CAPÍTULO 54

Cuando la guardia de la Inquisición llegó ante la posada, les sorprendió el tremendo revuelo que se había formado y el humo que salía del edificio. Decenas de personas, unas iracundas y otras sumidas en la curiosidad, ocupaban parte de la calle entorpeciendo los carruajes o a los viandantes, quienes, al ver la situación, se unían al gentío.

El capitán se abrió paso a empujones y, plantándose ante la multitud, gritó:

—¡¿Qué diantre ocurre aquí?! Tú, cuenta.

El hombre, de aspecto menudo y envejecido prematuramente, carraspeó intimidado y contestó:

—No lo sé, señor. Yo pasaba por aquí y…

El capitán señaló a otro.

—Soy arriero y me dedico al transporte de encargos, principalmente de los estudiantes de la universidad. Hoy me he hospedado en la pensión, como suelo hacer todas las noches antes de partir. Estábamos a punto de cenar cuando el humo, que provenía de la cocina, comenzó a extenderse. Al parecer, la posadera dejó la olla en el fuego más de lo prudente y la sopa se quemó. Por suerte no hay fuego, sino…

—¿Y la posadera?

—No lo sé, general.

—Capitán, ¿alguien la ha visto?

Nadie contestó.

—¿Nadie? —insistió el militar.

—Cuando salimos a toda prisa, ella no estaba entre nosotros. Puede que saliese antes y por ello se dejó la comida en el fuego, o que siga dentro —sugirió otro de los huéspedes.

El enviado de la Inquisición soltó un reniego y, con gesto adusto, ordenó a los hombres que registrasen la posada, al tiempo que pedía a los curiosos que se dispersasen bajo amenaza de ser detenidos. Nadie desobedeció. La gran mayoría conocía el oficio del capitán, por lo que, en apenas unos minutos, allí solo quedaron los implicados en el suceso.

—Señor, nada. La casa está vacía.

Su superior apretó los dientes. Al inquisidor no iba a gustarle en absoluto que llegase con las manos vacías.

—¿Qué? ¿Cómo es posible? —masculló Mendoza.

—Puede que le diesen aviso —sugirió el capitán.

—¡No seáis absurdo! Era un asunto restringido.

—Es la única explicación posible, señor Mendoza. Solamente lo sabíais dos personas, e imagino que no habréis sido vos —dijo el inquisidor.

Mendoza arrugó la frente. ¿Sería plausible que Albalat lo hubiese traicionado? ¿Y por qué? No tenía lógica alguna. Había demostrado que no le importaba procurarle mal a cualquiera si con ello obtenía beneficios, y esa gente no le reportaba ninguno… A no ser que, en esta ocasión, su beneficio fuese salvar a esa hilandera; al fin y al cabo, estuvo enamorado de su madre. Un caso de sentimentalismo. De ser así, pagaría muy cara esa debilidad. Nadie se reía de él. Absolutamente nadie.

—Puede que tengáis razón —murmuró.

—No dudéis, amigo mío. Albalat es un converso, después de todo. Era cuestión de tiempo que cometiese una felonía digna de su raza. Incluso estoy por creer que la acusación hacia Osorio era falsa.

—Lo más seguro, aunque seguía siendo un mal hombre. No tenéis que tener cargo de conciencia.

—Purgó sus pecados —dijo el inquisidor.

Mendoza entrecerró los ojos y aseguró:

—Y Albalat su traición. ¿Me prestáis dos soldados?

—Tomad todo lo que necesitéis. Este asunto es muy grave. No podemos permitir que esa hereje ponga en peligro nuestra fe.

Mendoza abandonó la sede de la Santa Inquisición y se encaminó a casa de Albalat. Una vez allí, procuró que los soldados aguardasen sin ser vistos y llamó. La entrada no fue cuestionada, ya que el dueño había dado orden de que si se presentaba lo dejaran pasar.

—Por favor, acomodaos.

—No, gracias.

Albalat percibió en su voz un tono que le inspiró desconfianza y todos sus sentidos se pusieron alerta.

—Comprendo. Vuestras ocupaciones no os permiten relajaros.

—Así es. Cada paso que doy me lleva a un nuevo conflicto.

—¿Acaso no han confesado?

—Difícil está, teniendo en cuenta que han tomado las de Villadiego. ¿Vos no sabréis nada al respecto?

Albalat dio un respingo.

—¿Por qué debería? Estoy tan interesado como vos en este asunto. Nunca se presenta una oportunidad tan magnífica para ser recompensado por la Corona. ¿A cuento de qué pondría en peligro tal beneficio?

—Sé que siempre habéis obrado en propio interés, y por eso mismo, dudo de vuestra honradez en esta cuestión. La muchacha es hija de la mujer que amasteis, y puede que un absurdo sentimiento de conmiseración os llevase a darle aviso del peligro que corría.

Albalat soltó una risa cáustica.

—¿No hablaréis en serio?

El rostro de Mendoza agudizó su dureza.

—Totalmente. Don Miguel, soy hombre avezado y pocas veces dejo que me tomen el pelo. Y en esta ocasión, me da el pálpito de que estáis intentándolo. La posadera abandonó precipitadamente su casa, con tanta prisa que por poco provoca un incendio, lo cual me lleva a pensar que alguien la alertó. Y como solamente estábamos al tanto de nuestras intenciones vos y yo…

—¿Qué? No. Yo no os he traicionado. No soy tan… idiota —jadeó Albalat.

—Entonces, ¿quién? Dos y dos suman cuatro. No hay otra posibilidad, amigo mío.

Albalat pensó con celeridad. Ese hombre le creía culpable y tenía que demostrar su error como fuese.

—En esta casa no estamos solos. Los criados pueden haber escuchado. Es la posibilidad más lógica, ¿no os parece?

Mendoza frunció la frente y asintió.

—Tal vez, aunque no veo motivo para que se inmiscuyesen. Pero tenéis razón, no hay que descartar posibilidades. Traedlos para que los interrogue.

Albalat ordenó la presencia del servicio. Uno a uno, Mendoza los interrogó, y cada uno de ellos dio una respuesta que no favorecía en absoluto a su señor.

—¡Alguno miente! ¡Deberíais llevarlos al potro para obligarles a decir la verdad, en lugar de insultarme! —exclamó este con el rostro encendido.

—¿Qué escándalo es este? —preguntó doña Clara entrando en el salón.

Mendoza miró a la mujer. Su rostro aún presentaba las señales a causa de la paliza que le propinó su esposo y sus pasos seguían siendo un tanto indecisos. Tenía entendido que faltó muy poco para que ese animal le quebrase la pierna. Aun así, su belleza era notable.

—Señora, lamento este alboroto, no era mi intención perturbar vuestra convalecencia.

—Pues lo habéis logrado, señor…

—Mendoza, a su servicio.

—Bien, señor Mendoza. No sé qué querréis de mi hermano, pero al parecer no es nada agradable, por lo sulfurado que está. ¿Podríais contarme el motivo de vuestra presencia en esta casa? —inquirió ella con tono nada cordial.

—Cómo no. Vuestro hermano y yo tenemos un asunto entre manos de relevancia nacional, y por el momento, se ha echado a perder porque creo que se ha ido de la lengua… a no ser que nuestra conversación privada fuese escuchada por otros.

—¿Estoy incluida en ese apartado?

—¿Estabais en la casa hace unas horas?

—No me he movido de aquí desde… desde lo que me pasó. Es la primera vez que me levanto del lecho en el día.

—Siendo así, estáis descartada como sospechosa.

—Lo mismo que mi hermano, señor. Es un hombre honorable y jamás incumple la palabra dada. Si os prometió discreción, la ha cumplido —replicó Clara con tono acerado.

Mendoza encarriló sus ojos de carbón hacia el servicio. Ninguno pudo evitar estremecerse. Culpable o no, nadie que se enfrentase a un hombre amigo de los inquisidores se sentía a salvo.

—Pues quedan vuestros empleados.

—¡Yo no he hecho nada! —gritó la cocinera.

—¡Ni yo! —aseguró el mayordomo.

Las sirvientas, muertas de miedo, emitieron las mismas protestas.

—Si vuestra acusación es que salieron para contar lo que aquí se habló, soy testigo de que no lo hicieron. Edelmira, la cocinera, estaba junto a Mercedes preparando la cena. Higinia, mi doncella personal, estaba junto a mi lecho. ¿No es así, Higinia?

—Sí, señora —afirmó la anciana, a pesar de ser mentira. No sería ella quien la desmintiese. Primero porque jamás debía contradecirse a los señores y segundo, porque ese tipo no le agradaba en absoluto. Estaba empecinado en sacar de esa casa a un culpable para llevarlo a la cárcel y, por supuesto, no sería a su ama. Si mintió, por algo sería. Siempre se había caracterizado por su sensatez.

—¿Y tú? —preguntó Mendoza señalando con el dedo a la jovencita que temblaba como una hoja.

—Eustaquio y yo estábamos… arreglando la plata. El señor puede confirmarlo, pues la sopera se nos cayó al… suelo y salió de su despacho para pedirnos que tuviésemos más cuidado.

—Como veis, nadie abandonó la casa, señor —repitió Clara.

—Según decís, eso parece. Sin embargo, tengo algo que puntualizar. Vuestro hermano sí abandonó esta casa tras conversar conmigo.

—Vos mismo me pedisteis que lo hiciese. ¿No es así? ¿A qué viene ahora esta actitud tan desconfiada y agresiva hacia mi persona? Me he limitado a seguir vuestras órdenes y, como os dije, no saqué nada en limpio de esa posadera. Además, he dejado bien claro que con traicionaros solamente conseguiría mi perdición, y no soy hombre que se arriesgue a ello —masculló Albalat.

—Y yo también os he dado mis deducciones.

—¡Por el amor de Dios! Su madre no significó nada para mí y su hija, menos.

Mendoza hizo oscilar la cabeza de un lado a otro.

—Yo lo único que sé es que alguien los puso sobre aviso y ahora les he perdido la pista, cosa que supone un gran contratiempo para mi trabajo. Y, lamentablemente, visto lo visto y escuchado, no me queda más remedio que deducir que vos sois el culpable.

—¡No! —bramó Albalat.

—Mi hermano ha demostrado a lo largo de su vida que ha sido fiel a la Corona y a la Iglesia. Hoy mismo ha presenciado la ejecución de un hombre al que, a pesar de pertenecer a la familia, no dudó en denunciar por sus actitudes herejes y salvajes. ¿Y ahora os atrevéis a asegurar, sin pruebas, que es culpable de traición? Señor, esto es intolerable —protestó Clara.

—Si como decís es inocente, no le importará acompañarme.

—No voy a ir con vos a ningún lado. Todos sabemos cómo se arrancan las confesiones, aun siendo falsas, a los detenidos —se negó Albalat.

—A quien confía en su verdad, nada puede hacerle mentir. Muchos detenidos íntegros no fueron acusados y regresaron a sus casas. Si habéis dicho la verdad, este episodio podréis contarlo como una anécdota.

El rostro del acusado se demudó. Si Mendoza estaba dispuesto a llevárselo, nada podría impedirlo. Y no podía permitirlo. Sabía que no resistiría la tortura y que terminaría como muchos otros, en la hoguera o desposeído de todas sus posesiones y exiliado.

—¿Puedo coger la capa?

Mendoza alzó la mano y ordenó a una de las sirvientas que cumpliese su deseo, lo cual frustró el plan de escapatoria de Albalat.

—¿Nos vamos?

—Pensadlo bien. No tengo motivos para cometer esa felonía que erróneamente me adjudicáis —dijo Albalat en un último intento de hacerlo entrar en razón.

Clara, cojeando, se acercó a su hermano y le posó la mano sobre el hombro con gesto protector.

—Miguel, si pones trabas, será peor. Ve con él y acláralo. Eres un hombre notable de la ciudad; seguro que tras declarar comprobarán que ha sido un terrible error.

—Pero…

—Ve. La verdad, como el aceite, siempre flota en el agua. Uno no debe temer si tiene el corazón limpio de culpa.

—Yo no lo habría expresado mejor, señora —dijo Mendoza.

Apoyó la mano en el brazo de Albalat, indicándole que era hora de irse, y caminaron hacia la puerta seguidos por Clara. Al abrir, vieron a los dos soldados.

—¿Es necesario? —gimió el detenido al ver como la segunda oportunidad de fugarse se le escapaba.

—Tened un poco de cortesía, señor. Mi hermano es un hombre respetado y, si lo ven de esta guisa, aunque sea inocente, los rumores se desatarán —pidió Clara.

Mendoza levantó la mano y los soldados dieron unos pasos hacia atrás.

—Nos seguirán discretamente.

Clara asintió para dar confianza a su hermano, lo cual no surtió efecto. Miguel había empalidecido y daba la impresión de que podía desvanecerse en cualquier momento. Se quedó allí, mirando cómo se alejaban, y, tras desaparecer al doblar la esquina, entró y cerró la puerta.

Debería sentirse culpable. Era su hermano, sangre de su sangre, y, en cambio, su corazón permanecía frío e indiferente. No podía lamentarse por la suerte de Miguel. Años atrás cometió un crimen que quedó impune, y había llegado la hora de que pagase.