CAPÍTULO 23

Guillermo de Croy levantó la cabeza. Si no fuese por la incipiente barriga que distorsionaba la figura alta y espigada, podría decirse que Diego López de Haro era un hombre apuesto.

—Tomad asiento. ¿Vino?

—No, señor —rechazó Diego con tono inseguro.

No tenía la menor idea de por qué había sido requerido en la corte, y esperaba que no fuese a causa de algún error cometido sin tener conocimiento de ello. Lo cierto era que, a diferencia de la gran mayoría de los comerciantes, él era honrado. Nunca escatimó peso, ni pulgadas, ni dar una pieza de calidad ínfima por una exquisita; actitud que era recriminada constantemente por su esposa, pues a su parecer, obrando de esa guisa, jamás llegarían a ser tan ricos como los otros miembros de su gremio. Sin embargo, se equivocaba. Su fortuna era cuantiosa, digna del más afamado de los mercaderes, precisamente por ese proceder. Pero lo que su querida esposa desconocía era que, para conseguir tan productivos contratos, su moralidad se volatilizaba y hacía lo necesario, sin importarle quién cayese en el camino. El mundo de los negocios era como una manada de lobos: solamente reinaba el más fuerte y voraz.

Guillermo apartó el pergamino con cuidado. Entrelazó los dedos y, mirando fijamente al hombre que tenía frente a él, dijo así:

—Imagino que os estaréis preguntando el motivo de vuestra presencia aquí. Ante todo, diré que es por una causa que beneficiará a ambas partes. Veréis. Aunque desde el exterior parezca que la vida de palacio es disipada y poco responsable, nuestros ojos están bien abiertos. Y nos hemos fijado en vos. Sois un comerciante notable, de éxito y, sobre todo, íntegro.

—Siempre he procurado seguir los mandamientos de Nuestro Señor y ser un fiel ciudadano, a pesar de no haber visto la luz en Flandes —explicó Diego, ya más calmado.

—Lo cual os honra. Nada es más preciado por nuestro archiduque que un fiel servidor a la Corona, amén de inteligente con los asuntos monetarios y comerciales. Y no digamos la ventaja de ser castellano. El joven príncipe debe practicar dicha lengua. Ya sabéis. Lo más probable es que, a la muerte del rey Fernando, sea su sucesor. Le haríais un gran favor.

—Perdonad que discrepe. El favor se me hace a mí. ¿Y qué deberé hacer con exactitud?

—El archiduque Carlos desea, si aceptáis, que os instaléis en palacio, junto a vuestra familia, y os encarguéis de las finanzas.

Los ojos de color carbón del mercader se abrieron como platos. Era una propuesta difícilmente rechazable. ¡Su esposa e hija brincarían de dicha! No había mejor destino que vivir en la corte, disfrutando de sus ventajas, diversiones y relaciones fructíferas; especialmente para una hija casadera. No le costaría conquistar a un hombre rico o noble, pues era hermosa, educada y de carácter alegre. Incluso podía llegar a conseguir el favor del joven Carlos. Muchas cortesanas en la época de Felipe, gracias a sus servicios, habían sido casadas con notables.

—¿Dudáis? —preguntó Guillermo.

—¡Oh! No, señor. Es que… me ha pillado por sorpresa tan gran honor —respondió presto el comerciante.

—Entonces, ¿puedo decir a su majestad que el puesto ha sido ocupado?

—Podéis. ¿Cuándo debo incorporarme?

—Cuanto antes. Nuestro joven archiduque necesita todo el apoyo de sus súbditos. Estamos en un momento crucial, donde cualquier decisión, gesto o palabra puede ir en su contra…, debido a su juventud e inexperiencia, naturalmente. En absoluto por su falta de valía. Carlos será un gobernante digno de admiración.

—Por supuesto, por supuesto.

Guillermo se levantó dando por concluida la entrevista. El visitante le imitó, haciendo girar el sombrero entre las manos.

—De nuevo os hago saber el honor que siento. Me instalaré enseguida —afirmó inclinando la cabeza.

Abandonó el despacho y, con el corazón latiéndole a toda velocidad, salió de palacio. Sus pasos se tornaron impacientes. ¡Estaba ansioso por comunicar a la familia tan buena nueva!

Al llegar a su casa de la calle Hoogstraat, territorio en el que se afincaban los procedentes de Castilla, entró como un vendaval, provocando la estupefacción de sus familiares, quienes estaban sentados a la mesa, terminando los postres. Por lo general, Diego era un hombre tranquilo, que no se alteraba jamás, ni en las situaciones más límites, por lo que la preocupación se aposentó en sus rostros.

—Tranquilizaos. Mi estado se debe a la mejor noticia que podíamos esperar —dijo con tono excitado—. Acabo de entrevistarme con Guillermo de Croy. Me ha pedido que sea consejero real en cuestiones de finanzas y, por supuesto, he aceptado—. Se quitó el sombrero y, con una sonrisa divertida dibujada en su orondo rostro al ver las bocas abiertas de su familia, se sirvió una copa de vino.

—Es, es…, ¡es fantástico! —exclamó su hijo Juan.

—Más bien diría que milagroso. No hay mejor negocio que entrar en la corte, hijo mío.

—¿Nos trasladamos a la corte? —inquirió su esposa.

—Así es, querida Hendrika.

Ella se tapó la boca con la mano para evitar el grito de emoción. ¡Señor! Era una situación que muchos ambicionaban y ellos habían sido elegidos. Estarían conviviendo con el que dentro de muy poco se convertiría en el hombre más poderoso de la tierra… ¡Y su marido sería quien lo asesoraría en las cuentas del Estado!

—Bien. Espero que todos estéis a la altura de las circunstancias. Vuestro comportamiento en palacio ha de ser ejemplar —les aconsejó el cabeza de familia.

—Sí, padre —respondieron los hijos.

—Ahora, retiraos. Quiero hablar con vuestra madre.

Obedecieron y dejaron a solas a sus padres. Diego se sentó junto a su esposa.

—Hendrika, creo que esta noticia te ha contentado.

—Por supuesto, esposo mío. Es todo un honor.

—Además de una situación beneficiosa. En especial para nuestros hijos. Sobre todo para Francisca. Es una muchacha joven, hermosa e inteligente. En la corte podrá encontrar al hombre adecuado. Tu misión debe consistir en aleccionarla para que no deje escapar la oportunidad de conseguir marido. Debes aconsejarla en todo momento y, en especial, vigilarla. La corte deslumbra con su opulencia y una joven puede caer en las garras de un desaprensivo. No debe entregar su virginidad al hombre equivocado. Hemos de jugar muy bien nuestras cartas.

—Pondré todo el empeño en salvaguardar su virtud, y nuestra querida niña cumplirá —aseguró ella.

—No solamente eso. Debes instruirla en el arte de la seducción. Francisca debe aprender a conquistar a su futuro marido. Ofrecer todo y dar poco. ¿Comprendes?

Hendrika asintió. Era la táctica de la mayoría de las cortesanas.

—Mi hija será experta en ello. No consentiré que su futuro se vea ensombrecido por un traspié.

—Claro que, si ese traspié sucede con Carlos…

Su mujer lo miró pasmada.

—¿Os habéis vuelto bobo de repente? El rey jamás contraerá matrimonio con una plebeya.

—No he sugerido esa imposibilidad. Hablo de que Francisca pueda convertirse en su amante. Bien es sabido que la familia de la concubina de cualquier monarca siempre sale beneficiada. Por otro lado, si ese hecho llegase a producirse, en el momento en que él se cansara de ella, le buscaría un marido adecuado, que es lo que buscamos, ¿no?

Ella se mordió el labio inferior con gesto preocupado.

—¿Y si tuviese un hijo?

—Mejor que mejor. ¡Nos caería un título! Entraríamos a formar parte de la nobleza. Mujer, deja de preocuparte. Hoy la fortuna nos ha sonreído y no nos soltaremos de su mano. Así que vayamos a la cama y celebremos tan gran acontecimiento.