CAPÍTULO 33

Las semanas siguientes contradijeron los vaticinios de Nienke.

Carlos la requería de tanto en tanto, pero simplemente para conversar. Hablaban de cualquier tema, incluso si ella lo desconocía. Era entonces cuando él más entusiasmado se mostraba. Disfrutaba enseñándole materias nuevas o conceptos sobre los cuales discrepaban, mientras que ella lo ayudaba en su castellano. Katrina olvidó sus reticencias hacia el monarca, pues se le mostró como un joven alegre, de gran inteligencia y respetuoso. El impacto inicial de su físico poco agraciado fue diluyéndose sin darse cuenta. Ahora le parecía encantador, y la espera de la siguiente invitación la impacientaba. Pero poco a poco, sus esperas se hicieron cada vez más cortas. Las citas se convirtieron en diarias y a más temprana hora. Le gustaba que desayunase con él; situación en la que se comprobaba que en el aspecto culinario eran bien distintos. Carlos gozaba de una comida copiosa —leche, jugo de capón, dulces—, mientras que ella se conformaba con un simple tazón de leche y unas rebanadas de pan untadas de mantequilla. Durante el desayuno charlaban de todo tipo de cosas, como dos viejos amigos. Lo cierto era que disfrutaba mucho de su compañía.

Tanto que, a pesar de los propósitos iniciales, un día su voluntad cayó rendida ante ese caballero que le mostraba tanta inteligencia y que la trataba con tanta solicitud, y dejó que la besase con ardor. Y, sorprendentemente, no sintió repulsión; todo lo contrario: ese beso íntimo le hizo arder la piel y se preguntó cómo sería estar entre sus brazos. Pero él no fue más allá.

—He sido un atrevido. Disculpad mi osadía, querida Katrina. No he sabido controlarme. —Carlos se disculpaba con sus palabras, pero sus ojos azules lanzaban destellos de lujuria.

Ella, con las mejillas cubiertas de rubor, bajó la mirada.

—Sois muy considerado al tener en cuenta mi voluntad, mi señor.

—Jamás os obligaría a hacer nada que no quisieseis, mi bella señora. Por favor, os ruego que me dejéis a solas. Tengo obligaciones que atender. ¿Nos veremos esta tarde?

—Sí, alteza. Aunque, de continuar así, no podré finalizar nunca el hilado.

—Lo que me interesa de vos no es el hilado. Prefiero vuestra grata conversación y disfrutar de vuestra belleza. Id, hermosa Katrina, id a hilar.

Por supuesto, las obligaciones a las que se refería el rey no eran precisamente de Estado: sabía perfectamente que iba a ir en busca de su amante. Y esa actitud, en lugar de tranquilizarla, lo único que le provocaba era irritación. A cada minuto que pasaba, la inquina hacia la amante del rey se acrecentaba en ella.

Por su parte, a Francisca le ocurría algo semejante. Se estaba dando cuenta de que Carlos ya no sentía por ella la misma pasión, y todo por culpa de esa miserable hilandera. No es que los hubiese visto juntos, pero los rumores así lo indicaban. Y estaba dispuesta a deshacerse de esa advenediza. Así pues, pidió a uno de sus fieles admiradores que hurgase en el pasado de Katrina: algo habría en él que hiciese desistir al monarca de seguir con sus intenciones. Pero nada encontraron, así que Francisca pensó que tendría que sembrar ella misma las dudas en Carlos.

—Me han dicho que vuestras hilanderas están haciendo un encaje que pensáis regalarme —le soltó tras separarse de él, jadeando.

—Eso debía ser un secreto.

Ella le acarició el pecho y sonrió con seducción.

—Ya sabéis cómo son las damas de la corte. Los chismes corren como el viento. Por cierto, dicen que la joven hilandera es una pieza de cuidado.

El rey, sudoroso, frunció el ceño.

—¿A qué os referís?

—Aseguran que no tiene escrúpulos y que es capaz de cualquier cosa para prosperar. Que utiliza a los hombres. Ya sabéis a qué me refiero… Parece mentira, con esa carita de ángel, que en realidad sea una bruja. Nunca hay que fiarse de las apariencias, ¿verdad, señor?

Él no contestó. ¿Sería posible que esa joven dulce y recatada fuese una arpía mentirosa? No lo creía y, sin embargo, desde bien niño aprendió que la corte era un nido de víboras dispuestas a lanzar la mordedura mortal. No tendría más remedio que averiguarlo y, de ser así, se vería obligado a exiliarla, a renunciar a su presencia, y su corazón se partiría.

—¡Oh! Siento haberos perturbado. Una persona como vos no debe preocuparse por una simple empleada. Dejaremos esa cuestión a la señora Barbe; ella sabrá lo que hay que hacer, ¿no os parece? Ahora, nosotros tenemos algo más interesante de que ocuparnos. En especial yo —dijo Francisca bajando la cabeza hacia las ingles del monarca. Al principio él no reaccionó ante lo que hacía apenas unos minutos le provocaba una gran excitación, pero finalmente, la boca experimentada de su amante le hizo olvidar todo lo que había a su alrededor, hasta que solamente quedaron esas caricias húmedas que lo elevaron al máximo éxtasis.

Sin embargo, una simple felación no era tan poderosa como para apartar de su mente el deseo que lo consumía por su bella hilandera, así que esa misma noche, por primera vez, la hizo ir a sus aposentos. Ella, con el corazón latiéndole acelerado, pensó que el momento esperado estaba a punto de llegar.

—Majestad —susurró inclinándose ante él.

Carlos le tomó la mano y la instó a levantarse. Sus ojos la miraron con intensidad, pero con un halo de tristeza que jamás había visto.

—Necesito que me respondáis con sinceridad.

—Por supuesto, mi señor.

—Me han llegado rumores de que no habéis obrado con decencia.

El corazón de Katrina dio un vuelco. ¿Acaso habría descubierto su mentira? Con el miedo atenazándole el cuerpo, en apenas un susurro, dijo:

—Lamento no comprender a qué os referís. Si pudieseis ser más explícito, sería más fácil para mí poder contestaros.

Carlos, acostumbrado a lidiar con emisarios, reyes y enemigos, paradójicamente, estaba aterrado ante la respuesta que iba a recibir.

—Dicen que os veis con otros hombres.

Ella, aliviada, sonrió.

—Pues quienquiera que diga tal cosa, miente, mi señor. Puede que alguien envidioso le dé demasiado a la mojarra.

—¿Cómo decís?

Ella rio con gracia.

—Es una expresión muy castellana, mi rey. Se dice cuando uno habla más de lo aconsejable.

—Comprendo. Pero mi duda persiste. ¿Aún sois inocente?

—Os juro que mi cuerpo no ha conocido hombre y el único beso que he dado ha sido a mi rey. No sé por qué han intentado desprestigiar mi honor.

Él imaginó enseguida la razón: Francisca estaba celosa e intentaba alejarlo de Katrina, pero su ardid no le había dado resultado. Al contrario, sería ella quien dejase de recibir su favor.

—No sabéis lo dichoso que me hacéis con vuestras palabras —dijo estrechándola en sus brazos. Aliviado, la besó con intensidad. Ella le correspondió con el mismo ardor.

Los deseos contenidos durante tanto tiempo se desataron. Ya era inútil reprimir sus ansias y Katrina se dejó arrastrar, entregándose al hombre del que se había enamorado. Esa noche no solo descubrió hechos desconocidos hasta el momento, sino que dejó que la iniciara en ese arte del que hablaban los poetas, llevándola hacia un mundo que se aposentó en su corazón y en su piel.

—Sois tan hermosa… La flor más bella de mi reino, y no alcanzo a saber por qué permitís a alguien tan poco agraciado como yo arrebataros vuestra doncellez —le susurró él cubriéndola con su cuerpo.

Katrina acarició su mejilla.

—Sois un hombre magnífico, mi señor. Inteligente, considerado y sensible. Cualquier joven se sentiría orgullosa de ser tomada por primera vez por vos.

—¡Oh, mi dulce hilandera! —gimió él hundiéndose en su cuerpo.

Ella ahogó un gemido cargado de dolor, que pronto fue olvidado cuando el placer estalló, elevándola a un mundo nuevo y gozoso. Pensó que era extraño que ese muchacho, con un destino tan imponente y un aspecto tremendamente afeado, la hubiese hecho arder y desear como nunca antes lo había hecho.