CAPÍTULO 13
Creen los románticos que el proceso de migración en el reino animal se produce por un deseo de regresar al lugar de origen, que ese afán está grabado a fuego en el inconsciente. Nada más lejos. Solo los arrastra el instinto de supervivencia, de llegar al lugar donde el alimento es abundante y, así, subsistir.
En ese punto poco se diferencian los humanos de los animales. La supervivencia es lo más vital y, a causa de ella, pueden actuar de mil modos distintos. Ivri, como los cucos, había decidido cimentar su futuro en el nido de otros, mientras que Efraím volaba hacia una tierra extraña.
Hombres y mujeres, niños y ancianos, a pie, en carros o montados en burros, reunidos en la plaza, entonaron el shajarit[10] dirigiendo sus miradas hacia Oriente, hacia Jerusalén. Una vez terminadas las plegarias, Isaac ben Judah alzó la mano y emprendieron la marcha más amarga de sus vidas, sin entender aún por qué eran expulsados como el peor de los perros.
Algunos de sus viejos vecinos, ahora conversos, miraban pasar la comitiva ocultos tras las ventanas: unos pensando en que habían optado por la mejor decisión; otros, sintiendo una opresión en el pecho, que no era otra cosa que remordimiento y temor por sus almas condenadas.
Tras cruzar el puente, Efraím detuvo la carreta. Todos sin excepción volvieron el rostro y miraron por última vez la ciudad de Toledo, su hogar. Sus ojos se empañaron de lágrimas, recordando los momentos dichosos que vivieron entre sus callejuelas tortuosas y estrechas, o los días de celebración a orillas del Tajo, justo donde el caudal se tornaba meandro.
—Oh, Dios, Tú nos elegiste entre los pueblos. ¿Qué tenías contra nosotros? —musitó Dana.
—Solo Él tiene la respuesta, mujer. Sigamos. No es necesario que maltratemos más nuestros corazones —respondió Efraím azuzando a los bueyes.
El casi millar de judíos, liderados por Isaac ben Judah, se pusieron de nuevo en marcha, silenciosos, cabizbajos. Por más que trataran de mitigar el sufrimiento, no hallaban consuelo. ¿Quién podría? No importaba qué edad tuvieran: todos se sentían como polluelos arrancados del nido, tiritando de frío, indefensos. Teniendo alas, pero sin poder alzar el vuelo.
Ilana no lloraba. Sus ojos se habían secado durante el mes que había permanecido cautiva en su propia casa sin poder ver al hombre que amaba, sin libertad para decidir su futuro. Se había convertido en un ser vacío y sin voluntad. Era incapaz de sentir nada. No le importaba lo más mínimo cómo sería su existencia a partir de ahora. Sus ganas de vivir quedaron prendidas en esa habitación donde conoció el verdadero amor.
Isaac comenzó a entonar una canción. Poco a poco, voces de desconocidos, pero también de los amigos —como David el curtidor, Judith la costurera, o sus vecinos— se unieron a él durante un buen trecho; luego retornó el silencio. En aquellos momentos nada podía procurarles el consuelo que sus corazones desolados tanto necesitaban, ni aliviar el cansancio que comenzaba a ralentizar sus pasos. Y esto solo era el principio: por delante quedaban ochocientos kilómetros hasta llegar a Lisboa. Tres o cuatro semanas de una dureza extrema.
No se equivocaron. Tuvieron que cruzar ríos, valles, colinas, desfiladeros. Soportaron la lluvia, el calor, el frío. Sufrieron el rechazo de quienes se cruzaban en su camino, viendo como su dinero no era válido para algunos, no siendo aceptados en las posadas y negándoles el alimento. El plazo fijado por los reyes se acercaba y estaban en juego sus vidas. Algunos caían en el camino y debían sepultarlos sin el menor ceremonial. Tampoco hubo alegrías por los nacimientos: eran flores que abrían por primera vez los pétalos, arriesgándose a que un vendaval las arrastrase hacia un mundo tenebroso o a la misma muerte.
Pero ellos no necesitaban de ningún vendaval para ser llevados a ese mundo. El dolor, las semanas transcurridas en el camino, los abusos cometidos por los cristianos —que inesperadamente acondicionaron entre La Bóveda de Toro y Zamora un paso de frontera exigiendo un peaje abusivo; o que pedían precios escandalosos por un poco de comida o cobijo—, hicieron mella. Muchos, presa de la desesperación, claudicaron ante los cristianos que los instaban al bautismo, dejando atrás a su pueblo, a su Dios. Cualquier cosa les valía con tal de escapar de ese infierno.
Isaac se sentía impotente. Ninguno de sus alegatos logró hacerlos desistir y, con el alma rota, los veía desandar el camino, mientras nuevos judíos, llegados de todos los confines del reino, se unían a los que seguían su triste destino. Por ellos tuvieron noticia de las terribles injusticias que soportaron en León. El corregidor, don Juan de Portugal, que recibió treinta mil maravedíes como pago por protegerlos, no cumplió su promesa. Más aún, poco después les exigió que saldaran las deudas. Muchos se quedaron sin nada, y si habían logrado llegar hasta allí, fue gracias a la caridad de muchos.
Por fin, al mes de salir de Toledo, alcanzaron la frontera. Concluía la primera parte del viaje; era hora, pues, de cambiar el dinero y sus joyas por letras de cambio.
Ahí surgieron nuevas calamidades. Los banqueros que se habían desplazado hasta el puesto fronterizo se excedieron en el uso del poder que ostentaban, cobrando cuotas desmedidas. El capital que poseían al abandonar Toledo quedó reducido a la mitad; en muchos casos, casi desapareció.
—¿Qué hacen? —musitó Dana al ver como unos soldados clasificaban a los que estaban en la cola.
—¿De qué te extrañas, madre? Es una vejación más. Imagino que van a registrarnos, por si intentamos pasar dinero. Parece que nunca tienen bastante —contestó Ilana con tono rencoroso—. ¿Dónde se ha metido padre? ¿No está tardando mucho? Casi nos toca. ¡Mira! Ahí llega.
Efraím, resollando, llegó hasta ellas.
—Apenas me han dado nada. Pero más vale ser pobre que ser enterrado. ¿Qué ocurre?
—Registros.
Su padre apretó los dientes.
—Esto es… es humillante. Tranquila, Dana. En unos minutos pasaremos y esta pesadilla habrá terminado. Tomaremos un barco, y dentro de una semana estaremos en Brujas. Allí volveremos a recuperar el respeto. Por favor, deja de preocuparte.
Su mujer, temblando, siguió las indicaciones de los soldados y, junto a Ilana, aguardaron a que una anciana las inspeccionase. Efraím, desde el otro lado, echaba ojeadas, inquieto. Nada debían temer, pues se habían desprendido de todo lo que poseían de valor, exceptuando los pagarés. Respiró aliviado cuando vio que su hija terminaba con el trámite y recibía el certificado. Llegado el turno de su mujer, él también había pasado el registro. Se reunió con Ilana y aguardaron impacientes.
—¿Pero qué…? ¿Qué demonios está haciendo? —susurró al ver como Dana se resistía a que la mujer le quitara la toca.
Los soldados se acercaron y la sujetaron sin miramiento; la mujer se la arrancó. Su cabello sedoso soltó destellos de color avellana, y también multicolores cuando el collar voló. La reacción de las autoridades fue inmediata.
—¡Quedas detenida por contrabando!
El letargo en el que estaba sumida Ilana sufrió un mazazo y exclamó:
—¡Dios mío! ¿Se ha vuelto loca? ¿Por qué ha hecho algo tan estúpido? ¿Acaso no era consciente de que si la cogían, la apresarían, o acabaría muerta?
—No lo sé —musitó su padre.
Ilana echó a andar, pero su padre la detuvo. Ella lo miró sin entender.
—¿No vas a hacer nada? ¡Se están llevando a mamá! ¡Impídelo! —sollozó.
Efraím, con los ojos empañados de lágrimas y el corazón lacerado, negó con la cabeza.
—No puedo, hija. No puedo… —jadeó.
—Pero… ¡La matarán, padre!
Su padre, encorvado y con el inmenso dolor que lo traspasaba reflejado en el rostro, susurró:
—Si intentamos algo, también seremos detenidos. A mí… no me importaría morir. Después de esto ya no. Pero no quiero perderte a ti también. Además, le prometí a tu madre que cuidaría de ti. Y debo hacerlo. Por favor, serénate. No deben relacionarnos con ella. Tenemos que… continuar. Hija, deja de llorar. Nuestra obligación es conservar la vida y servir a Dios.
Ilana se resistió, mirando con desesperación como su madre era introducida en una jaula. Ya no protestaba, ni buscaba a su familia. Al igual que su marido, Dana comprendía que no podía recibir ayuda. Se había resignado al destino, y ella debería hacer lo mismo. Sin querer mirar atrás, siguió a su padre y, mientras él pagaba los dieciséis ducados que les permitían la entrada a Portugal, juró que jamás olvidaría el sufrimiento que esos cristianos les estaban causando. Tarde o temprano, recibirían su venganza.
Con ese juramento, padre e hija reemprendieron el viaje, sin poder dejar de pensar en la mujer que había quedado atrás.
Cuatro días fue lo que tardaron en llegar a Lisboa.
La forma en que les trataron los portugueses fue muy distinta a la recibida durante el largo exilio por tierras castellanas. Con la tasa pagada en la aduana, el rey portugués permitía la estancia en el reino por ocho meses. Pero Efraím, a pesar de que su voluntad se había quedado prisionera en esa jaula, no iba a permitir que su hija sufriera otra vez. Irían a Flandes, como habían planeado, y lograría que la pena que sumía a Ilana se esfumara con una nueva vida, muy lejos del horror. Afortunadamente, los portugueses no abusaron de los judíos. Consiguieron comida y un pasaje sin pagar más de lo estipulado, lo cual les dejaba el dinero suficiente para poder instalarse en Flandes y vivir sin apuros al menos durante un año.
El barco que tomaron en Lisboa era una nao cuya envergadura rondaría los cuatrocientos toneles por lo menos, con velas redondas en el mástil y en el trinquete y de tipo latino en el palo de mesana. Castillo de proa solo había uno. La nave estaba dedicada al comercio, no al pasaje, por lo que los pocos judíos que embarcaron tuvieron que acomodarse en las bodegas como mejor pudieron. Entre ellos no había ningún conocido suyo, pues la mayoría de sus vecinos habían optado por ir al norte de África.
La bodega era un espacio caluroso, húmedo e insalubre, abarrotado de fardos de trigo, toneles de vino y muebles, sin contar con que tenían que compartirlo con los cien marineros que semejante embarcación necesitaba para su buen funcionamiento. La única ventaja era que la travesía sería corta: cuarenta y cuatro leguas que recorrerían en unos ocho días.
A los pocos minutos de navegación, Efraím supo que no gozarían de un viaje placentero. El balanceo del barco provocó que muchos de los refugiados, gente del campo, sintiesen el estómago revuelto. Entre ellos, su hija; lo que aumentó su preocupación. Ya antes de partir de Toledo su carácter alegre había desaparecido, junto a su lozanía; ahora, aún estaba más delgada. No sabía por qué se extrañaba. La expulsión le arrancó los planes que había trazado, al muchacho que amaba, su hogar y, finalmente, a su madre. ¡Oh, Señor! Podía entender las razones de Dana para querer conservar las joyas de la familia, pero no que una mujer tan sensata como ella cometiese tamaña irracionalidad. Aunque, se dijo, en aquellas circunstancias cualquiera podía caer en la locura. Incluido él. ¿Cómo podría sobrevivir al hecho de haber abandonado a su esposa? Pasaría el resto de sus días consumido por la culpa, aun sabiendo que ni él ni nadie hubiesen podido ayudarla. Pero no ocurriría lo mismo con su hija. Siempre estaría a su lado como un perro guardián y mataría a quien osara lastimarla de nuevo.
—Ilana, hija. Pronto pasará. Es un simple mareo… ¿O es algo más?
—No, padre. Quédate tranquilo. Es mareo —juró ella.
—Entonces, en cuanto te habitúes, todo irá mejor.
Se equivocaba. Su mal estaba bien arraigado. La tristeza ya no tenía cura y había emponzoñado sus ganas de vivir. No. No cometería ninguna locura. Dios lo prohibía. Se limitaría a sobrevivir, sin esperar nada a cambio. Había aprendido que nada es eterno y lo que más amas te es arrebatado. Nunca más volvería a implicar sus sentimientos.
Con todo, el mareo, como vaticinó su padre, desapareció al tercer día. No así la sensación insoportable de salir de aquella bodega atestada de gente sudorosa, ratas y ronquidos que le impedían conciliar el sueño. Deseaba sentir el aire fresco en la cara y respirar a pleno pulmón. Pero su padre le había prohibido que se alejase de su lado. A pesar de ello, una fuerza imperiosa la obligó a levantarse cuando comprobó que estaba profundamente dormido. Con sigilo, fue sorteando los cuerpos hasta que alcanzó la escalera. Con cuidado, se agarró con fuerza intentando aguantar el balanceo de la nave y comenzó a ascender.
Cuando sintió el aire fresco en el cabello, una leve sonrisa se dibujó en su rostro demacrado. Terminó de subir y saltó a cubierta. Todo estaba en silencio. Lo único que se escuchaba era la brisa marina y las olas azotando el casco de la nave. Alzó la mirada. El cielo era una bóveda impregnada de estrellas. Procurando no hacer ruido, se acercó a la barandilla. El mar era un manto oscuro, impenetrable. Solo de vez en cuando, el brillo de la luna se reflejaba en la masa de agua que destellaba plata. En ese instante tuvo, por primera vez desde la partida de Toledo, una leve sensación de paz. Y deseó poder quedarse en esa situación por siempre. Pero era imposible. Igual que el hecho de que jamás volvería a ver a su madre, ni a su amante.
Su recuerdo rompió la magia. El dolor regresó con fuerza, cortándole el aliento. Se aferró con fuerza a la barandilla y rompió a llorar.
—Es duro dejar todo atrás.
Ilana, con gesto determinado, se secó las lágrimas. Ladeó el rostro y esbozando una mueca amarga, miró a Josué Vázquez, el anciano que viajaba junto a ellos y que había congeniado con su padre. Solían hablar durante largos ratos del pasado, de los proyectos futuros.
—Las cosas pueden suplirse. A los seres queridos, jamás.
—Presencié lo ocurrido. Tu madre cometió un grave error…, aunque es comprensible. Ciertos objetos nos son tan queridos que, por conservarlos, olvidamos toda prudencia. Por fortuna, vosotros dos fuisteis más cuerdos y preferisteis no correr riesgos con lo más preciado que poseéis.
Ilana, instintivamente, se tensó. Sus manos aferradas a la barandilla se sujetaron con más fuerza. ¿Se refería al secreto que no quisieron contarle? No era posible. ¿Cómo podía saberlo ese viejo?
—Que yo sepa, nunca hemos tenido nada especial. Bueno… En realidad, sí. Tengo entendido que un cuadro. Pero no entiendo de arte. A mí me parecía… horrible —dijo con voz profunda.
Vázquez se acercó un poco más.
—No hablo de ningún lienzo. Y lo sabes.
—Debido a mi edad y a mi condición de mujer, no estoy al tanto de los asuntos familiares. Deberéis saciar vuestra curiosidad con mi padre.
—No puedes engañarme. Así que dime, muchacha, ¿dónde lo habéis escondido?
Ella caminó unos pasos hacia su izquierda. Él, con una agilidad sorprendente en un hombre de sus años, la detuvo. Su rostro, hasta ese momento afable, se tornó hosco.
—No he hecho este maldito viaje para irme con las manos vacías. ¿Queda claro? Vas a hablar ahora mismo.
—Os repito que…
La mano del hombre, al igual que una zarpa, le rodeó el cuello y comenzó a apretar.
—¿Dónde está? —siseó.
Ilana se debatió intentando que el aire entrara en sus pulmones. Pero esa mano se mantenía firme, dispuesta a acabar con su vida si no hablaba. ¿Y qué podía decir? ¡No sabía nada, moriría sin remedio!
—No soy hombre de gran paciencia, maldita embustera. ¡El escondite! ¡Vamos! O te daré una somanta de palos…
Desesperada, levantó la rodilla y empujó con las pocas fuerzas que le quedaban. Su golpe dio en el lugar esperado. Vázquez se retorció soltando un gemido agudo. Ella se liberó de su abrazo mortal. Él quiso prenderla de nuevo, pero su garra voló en el vacío. Un movimiento del todo fatal. Medio cuerpo quedó colgando de la baranda del barco. Ilana, sollozando y con la respiración agitada, no se entretuvo en meditar. Asió las piernas de su agresor y las impulsó con fuerza. Vázquez, soltando un alarido, se perdió en las aguas oscuras. Ilana se dejó caer lentamente sin poder dejar de llorar con histeria. Acababa de matar a un hombre. La ira de Yahvé caería sobre ella. Pero… No. Había sido en defensa propia. Él quiso matarla. No debía sentir culpa. Yahvé estaba con ella. Los marinos, en cambio, podrían no ser tan benévolos. Así que, tambaleándose, se levantó. Regresó corriendo a la bodega. Todos dormían, nadie se había dado cuenta de su escapada nocturna. Se recostó junto a su padre. Este se despertó.
—¿Ilana? ¿Qué ocurre?
—Nada, padre. He tenido que ir a hacer… mis necesidades. Vuelve a dormir. No pasa nada —mintió sin poder dejar de temblar.
Al día siguiente, la desaparición de Vázquez provocó un gran alboroto. Lo buscaron por todos los rincones y no dieron con él. Finalmente, concluyeron que el anciano, en un descuido, cayó accidentalmente al mar.
—Es extraño —musitó Efraím.
Ilana carraspeó nerviosa.
—¿Por qué? Un mero accidente. No es nada raro…, según tengo entendido.
Su padre miró hacia el horizonte. Sus ojos castaños se clavaron en unas gaviotas que chillaban sobre un banco de peces.
—¿A qué vienen esos nervios? ¿No sabrás algo de esto, verdad?
Ilana se frotó las manos con angustia.
—¿Yo? ¡Qué voy… a saber!
Él le alzó el mentón y la miró fijamente.
—Te conozco muy bien, hija. ¿Qué ocurrió anoche? Fuiste a aliviarte, ¿cierto? Habla sin temor. Eres mi hija, siempre tendrás mi ayuda. Hagas lo que hagas. ¿O acaso no te he perdonado el pecado de lujuria? Confía en mí. Soy el único que puede ayudarte. ¿No lo ves?
Los ojos de miel de ella brillaron a causa del inminente llanto. Horrorizada por el recuerdo de su acción, apoyó la cabeza en el pecho de su progenitor y, entre hipos, le contó lo sucedido.
—Hija, hiciste lo correcto. Era su vida o la tuya. Ahora, cálmate. Y sobre este terrible suceso, nada se ha de saber; jamás volveremos a hablar de él. ¿Queda claro? ¡Jamás! —siseó con los labios apretados.
Ella asintió.
—¿Puedo hacer una sola pregunta? ¿Qué es tan importante que valga una vida?
—A su debido tiempo, lo sabrás.
—Pero…
—A su debido tiempo —zanjó su padre.