CAPÍTULO 32

Se alejó por el largo corredor y bajó la escalera cruzándose con varios sirvientes, que la miraron descaradamente. Imaginó que se estarían preguntando la razón de que una empleada de su ínfima importancia hubiese sido invitada a una cena real. Los saludó cortésmente y continuó bajando hasta llegar a la planta baja, pensando en lo bien que lo pasó la noche anterior. Nunca había asistido a una fiesta tan fastuosa; en realidad, fue la primera fiesta de su vida. Por suerte, Nienke la había instruido en diversidad de artes, entre ellas, el baile. Siempre pensó que era una disciplina absurda que jamás llegaría a utilizar, pero tuvo que reconocer que había sido todo un acierto. En cuanto comenzó la primera danza, no dejó de bailar hasta casi el amanecer y su pareja preferida, a pesar del consejo de su amiga, fue ese poeta de ojos negros y voz dulce, que le recitó sus poemas al oído.

Nienke estaba en lo cierto. Pierre era peligroso, un seductor nato, y cualquier incauta podía caer en sus brazos arruinando su reputación. Pero ella no estaba allí para rendirse a los ardides de Cupido. Estaba de paso, hasta que pudiese viajar a Castilla, y ningún trovador la apartaría del camino.

Cierto era que, con el dinero de la herencia, podía costearse el viaje en un barco adecuado e incluso instalarse en Toledo como hilandera. Sin embargo, era mejor aguardar; esperar a que su estancia en la corte le reportara la reputación y seguridad que necesitaba para que nadie sospechase de sus intenciones y de su procedencia. Solo entonces iniciaría la aventura que le propuso su abuelo en el lecho de muerte.

Al pensar en él, se le formó un nudo en el estómago. ¿Qué pensaría al verla allí, entre sus peores enemigos, traicionando la mayoría de sus creencias y de sus costumbres ancestrales? Probablemente la repudiaría, pero ¿cómo lograría su misión si no fuese de este modo? Él comprendería. Estaba segura. Lo más importante era recuperar —si es que existía realmente— su legado. No permitir que cayese en manos de gentiles. Aunque no sería nada fácil. Sabía la calle y el número exacto de la casa que perteneció a su abuelo, pero ignoraba dónde lo había escondido. ¿Cómo daría con él? Sus pistas eran un embrollo sin sentido. Y no podía confiar en nadie. Ninguno de los amigos que quedaron en Toledo pertenecía ya a su comunidad. Eran conversos y harían cualquier cosa por conservar la vida. Nunca ayudarían a una judía, y mucho menos a una que quebrantaba la ley de Castilla; su sola presencia significaba la pena de muerte, tanto para ella como para el que no la denunciase.

Frunció el ceño al pensar si merecía la pena correr ese riesgo. Al fin y al cabo, la confirmación de que su abuelo no deliró antes de expirar eran meras suposiciones. ¿Qué prueba tenía de que quienes registraron su casa pensaban encontrar un tesoro? ¿El hecho de que no robaron nada? No era motivo suficiente y, no obstante, algo en su interior le decía que debía ir a Toledo. Y lo haría.

Sacudió la cabeza y, al llegar al patio interior, se topó con Pierre.

—No puedo imaginar ninguna visión más placentera a primera hora del día que la vuestra, señora —le dijo tomándole la mano. Suavemente, posó los labios sobre ella, mirándola profundamente.

—Pensaba que los poetas no eran madrugadores.

—Compruebo que no me conocéis.

—Ninguno de los dos nos conocemos.

—Eso no es cierto. Suelo informarme cuando algo o alguien son de mi interés. Lo sé todo de vos.

—¿Todo? —susurró ella.

Pierre se apoyó en una de las columnas y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Por supuesto. Sé que sois la mejor hilandera de Flandes y la joven más hermosa y que vuestro corazón está libre. ¿Qué puede haber más importante?

Katrina, aliviada por su respuesta, con tono jocoso, dijo:

—El alma, señor. Vos, como poeta, deberíais saberlo.

Él soltó un hondo suspiro.

—El espíritu de un poeta se alimenta de la belleza. Y también de las penas. ¿Vos no querréis entristecerme?

—¿Por qué debería causaros algún mal? No gozamos de la suficiente confianza, señor.

—Eso tiene remedio, si aceptáis dar un paseo esta tarde por la ciudad. Conozco una taberna en la que sirven unos pasteles deliciosos. Promete ser un día espléndido para perderse por las calles de Bruselas.

—Estoy aquí para servir al rey, y mi trabajo me ocupa todas las horas del día. No tengo tiempo para banalidades.

Él, herido por sus despreciativas palabras, con tono irritado, replicó:

—Procurad entonces que sea solo con la lana, señora.

Katrina ladeó el rostro, frunció el ceño y, con tono cortante, le espetó:

—Esa es mi intención, señor.

—Desgraciadamente, las intenciones, la mayoría de las veces, no nos sirven, pues al final son las circunstancias las que rigen nuestros destinos. Tened cuidado —dijo él con tono grave.

Tenía razón, y ella lo sabía muy bien. Toda su familia había sido una víctima de su destino… Pero no quería pensar en eso.

—No será necesario, pero lo tendré. Ahora, si no os importa, tengo mucho que hacer. ¿Vos no? Imagino que el rey no os tendrá en palacio como invitado.

Él volvió a adquirir la pose cínica.

—El rey espera que escriba el poema perfecto, cosa que, lamentablemente, en todo este tiempo me ha sido imposible. Ahora, en cambio, estoy seguro de que le podré complacer, pues he encontrado mi inspiración —dijo mirándola fijamente con esos dos carbones.

—En ese caso, no perdáis tiempo, que es oro. Que tengáis un buen día, señor poeta —lo despidió Katrina.

Él se inclinó exageradamente y a continuación se alejó por el sendero. Katrina no pudo evitar mirarlo. Pierre aparentaba ser un hombre frívolo y exento de preocupaciones. Nada más lejos de la realidad. En sus ojos, al igual que ella, guardaba un secreto doloroso pero, por mucha curiosidad que sintiese, no intentaría descubrir qué pasó. Los secretos debían guardarse en lo más hondo del corazón.

Inspiró con fuerza y regresó a sus aposentos. Nienke canturreaba mientras preparaba el desayuno.

—Apenas has dormido. Eso no está bien. Hay que cuidar el aspecto. Sobre todo ahora que el rey se ha fijado en ti. Unas ojeras romperían tanta perfección.

Katrina soltó un ruidoso bufido.

—Que se haya fijado o no, me importa muy poco. He venido a hilar y es lo que haré. ¿Queda claro?

—Sí, querida.

—¿A qué viene ese tono escéptico?

—Porque estamos hablando del rey. Los deseos de un rey suelen ser complacidos, y quienes se los niegan, caen en desgracia. Yo no quiero que te ocurra nada malo, pequeña. No debiste bailar tanto con ese bardo francés. Pudo tomarlo como un agravio hacia su real persona…

Katrina cruzó los brazos sobre el pecho.

—Entonces, ¿por qué no me solicitó ni una pieza?

—Mi querida niña, no pudo hacerlo porque estaba ante su concubina. Y no lo hará si no tiene alguna esperanza de poder conquistarte.

—Debería marcharme ahora mismo de este lugar.

—¿No hablarás en serio?

—Por supuesto que…

No terminó la frase al escuchar los suaves golpes en la puerta, que al instante se abrió para dar paso a Barbe.

—Señoras, siento molestarlas a primera hora de la mañana, pero el deber ha llamado a la puerta…, nunca mejor dicho —dijo con una gran sonrisa.

—Vos nunca molestáis, madame —se apresuró a decir Nienke.

—El rey me ha pedido que la joven hilandera vaya a mostrarle los puños finalizados y unas muestras para su próximo encargo.

En tanto que a Katrina se le subía el corazón a la garganta, a su amiga la invadió un gran alborozo. Su apreciación no fue errada: ¡el joven Carlos había caído rendido ante la belleza de su protegida! Una situación del todo favorecedora para Katrina y, por ende, para ella. La muchacha parecía no darse cuenta —o quizás solo se había quedado paralizada por la noticia—, por lo que cogió los puños y varios esbozos y exclamó:

—¡Cómo no! Estará encantada de complacer a nuestro señor, ¿verdad, querida? Anda, toma. No hagas esperar a su majestad.

Katrina, aterrorizada, siguió al aya del rey. Estaba decidida a no ceder ante ninguna exigencia de Carlos, aun a sabiendas de que esa negativa podría acarrearle graves consecuencias. Jamás debió seguir los consejos de Nienke. Debió permanecer en Brujas y continuar con su vida sencilla, lejos de cualquier ambición. Claro que, se dijo, la irrupción de ese hombre la habría obligado igualmente a cambiar los planes. Algo que probablemente ahora debería hacer de nuevo. Pero ¿adónde iría? Todo Flandes pertenecía a los dominios del rey, no podría ocultarse.

Olvidó esas cuitas cuando Barbe se detuvo ante una puerta y la abrió. Carlos estaba sentado junto al fuego acariciando la cabeza de su lebrel. Alzó la cabeza y dedicó una suave sonrisa a las dos mujeres.

—Señor, os traigo a la hilandera, tal como pedisteis —anunció Barbe.

—Gracias. Puedes retirarte.

Katrina efectuó una reverencia y tragó saliva cuando la puerta se cerró.

—Por favor, sentaos y mostradme vuestro trabajo.

Ella, temblando, obedeció. Él, al notar su nerviosismo, la tranquilizó.

—No temáis. Sé que vuestra labor me complacerá. ¿Me la mostráis?

Katrina le entregó los puños. Carlos los examinó con evidente interés durante unos minutos, que a ella le parecieron eternos.

—Habéis confeccionado unos puños sublimes, mi bella hilandera.

—Con la ayuda de Nienke, mi señor. Ella ha sido mi maestra.

—Amén de hermosa, modesta —dijo él mirándola con intensidad. Esa hilandera era la viva estampa de la mujer ideal. Cabellos rubios, tez pálida y mejillas sonrosadas. Labios rojos, como esos exquisitos tomates traídos del Nuevo Mundo, y ojos azul verdoso, dependiendo de la luz.

—Es la pura verdad, mi señor.

—Pensé que erais encajera, pero tengo entendido que también sabéis hilar. ¿Qué otras virtudes escondéis?

—Tal vez las que yo considere virtudes, para otros sean defectos. Es cuestión de opiniones —susurró ella con las mejillas arreboladas.

—En ese caso, tendré que averiguarlas. Quiero que me contéis todo de vos.

Ella se frotó las manos con gesto nervioso. Mentir al resto del mundo era relativamente fácil. Mentir al rey… Eso era harina de otro costal. Carlos era muy joven, pero había sido educado para sobrevivir en cualquier circunstancia, y muy probablemente había sido adiestrado en el arte de la mentira.

—¿Y bien? ¿Qué me contáis? —insistió él.

—¿Qué puedo deciros? Mi vida es rutinaria y muy aburrida, pero si insistís… Nací en Brujas, el mismo día y hora que vos…

—¿De veras? ¡Así que el destino quiso que viésemos la luz al mismo tiempo! Aunque imagino que vos no nacisteis en un urinario —el tono jocoso con que lo dijo liberó algo de la tensión que soportaba su invitada; y en el mismo tono continuó hablando—: Fue un hecho que podríamos considerar deshonroso para alguien de mi estirpe. Sin embargo, puede que me condicionara para desenvolverme con sagacidad ante este mundo que muchos consideran una cloaca.

—Mi llegada al mundo aconteció en una cama, pero el parto mató a mi madre. Traje alegría y al mismo tiempo, tristeza.

—Así pues, nuestro nacimiento cambió las vidas de todos los que nos rodeaban. Otra coincidencia. ¿No es paradójico?

—La vida está llena de casualidades, alteza. Pero ¿qué interés tendría el destino en dar la misma importancia a una hilandera y a un rey?

—¿Quién sabe? La providencia es caprichosa. ¿Y qué podéis contarme de vuestra familia?

—Como os he dicho, mi madre murió en el parto. En cuanto a mi padre, había fallecido unos meses antes, así que fue mi abuelo quien me cuidó de niña. Era joyero.

Él esbozó una sonrisa que, debido a la mandíbula saliente, en otro habría resultado grotesca de no haber sido por su extraordinaria personalidad.

—Ahora entiendo vuestra maestría con las manos. Estoy ansioso por admirar vuestro próximo trabajo.

—Creo que… La señora Barbe nos comentó… que deseáis que haga algo para una dama de la corte. Os he traído unas muestras —balbució Katrina entregándole los bosquejos.

Tras estudiarlos detenidamente, apartó unos cuantos, quedándose con dos.

—¿Cuál consideráis más adecuado? —le consultó.

—Depende de cómo sea la dama, mi señor.

Él volvió a sonreír.

—Además de hermosa, sois inteligente y prudente. Virtudes que me complacen en extremo. Creo que, además de mi hilandera privada, también os tomaré como amiga. ¿Os parece bien?

Ella, con las mejillas encendidas, contestó en apenas un susurro:

—Es todo un honor, alteza.

—El honor es mío, Katrina —dijo él mirándola intensamente.

Las expectativas sobre esa muchacha se habían quedado cortas. Era la joven más perfecta, dulce e inteligente que había conocido en su vida, y estaba resuelto a no prescindir de ella. Bien era cierto que, como rey suyo, tenía derecho a demandarle sus apetencias. Pero había de ser cauto, no amedrentarla, pues era evidente que los rumores sobre su virtud eran ciertos. Se ganaría su confianza y apaciguaría sus temores con delicadeza. Sería un reto al que nunca se había enfrentado; al alcanzarlo, obtendría una satisfacción jamás experimentada. Por ello consideró que la entrevista debía darse por terminada.

—Bien. Lamentablemente, mi tiempo es limitado. Así que me decidiré por este encaje.

—¿Hilo blanco o crudo? —le preguntó ella.

—Lo dejo a vuestra elección. A pesar de ser el rey, no soy experto en todas las áreas del conocimiento, y los encajes es una de ellas —bromeó Carlos.

—En ese caso, blanco. Combinará con cualquier tela —decidió ella, ya más calmada, pues en ningún momento él había demostrado que sus intenciones fueran más allá del mero trato profesional. Recogió los dibujos y se levantó.

—Vuestra belleza combina en cualquier situación —musitó el rey, en castellano.

—Sois muy galante —contestó ella.

Él enarcó las cejas con gran sorpresa.

—¿Sabéis castellano?

Ella respondió en ese idioma.

—Mi abuelo se empeñó en que lo aprendiese, alegando que eso honraría a nuestro futuro monarca.

—Espero poder charlar más extensamente con vos en esta lengua. Aún no llego a dominarla como debería. ¿Aceptaríais que os convidase a merendar un día de estos para practicar? —le pidió Carlos.

Ella se inclinó.

—Por supuesto, alteza.

Carlos le tomó la mano y la besó con delicadeza.

—Será para mí un placer volver a disfrutar de vuestra compañía.

—Y yo lo haré con la vuestra, mi señor.

Katrina, con el corazón latiéndole desbocado, salió de la estancia, recorrió el corredor y subió al taller.

—¿Qué? —le preguntó Nienke, con la ansiedad dibujada en su rostro, en cuanto entró.

—Te has equivocado. Ha sido una entrevista formal, sin dobles intenciones. Ha elegido el encaje y lo único especial ha sido que me ha pedido que, de vez en cuando, nos veamos para charlar en castellano. ¡Ah! Y parece que le ha impactado el hecho de que naciéramos el mismo día y a la misma hora.

Nienke sacudió la cabeza mirándola con expresión condescendiente.

—Eres más incauta de lo que creía. ¿De veras piensas que solo te desea para parlotear?

—Pues… sí.

Su amiga se dejó caer en la cama y puso los ojos en blanco.

—¡Ay! ¡Bendita inocencia! Te aconsejo que vayas preparándote y haciéndote a la idea de que, tarde o temprano, terminarás en su lecho.

—Jamás —aseguró Katrina, arrojando los bosquejos sobre la mesa.

—Esa palabra para mí no existe, querida.