CAPÍTULO 16

Los invitados no podían estar más alegres. Y no era para menos. Las fiestas de palacio eran famosas por sus viandas, los cómicos y, en especial, por los excesos. La archiduquesa Juana lo sabía muy bien y por esa razón, a pesar de su estado, no quiso permanecer en sus aposentos. No estaba dispuesta a dejar que su esposo cayera en ninguna tentación. Aunque esa posibilidad, por mucho que se esforzase, era difícil de impedir. Felipe era un hombre voluntarioso, pero no en cuestión de faldas. Y en esa corte libertina y carente de sentido piadoso, en cada esquina había una ramera dispuesta a abrirse de piernas ante el archiduque. No solo por el mero hecho de ser el futuro gobernante de Flandes, sino porque su marido era un hombre muy apuesto. Realmente hermoso.

Unos años atrás, en Castilla, cuando sus padres le anunciaron su compromiso con Felipe, archiduque de Austria, duque de Borgoña, Brabante, Limburgo y Luxemburgo y conde de Flandes, de Habsburgo y unas cuantas ciudades más, nadie pudo imaginar que bajo la sumisión se ocultaba un maremoto de temores. Desde su nacimiento siempre estuvo muy protegida, en especial por la preceptora de su madre, Beatriz Galindo, que recibía el sobrenombre de la Latina, la mujer más importante de su infancia. Ella administraba la casa destinada a la infanta y a todo el personal que se ocupaba de ella: sacristán, confesor, cocineros, servicio, soldados de guardia, ballesteros…, todos ellos escogidos por sus padres. Allí fue educada con meticulosidad. Aprendió religión y la lengua romance, entre otras, a cargo del dominico Andrés de Miranda; los otros preceptores la instruyeron en equitación, maneras para desenvolverse en la corte, danza y música, además de buenos modales. Y, de repente, el día anunciado se presentó, sin que los años de preparación para la partida hubiesen arraigado en su corazón. Sabía que era su deber como infanta aceptar el marido o la corte que se le asignara y, aun así, no quería abandonar su hogar y enfrentarse a desconocidos. Pero subió a esa carraca al mando del capitán Juan Pérez que partió de la playa de Laredo rumbo a su nuevo hogar, junto a diecinueve buques de la armada con más de tres mil hombres, para demostrar el poderío a los enemigos; principalmente de cara al rey francés.

La travesía no fue tan tranquila como esperaban. Un temporal obligó a la joven prometida a refugiarse en la isla de Pórtland y, cuando llegaron a Middelburg, la carraca que transportaba los efectos personales de la infanta se hundió.

Su llegada a las nuevas tierras no fue precisamente gloriosa. Su prometido no acudió a recibirla, pues se encontraba en Alemania. A pesar de que su enlace con Juana era inminente, los consejeros reales aún guardaban la esperanza de que su monarca rompiese la alianza con Castilla para unirse a la francesa. Así pues, fue recibida con frialdad en una corte donde la sobriedad estaba sustituida por la desinhibición y la individualidad.

En ese instante Juana supo que o se adaptaba, o su vida no sería un camino de rosas. Por fortuna, el encuentro con su futuro esposo fue más agradable de lo imaginado. Felipe resultó ser un hombre muy parecido a los dioses griegos e inmediatamente cayó rendida a sus pies; y su afecto fue correspondido en la misma medida. Tanto que adelantaron el matrimonio, ante la impaciencia de su consumación. Pronto llegó el primer hijo de la pareja, una niña a la que bautizaron con el nombre de Leonor, en honor a la abuela paterna de su marido. Pero el interés del archiduque pronto decreció y Juana comenzó a comportarse como una mujer celosa, siguiendo sus pasos, vigilando a todas las mujeres de palacio…

… Como estaba haciendo en ese preciso instante, a pesar del terrible dolor que la consumía.

—Señora, no deberíais haber acudido a la cena en vuestro estado —le dijo su criada personal.

Juana, sin quitar ojo a su marido, que charlaba con una joven de cabellos de fuego, entre dientes, respondió:

—Soy la archiduquesa y mi obligación es atender a los invitados junto a mi esposo. Yo nunca olvido mis deberes y ninguna circunstancia me apartará de ello. ¿Queda claro, Ingrid?

—Señora, insisto que hoy es una situación un tanto excusable. Estáis a punto de parir y os veo indispuesta —insistió la mujer.

Juana se levantó sujetándose el abultado vientre.

—Solamente es un dolor de tripa. Un retortijón. Regreso de inmediato.

Al ver como su señora se encaminaba hacia los lavabos, varias criadas corrieron tras ella. La gran mayoría de los asistentes cuchichearon comentarios mordaces. Los celos de su señora eran una diversión constante para la corte, menos para su marido. Felipe estaba harto, cansado de que su mujer lo espiase, lo persiguiese como una loba en celo. Y de nada servía calmar sus ardores: al día siguiente, sus recelos se acrecentaban. Debería enviarla a Castilla durante una buena temporada; solamente de esa manera podría gozar de algo de paz. Pero ahora, su gozo se encontraba en la hermosa doncella de cabellos de fuego. Se levantó y, con paso firme, abandonó el salón encaminándose hacia sus aposentos.

Juana entró en la letrina. Los retortijones eran cada vez más dolorosos. Se alzó la falda y se sentó. Apretó con fuerza, comprobando ante la rotura de aguas que no se trataba de ninguna necesidad fisiológica. Sin embargo, se abstuvo de pedir auxilio. Temperamental y obstinada como era, decidió parir al segundo hijo de Felipe en los retretes. Ese desvergonzado infiel siempre recordaría que su vástago fue dado a luz en un lugar inmundo, igual que su moralidad.

—¡Señora! ¿Os encontráis bien? —exclamó una de las criadas ante el primer grito de su señora.

—¡Largaos! ¡Idos… ya!

—Pero, mi señora…

—¡Dejadme en paz!

La música cesó en ese instante, permitiendo que el alboroto desatado en las letrinas atrajera la atención de la mayoría de los invitados; como también el hecho de que el archiduque no fuese testigo de ello por encontrarse muy ocupado con la joven de cabellos de fuego. Aunque su diversión pronto fue atajada por Ingrid, que entró precipitadamente en la habitación.

—¡Señor! Vuestra… esposa está indispuesta. Muy indispuesta —jadeó bajando la mirada ante la desnudez de los dos amantes.

El archiduque ladeó su rostro empapado en sudor y, sin apartarse ni un milímetro de las ingles de la joven, le lanzó una mirada encendida a la criada y bramó:

—¡Y yo muy ocupado, vieja estúpida! ¿Acaso no es evidente? ¡Largo y déjame fornicar a gusto! ¡Por los clavos de Cristo!

—Señor, creo que es grave —insistió la sirvienta.

—Soy gobernante, no médico, mujer. Busca al galeno y déjame en paz —gruñó. Alzó la mano y despidió a la inoportuna. La pelirroja, sin el menor pudor, miró a la anciana con una sonrisa triunfal en los labios, al tiempo que instaba al archiduque a continuar con lo que estaban haciendo; lo cual él hizo sin el menor sentido de la vergüenza, empujando con ahínco y resoplando como un cerdo.

—Zorra —masculló la anciana saliendo del cuarto. Corrió hacia el piso de arriba y buscó al doctor.

—Julius. La señora Juana os necesita. Temo que algo ande mal —resolló.

—¿Se trata del bebé? —inquirió el médico con aire preocupado.

—No lo sé. Fue a los baños y escuchamos como gritaba.

El hombre tomó la caja de medicinas y la siguió a los lavabos, donde su señora continuaba profiriendo gritos angustiosos. Conociendo a la archiduquesa, decidió que cualquier tipo de prudencia era innecesaria ante la gravedad de la situación y levantó la cortina. Sus ojos surcados por infinidad de arrugas se abrieron como platos al ver como Juana, en cuclillas, sostenía a un bebé ensangrentado en sus brazos.

—¡Jesús! —exclamó patidifuso.

—Es… un varón. Un heredero. ¿Dónde está mi esposo? ¡Traedlo ahora mismo! ¡Debe conocer a su hijo! —jadeó la parturienta.

Ingrid partió rauda y regresó a los aposentos de su amo. No era momento para formalidades, así que no se molestó en llamar y abrió la puerta directamente. Felipe seguía en plena faena. Un rictus de asco le surcó el rostro, que ya iba camino de la vejez. No comprendía cómo podía rechazar a una esposa de rostro agradable, inteligente y tan capacitada como el mejor de los hombres.

—Señor, vuestra esposa acaba de parir un varón. Todos os reclaman para que reconozcáis a vuestro heredero. Tenéis que bajar —le comunicó con tono que no admitía negación alguna.

El archiduque bamboleó la mano en un gesto de despedida.

—Pero, señor…

Él se puso en cuclillas y le mostró la verga.

—¡Maldita mosca cojonera! ¿Quieres que baje así? Deja que me alivie y voy.

La anciana se mordió la lengua para no responder como se merecía. Era su señor y le debía obediencia, pero nunca se ganaría su respeto. Ya de niño era arrogante y egoísta, y en cuanto alcanzó la adolescencia, se convirtió en un irresponsable al que tan solo le gustaba disfrutar, especialmente entre las piernas de una mujer, y no precisamente de la suya.

—Aguardaré a que terminéis. Vuestra esposa sospecharía si me ve llegar sola y no es momento para darle disgustos —replicó con tono helado.

Él, con una sonrisa malévola, volvió a sumergirse en el cuerpo de su amante y empujó con ritmo frenético, mirando descaradamente a la sirvienta.

Ella permaneció firme, impertérrita. Ninguna expresión asomó a su rostro apergaminado cuando él, tras derramarse, profirió un gemido ronco.

Felipe saltó de la cama. Precipitadamente, se vistió. Secó el sudor de su enrojecido rostro, se ató el cabello con una cinta y, tras ponerse los zapatos, con aire digno y una sonrisa amplia abandonó el cuarto. Ingrid se volvió hacia la mujer que yacía en la cama.

—No os sintáis tan poderosa, querida. Felipe se cansa pronto de sus cortesanas. Además, la infanta Juana no es nada benevolente con las putas de su marido. Os aconsejo que os marchéis antes de que se entere de esto.

—¿Y tú vas a ser la chismosa que se lo cuente? Pues tú debes andarte con más tiento que yo. El archiduque me adora y no consentirá que nadie me aparte de su lado. Ni siquiera su sagrada esposa.

La anciana esbozó una sonrisa triunfal.

—La última decía algo muy parecido y terminó con una gran marca en la mejilla. Ahora hace lo mismo que en esta cama, pero en las tabernas. Como veis, mi señora Juana no se anda con chiquitas. Yo de vos me aseguraría un buen futuro cuanto antes. Seguid el consejo de una vieja que ya lo ha visto todo —le replicó con aire altivo. Y diciendo esto, dio media vuelta y regresó al salón.

Lo que sus ojos cansados vieron fue un espectáculo digno de escribirse en las crónicas. Juana, de pie, como si la parturienta hubiese sido otra, se encontraba junto a su esposo, que con el pecho henchido sostenía en alto a su hijo, a su primogénito.

—Llevará el nombre de Carlos, en honor de mi abuelo, Carlos el Temerario, último duque de Borgoña. Mi heredero. Inclinaos ante él —anunció Felipe.

Los nobles, los comerciantes y los criados, todos aquellos que se encontraban presentes así lo hicieron.