Flesinga rumbo a Castilla, pues se había casado por poderes con el príncipe Juan. El viaje fue dificultoso, pero jamás mostró temor. Todo lo contrario, se sirvió del sentido del humor que vio la luz el mismo día que su diminuto cuerpo. Cuando estalló la tempestad y temió por su vida, esa jocosidad la llevó a decir: «Aquí yace Margarita, noble dama dos veces casada, muerta doncella». Y eso era posible porque su primer marido, Carlos de Francia, la repudió antes de poder probar el lecho nupcial.
Por fortuna, su suerte con Juan fue muy distinta. En cuanto el joven Juan la recibió en Santander, apreció que su futura esposa no era una beldad; aunque no podía decirse que el príncipe de diecinueve años fuese atractivo, como tampoco agradable en lo demás a simple vista. Tartamudeaba y era de constitución endeble. A pesar de estos pocos atractivos por parte de la pareja, ambos supieron ver las cualidades de carácter que poseían y en apenas unos días, cayeron rendidos a los placeres del amor. Partieron hacia Burgos y en abril de 1497 contrajeron sagrado matrimonio. El príncipe demostró sus ardores con empeño, lo cual alertó a los doctores del hijo de los Reyes Católicos, quienes le aconsejaron que se contuviese o, si no, su salud se vería seriamente afectada. La reina Isabel argumentó que lo que Dios había unido no debía separarlo el hombre. Tanta actividad conyugal propició que Margarita se quedase embarazada, cosa que aumentó aún más la popularidad de la joven princesa.
Pero el destino no estaba dispuesto a consentir tanta felicidad, y el 4 de octubre de ese mismo año, su esposo falleció. Los galenos dictaminaron que el príncipe murió de exceso de amor. Y no fue esa la única pérdida que la sumiría en el dolor. A los pocos días, el fruto de su vientre se truncaba. Rota por la tragedia, regresó a Flandes. La posición que ocupaba la obligó a contraer nuevas nupcias con el duque de Saboya, Filiberto. La obligación se tornó dicha al enamorarse perdidamente de su nuevo esposo. Pero en 1504, este falleció en un accidente de caza, hundiéndola de nuevo en un pozo negro cargado de dolor. Viuda a los veinticuatro años, renunció para siempre a contraer de nuevo nupcias. Se cortó sus rubios cabellos, se internó en Bourg-en-Bresse y dedicó su tiempo a la construcción del monasterio de Brou, para que en él reposase el cuerpo de su amado Filiberto y el suyo cuando muriese. Los años transcurrieron en ese quehacer y en escribir poemas.
Esa serenidad se esfumó cuando Maximiliano la eligió para regir los Países Bajos y educar a sus nietos, los hijos de Felipe y Juana: Leonor, Isabel, María y Carlos. Se instaló en Malinas, pero consideraba que el palacio era demasiado viejo y húmedo, por lo que ordenó la nueva construcción de otra residencia. Allí se ocupó con cariño de sus sobrinos y del gobierno, rodeándose de gente cultivada, estrategas y artistas.
Ya en el nuevo palacio, el buen gusto decoró cada uno de sus rincones. Tapices, cofres y recipientes de oro y plata. Vajillas de fina porcelana, armaduras, muebles finamente tallados y, en especial, pinturas de su gran admirado pintor de corte Barend van Orley. No por ello carecía de otras obras magníficas. En las paredes colgaban lienzos de Memling, Van Eyck o el Bosco. Por supuesto, no obvió la biblioteca, que surtió de obras de gran valor literario: Esopo, Boccaccio, Livio, Séneca… Pero el lugar preferente estaba dedicado a los libros de caballerías.
Sí. El destino la había llevado hasta allí y, responsable como era, procuraba efectuar su misión del mejor modo posible.
—¿Puedo haceros una pregunta, tía? —dijo Carlos.
Ella asintió.
—¿Por qué se ha roto el compromiso con María Tudor?
—Cuestiones políticas.
—Pero… nosotros teníamos preferencia, pues lo acordamos antes.
—El rey de Francia tiene más derecho que vos a elegir esposa.
Carlos arrugó la nariz.
—¡Pues dentro de unos años, seré yo el más poderoso de la Cristiandad! —aseguró con pose firme.
—No lo dudo.
—¿Tardarán mucho, tía? Tengo ganas de ir a cabalgar —quiso saber el pequeño príncipe.
—Están casi entrando.
No erró. La comitiva se presentó ante ellos. Se trataba del embajador de Génova y varios comerciantes. Por lo que le había contado su padrino, Carlos de Croy, esos señores daban mucha importancia al comercio y al dinero que ello reportaba. No entendía muy bien a qué se refería, pero sí que no debían enfadarse con ellos, y que debían continuar con las relaciones amistosas y tan beneficiosas que mantenían. Así que, durante el tiempo que duró la entrevista —que a él le pareció eterno y muy tedioso—, el tono fue cordial y, por las sonrisas y asentimientos de cabezas, muy satisfactorio por ambas partes. Según le comentó su tía después, por el momento las relaciones seguían su curso con normalidad.
Pero no para él. En cuanto los emisarios se fueron, le comunicó que debía presentarle a un nuevo tutor. Fue llevado al salón de estudios. Un hombre de aspecto severo, ya muy mayor, lo miró con gesto inquisitivo. Se trataba de Adriaan Florensz, hijo de un ebanista, pero educado en la ciencia. Su origen humilde no impidió que en 1469 fuese nombrado rector de la universidad de Lovaina.
—Príncipe, será un honor enseñaros todo lo que sé —saludó el rector inclinando la cabeza.
Carlos, contrariamente a lo esperado en un niño de ocho años, dijo:
—Para mí también lo será aprender de vos, rector. No me cabe la menor duda de que han elegido al mejor maestro.
Y no se equivocó. Adriano era duro e intransigente con sus errores, pero lo compensaba con el mérito de no ser un aburrido. Lograba que lo más tedioso consiguiese adquirir un halo de misterio, de interés. Claro que nadie era perfecto, y con las matemáticas le fue imposible. Definitivamente, no estaba hecho para los números: ¡eran un embrollo insondable que jamás lograría desentrañar!
Como tampoco el misterio que rodeaba a su madre. Unos decían que su mal remitiría y otros, que jamás lograría sanar. Lo único que sabía era que ella estaba muy lejos y que, tal vez, nunca volviese a verla. No es que sintiese añoranza por una mujer que apenas había tratado. Lo único que quería descubrir era cómo se convivía con la madre de uno. Apenas salía de palacio y los pocos críos de su edad que estaban allí eran los hijos de los sirvientes; lo que significaba ignorancia total de los tratos de esas madres con sus hijos. No le permitían relacionarse íntimamente con el servicio. Nunca había jugado con otros niños. Los nobles que acudían a palacio con sus hijos se comportaban con respeto y lo trataban con distancia, incluso podría asegurar que con miedo. Nadie podía imaginarse lo mucho que deseaba que se rompiese el protocolo, unirse en el patio de armas con la servidumbre y golpear el balón con todas sus fuerzas. Gracias a Dios, su gran pasión, que era montar a caballo, no le estaba prohibida y conseguía que un día a la semana lo llevasen a cabalgar por el campo, e incluso probar suerte con la caza. Hacía un año que le enseñaron el manejo del arco y unos días atrás, el del mosquetón… Aunque este no le pareció muy apto para tal oficio. Un conejo quedaba más limpio traspasado por la flecha que reventado por la pólvora.
Al imaginar el cuerpo de un soldado herido por el mosquete, se estremeció. No es que hubiese visto ningún cadáver, pero su nuevo maestro se lo describió con todo detalle. Y se juró que, cuando fuese rey, jamás permitiría que su pueblo entrase en ninguna guerra. Gobernaría sus dominios en paz, con súbditos felices y que jamás conocerían la penuria. Sí. El trono le daría la libertad para decidir su destino y el de su pueblo.