CAPÍTULO 47
Una vez seguros de que Osorio había dejado la casa de su cuñado, Katrina se dispuso a informar a Albalat del estado de su hermana. Pero ahora, no se trataba de un simple trámite. Ahora, estaba a punto de adentrarse en un laberinto en el que podía perderse. Y lo que debería hacer es escapar, irse lejos. Sí, sin duda era lo más sensato. Sin embargo, estaba en Toledo por una razón y hasta que no obtuviese el legado, no se iría de allí.
Así pues, a pesar de estar temblando como una hoja, golpeó la puerta.
La recibió un lacayo perfectamente vestido y de modales exquisitos.
—¿En qué puedo ayudaros?
—Deseo ver a vuestro señor. Anunciad a Catalina, la hilandera.
—Temo que está ocupado. ¿Puedo sugerir que solicitéis día y hora?
—Decidle que tengo noticias de doña Clara.
El hombre, sin perder la compostura, dio un leve respingo.
—De inmediato, señora. Por favor, seguidme.
La llevó hasta la biblioteca y le indicó que se acomodara. Ella permaneció de pie, paseando de un lado a otro, angustiada porque aquello no iba a salir bien. Miguel Albalat podía ser ambicioso, arrogante y puede que incluso cruel, pero dudaba de que se prestase al propósito de Pierre. Seguramente desearía ser el único ejecutor del castigo hacia el animal de su cuñado.
Brincó sobresaltada cuando la puerta se abrió con brusquedad.
—¿Qué sabéis de Clara? —le espetó Albalat.
—Ha… sufrido un percance. Está en… mi casa.
—¿Y por qué acudís a mí en lugar de a su esposo? —inquirió él con suspicacia.
—Temo que no sería prudente. Doña Clara me suplicó que fuese a buscaros a vos… Lo mejor será que me acompañéis; ella misma os lo aclarará todo.
Albalat la estudió con gesto hosco. Estaba habituado a que la gente intentase engañarlo y olía la mentira a una legua. Esa muchacha decía la verdad. Aun así, conocía a muchas que podrían llegar a ser grandes actrices y ella podía ser una de ellas.
—No suelo abandonar mi casa en la madrugada para seguir a alguien que no me cuenta lo que ocurre.
—La indiscreción causa problemas, y aquí hay demasiadas orejas. Lo haré por el camino.
Él inspiró hondamente y asintió.
—Vamos.
De camino a su casa, Katrina le explicó que su hermana había sido atacada y que ella le había dado cobijo. Cuando llegaron a la tienda subieron a la habitación, donde Pierre y Francisco les estaban aguardando.
—Son de confianza —le aclaró Katrina.
Albalat dirigió los ojos hacia la cama y vio a su hermana allí tendida, amoratada y molida a palos. Sus ojos lanzaron destellos de ira. Inclinándose ante Clara, masculló:
—¿Quién es el culpable?
—Mi… esposo.
Su hermano apretó los dientes y los puños.
—Lo mataré —jadeó.
—No os lo aconsejo, señor —intervino Pierre.
Albalat se volteó con brusquedad.
—¿Y a vos quién os ha dado vela en este entierro? ¡Haré lo que tengo que hacer! No puedo obviar esta afrenta a mi familia. ¡Mi honor está en juego!
—Por supuesto. Sin embargo, un duelo no bastaría para aplacar vuestra ira. ¿Qué satisfacción hay en clavar el estoque a un hombre que se comporta como un cobarde pegando a una mujer? Sin contar con que saldríais perjudicado. La justicia no pasaría por alto vuestro enfrentamiento con un familiar, por muy notable que seáis. Opino que Osorio merece un castigo que lo haga sufrir, que le haga sentir que nunca debió llegar a este mundo. ¿No sería esto más gustoso para vos? Una venganza en toda regla.
Albalat frunció la frente.
—¿Y vos qué interés tenéis en esto?
—Con franqueza, ninguno. Aunque me repatea que una bestia como ese hombre pueda salir impune.
—Soy de la misma opinión —secundó Francisco.
—Si acudís a la ley, es probable que nada se haga, pues tiene grandes aliados —apuntó Pierre.
—¿Y qué sugerís?
—Deberíais salir del cuarto. Necesita reposo y no que se discuta a su alrededor —les pidió Katrina mojando un paño en la jofaina.
—Cierto. Salgamos —convino Francisco.
Una vez fuera, Albalat instó a Pierre a que continuase hablando.
—Propongo tenderle una trampa de la que le sea imposible escapar. ¿Qué os parecería entregarlo a la Santa Inquisición?
Albalat levantó una ceja.
—¿Os habéis vuelto loco? Ningún inquisidor osará ponerle la mano encima a Osorio.
—Parece mentira que digáis algo semejante. Cualquier inquisidor estará encantado de que le entreguemos a un hereje, cualquiera que sea su condición. Ya sabéis que no hay mayor placer para esa horda sedienta de sangre que llevar a la pira a un notable. Demuestran al pueblo que nadie escapa de la Justicia Divina.
Albalat se mesó la barba con gesto reflexivo. No era mala idea; sin embargo, no era tan fácil acusar ante el tribunal inquisitorial a alguien de la categoría de su cuñado. Necesitarían pruebas y, por supuesto, no tenían nada.
—La idea es de mi gusto; aun así, es difícil llevarla a cabo. Tendremos que demostrar la acusación, y Osorio es un depravado, pero para nada hereje.
—¿Un hombre con tantos recursos como vos va a rendirse tan fácilmente? El dinero todo lo puede. Buscad gente que os deba favores, a quienes podáis extorsionar. Si tenéis que amenazar, hacedlo. La cuestión es que ese malnacido reciba el castigo justo.
—Tratándose de él, si lo acuso de blasfemia, lo único que lograré será que sea desterrado, lo azoten o lo metan en prisión. Y yo quiero verlo muerto —siseó Albalat.
—En ese caso, acusadlo de sodomía —apuntó Francisco.
—Pecado nefando… —musitó Albalat—. Eso sería perfecto, pero indemostrable. Nadie sería tan idiota de declarar que ha sido sodomizado, pues le va la vida en ello.
—No sería necesario. Si su esposa declarase que…
—¡No! Ella no tiene que verse mezclada en esto —refutó Albalat.
—Lamento deciros que ya lo está. Y estoy seguro de que deseará justicia. Y, como habéis dicho, por los caminos legales no la obtendrá —intervino Francisco.
—No correrá riesgo alguno. Su estado será suficiente acicate para doblegar el escepticismo del inquisidor. Puede alegar que vio a su esposo con un joven en actitud obscena y que, por esa causa, él le dio una gran paliza. Por supuesto, como no habrá joven, pues escapó, su palabra y lo evidente bastarán. Será torturado debido a su negativa de los hechos, expuesto al escarnio público y condenado a morir sin los testículos y bocabajo. ¿Os parece un castigo justo?
Albalat dudó. A pesar de lo sensato del razonamiento, Clara tendría que verse involucrada, asistir a un juicio, expuesta a las murmuraciones de la ciudad; no creía que pudiese resistirlo. Sin embargo, lo hizo cuando fue entregada a ese hombre: fue fuerte y sobrevivió a la tristeza, a la frustración a la que la vida la condenó. Puede que ahora desease recuperar el tiempo de felicidad que le fue arrebatado.
No se equivocó.
Cuando recuperó el sentido y habló con su hermano, no dudó un segundo. Él tampoco, tras escuchar la atrocidad que había soportado de ese hijo de mala madre.
—Si soy la única posibilidad para condenar al infierno a ese monstruo, haré lo que sea. Si he de mentir, no sentiré remordimiento alguno. Adelante, hermano —siseó.
Él asintió. Determinado a acabar con Osorio cuanto antes, se levantó, regresó junto a los demás y se dirigió a Katrina:
—Quisiera pediros un favor. ¿Podríais cuidar de Clara en tanto que yo lo preparo todo?
Katrina tardó unos segundos en contestar. Pasar desapercibida se estaba haciendo cada vez más dificultoso. Sin embargo, no tenía alternativa: se trataba de su casero y, aunque le pagaba religiosamente el alquiler, no quería exponerse a que le rescindiera el contrato.
—Por supuesto —dijo intentando dibujar una media sonrisa.
—Gracias. Os pondré al tanto de todo, y pedid lo que necesitéis.
Dicho esto, se fue.
—Yo también debo irme. Mi hermana se estará tirando de los pelos, muerta de ansiedad por la falta de noticias. Volveré más tarde —se despidió Francisco.
En cuanto quedaron a solas, Katrina miró a Pierre con enojo.
—¡Buena me la habéis hecho! Sabéis que no quiero líos y estoy metida en este hasta el cuello. ¿Y si me hacen declarar en el juicio? No podré, podrían reconocerme.
—¿A qué viene ese temor? Según dijisteis, vuestra huida fue por motivos personales, por no querer ser segundo plato. ¿O tal vez por lo que vos y yo sabemos? Claro que, puede haber otra razón…
—¿Para qué discutir? Al parecer, lo sabéis todo de mí. En cambio, los demás seguimos sin conocer el pasado del señor poeta —replicó ella con retintín.
—Sois de memoria olvidadiza. Os di una pequeña pincelada que, por cierto, era la más importante.
—¿Y para cuándo el cuadro entero?
—Puede que para cuando el velo de la desconfianza entre nosotros se levante. ¿Estáis dispuesta a descorrerlo? ¿No? En ese caso, espero que lo estéis para invitarme a desayunar.
Ella soltó un bufido.
—Coméis y os marcháis. Este asunto me ha robado mucho tiempo en lo mío.
—¿Hilar?
—Exacto. Hilar. Es con lo que me gano la vida y pretendo seguir haciéndolo —contestó ella, diose media vuelta y bajó a la cocina.
Pierre sonrió. La frustración acumulada por semanas en la ciudad sin conseguir su objetivo al fin estaba a punto de dar fruto.