CAPÍTULO 51
A Mendoza le sorprendió la rapidez con la que resolvió el asunto. Nunca imaginó que una mujer a la que consideraba inteligente hubiese obrado con semejante estupidez. En lugar de permanecer en el anonimato, hizo todo lo contrario. Media ciudad conocía a la hilandera llegada de Flandes y entre esa mitad, nada menos que Miguel Albalat. El converso le sería de gran utilidad. Conocía la clase de hombre que era. Su ambición lo ayudaría a coger a esa marrana que estaba en poder de algo tan sumamente peligroso, que haría temblar los cimientos del imperio más poderoso del mundo.
Dispuesto a ello y a no fracasar en esta ocasión, fue a la tienda pero, al no encontrarla, se puso a preguntar al vecindario. Todos le hablaron del mismo modo. Catalina, al parecer, era una joven agradable, muy discreta y, sobre todo, trabajadora. Se alegraban de que el viejo Albalat le hubiese alquilado la tienda. Y les extrañó que estuviese cerrada. Por lo general, siempre se encontraba hilando. Ya puestos, no se abstuvo de preguntar por lo acontecido en la mañana, y entre unos y otros le pusieron al tanto, además de añadir sus propias conclusiones acerca de los trapicheos que se traía esa familia.
No quiso pensar en que estuviese sobre aviso. Apenas hacía unas horas que estaba en la ciudad, nadie conocía su llegada… Nadie, salvo ese poeta de tres al cuarto. Claro que era improbable que supiese el motivo de su viaje, y mucho más que conociese a la hilandera. Tal vez, se dijo, ella lo hubiese visto en la plaza y ahora estaba ya lejos de Toledo. Soltó un reniego. Todo aquello no eran más que conjeturas. Lo mejor sería hablar con su casero.
Como era de esperar, fue recibido de inmediato al anunciarse como hombre del rey.
—¿En qué puedo serviros, señor Mendoza?
—Vengo en busca de información.
—Un favor fácil, siempre y cuando tenga conocimiento de lo que os interesa. ¿Una copa de vino?
Mendoza aceptó y se acomodó ante Albalat. Dio un sorbo y asintió levemente con la cabeza.
—Un caldo excelente. No hay nada parecido en Flandes.
—¿Venís de allí? —se interesó Albalat.
—De Valladolid. Vine con la comitiva real. He llegado esta mañana y he presenciado la quema.
—Un asunto muy desagradable; y muy doloroso para la familia, como podréis imaginar. Mi cuñado siempre pareció ser un hombre cabal y cristiano. Nos tuvo bien engañados. Aunque, con franqueza, he de decir que no lamento su final; sobre todo, tras conocer el infierno que le hizo pasar a mi hermana. No comprendo por qué jamás me lo confesó.
Por la sencilla razón de que las acusaciones seguramente eran falsas, pensó Mendoza. Los años le habían enseñado que el ser humano es capaz de cualquier barbarie para conseguir sus objetivos, y los comentarios de los vecinos lo llevaron a la conclusión de que la herencia del viejo prestamista era sumamente importante, y que sus hijos no deseaban que Osorio tomase posesión de ella. Y esa deducción le resultaría muy útil para sus aspiraciones.
—El miedo atenaza la voluntad, del mismo modo que los chismorreos pueden hundir la reputación de un hombre. No es mi intención ofenderos pero, en el poco tiempo que llevo aquí, ya he escuchado ciento y una versiones de los hechos. Incluso hay quienes dicen que habéis tendido una trampa al señor Osorio para que vuestra hermana sea la única beneficiaria de la herencia.
El rostro de Albalat se tornó grana por la indignación.
—¿Eso dicen? Las malas lenguas corren más que el viento, y la mayoría de las veces, mienten —siseó.
Mendoza dejó la copa sobre la mesa y en su boca se dibujó una media sonrisa.
—Por supuesto. Sin embargo, ciertas calumnias llegan a surtir efecto… ¡Oh, no! Yo no he creído ni una palabra, naturalmente. Me consta que sois un hombre leal a la Corona; en realidad, toda vuestra familia lo ha demostrado desde la conversión. Por ello no he dudado ni un momento en acudir a vos para pediros ayuda. Se trata de un asunto sumamente escabroso y que requiere de gran discreción. Si llegase a otros oídos, el mismísimo rey tomaría cartas en el asunto.
Albalat, más tranquilo, se aclaró la garganta y dijo:
—Tenéis mi palabra de que lo que se hable aquí no saldrá de estas cuatro paredes. ¿De qué se trata?
—Solamente puedo decir que hay alguien que posee algo que nuestro monarca necesita, y que recompensaría generosamente a todo aquel que lo ayude a encontrarlo.
—Ante todo, voy a aclarar que la recompensa es lo de menos. Si el rey me necesita, lo haré gustoso sin recibir nada a cambio, simplemente por considerarme un súbdito leal. Como habéis dicho, la fama que me precede es justa.
—Entonces, vayamos al asunto. Me han dicho que tenéis como inquilina a una joven de Flandes.
—Cierto. Pero… ¿qué tiene que ver ella con el rey? —se extrañó Albalat.
Mendoza sonrió, pero sus ojos se mantuvieron fríos e inquisitivos. Albalat comprendió que no debería hablar hasta que el otro lo autorizase.
—Lo siento. Y, respondiendo a vuestra pregunta, sí. Mi padre le alquiló la tienda y yo no vi objeción alguna. Se la veía responsable y deseosa de iniciar un negocio, cosa que se confirmó. Jamás tuve problemas con el alquiler. Claro que, visto lo sucedido en el seno de mi propia familia, cualquier cosa es posible.
—Me interesa conocer sus movimientos: adónde va, con quién se relaciona, amantes… Lo que sea.
—Nunca se le ha conocido conducta escandalosa, ni tampoco frecuenta tabernas. Si sale alguna vez es para ir a la posada El Buen Yantar, donde vivía antes de venir a la tienda. Puede que doña Esperanza, la dueña, sepa algo más.
—Lamentablemente, no puedo involucrarme con extraños en este asunto.
—Entiendo. ¿Puedo ofrecerme para indagar yo en vuestro lugar?
—Sería de gran ayuda.
—Pero entonces, deberíais ponerme al tanto, hasta donde podáis, de la cuestión. Lo digo para que mis indagaciones vayan por el camino correcto.
Mendoza dio otro sorbo a la copa sin dejar de estudiar a Albalat. El tipo era astuto. Su sugerencia, en apariencia inocente, escondía la terrible curiosidad que sentía. No obstante, tenía razón: algo debería darle. Unas migajas para aplacar sus ansias ambiciosas. Unas pinceladas que, por supuesto, serían borradas en cuanto lograse su propósito. El desgraciado ignoraba que, tras su colaboración, este mundo dejaría de existir para él.
—La muchacha, tenéis que reconocerlo, es hermosa. Esa belleza no pasó por alto a nuestro monarca y la convirtió en su favorita, lo cual no tiene nada de particular. Durante su estancia en la corte se comportó con total corrección: era atenta con el rey y mostraba verdadera devoción por él, consiguiendo que la dicha llenara el corazón de Carlos. Sin embargo, como sabéis, no es oro todo lo que reluce. La joven ocultaba un gran secreto; uno que puede ser muy perjudicial para la Corona. Estaréis de acuerdo conmigo en que, si llega a saberse que es judía, la reputación del baluarte de la fe católica quedará en entredicho. Debo dar con ella y acallarla para siempre. Ya me entendéis.
—¿Estáis seguro? La he visto con mis propios ojos asistir a misa y rezar con fervor. Y nunca ha cerrado la tienda los sábados.
—Amigo mío, lo estoy. Más que eso, puedo asegurar que su familia procede de esta ciudad. ¿Os suena el apellido Azarilla?
El semblante de Albalat empalideció.
—Ya veo que sí. Al fin y al cabo, vuestras familias estaban bien relacionadas antes de la expulsión, según tengo entendido. Incluso he descubierto que estabais comprometido con la hija de ese judío. Katrina Panhel es la nieta de Efraím.
—¿Catalina es nieta de Efraím? —musitó Albalat.
¡Por eso encontró algo familiar en su rostro! ¡Por eso vivía obsesionado con ella desde que la conoció! Era el fruto de la mujer que amó con toda su alma y que, sin saberlo, aún continuaba amando. Y ahora ese hombre pretendía que le entregase a un pedazo de la carne que una vez fue suya.
—Así es. ¿Algún problema para que no podáis ayudarme?
¡Claro que lo había! A pesar de su ambición, de la crueldad que todos le atribuían, y no sin razón, no estaba dispuesto a perder de nuevo la oportunidad de recuperar la dicha que una vez sintió en el pasado, y Catalina era el instrumento para conseguirlo. Daría con ella, sí, pero para su propio provecho. La ayudaría a salvarse y, como agradecimiento, se vería arrastrada hacia sus brazos.
—En absoluto. Como bien habéis dicho, fueron amigos en el pasado, hasta que se convirtieron en enemigos al no querer abrazar la verdadera fe —contestó Miguel recuperando la frialdad.
—Me alegro por ello. Y bien, conociendo los hechos, ¿creéis que os será más fácil dar con ella?
Albalat, haciendo gala de su reputación, sonrió con maldad.
—Pan comido, señor. No hay nada más confiable que nombrar una antigua amistad y, en honor a esta, asegurar que el interés que lo mueve a uno es el auxilio. Esa joven caerá en mis redes con la misma facilidad que un pececillo. Dadlo por hecho.
Mendoza asintió satisfecho.
—La Corona os estará muy agradecida.
—¿Deseáis aguardar aquí? Puedo ordenar que os preparen un refrigerio.
Mendoza se levantó y Albalat hizo lo propio.
—Tengo otros asuntos que atender.
—Yo saldré ahora mismo.
—Mejor será que no nos vean juntos. Aguardad unos minutos. Regresaré dentro de una hora.
Mendoza, tras asegurarse de que nadie podía verlo salir, abandonó la casa.
Se equivocaba. Gonzalo, apostado en una esquina sumida en la sombra, lo observó con ojos entrecerrados. Ahora estaba confirmado que ese tipo iba tras Katrina. Ya se disponía a seguirlo cuando Albalat pisó la calle. Cambió de opinión y optó por ir tras este.
Vio como Albalat, con semblante taciturno, caminaba con pasos apresurados hasta llegar a El Buen Yantar, pero se abstuvo de entrar tras él. El motivo de su visita a la posada podía ser tanto para agradecer la ayuda prestada por lo de su hermana Clara, como por orden de Mendoza. Su intuición le dijo que se trataba de esto último. Así que, impaciente, aguardó a que Albalat saliese, lo cual hizo tras varios minutos. Una vez que se hubo alejado lo suficiente, Gonzalo entró en la posada.
La posadera estaba cuchicheando con su hermano, y su rostro no mostraba precisamente tranquilidad. Albalat la había trastornado.
—Doña Esperanza, ¿qué ocurre? ¿Qué quería Albalat? —preguntó acercándose a ellos.
Ella miró a su hermano y después a Gonzalo.
—Creo que podemos confiar en él —dijo Francisco.
—Preguntó por Catalina. Dijo que tenía algo importante que decirle, que se trataba de su seguridad.
—¿Os dijo la razón de ese peligro?
—No.
—¿Y le informasteis de dónde está Catalina?
Esperanza mostró expresión de ofensa.
—Por supuesto que no. No soy tan idiota, señor. Albalat es un tipo poco de fiar. No le daría ni la talla de mis zapatos. Le dije que nos vimos anoche y que no me habló de hacer nada especial para el día siguiente; y que si no la encontró en la tienda, sería porque tendría que hacer algún recado.
—Hicisteis bien. No quiero ni pensar qué harán con vuestra amiga si dan con ella —musitó Gonzalo.
Francisco lo miró con gesto preocupado.
—¿Así que es cierto que doña Catalina corre peligro? ¿Por qué?
—Asuntos del pasado que es mejor no conozcáis.
Esperanza asintió.
—Siempre supe que se escondía de algo, pero yo nunca se lo reproché. Todo el mundo tiene derecho a guardar su intimidad.
—Eso os honra, doña Esperanza. Y también la fidelidad que, a pesar de ello, le demostráis. Por eso deberíais decirme dónde está. Sola no podrá salir de la ciudad y, si se queda, su vida no valdrá ni un doblón. Os aseguro que es así, y lo que quiero es ayudarla —insistió Gonzalo.
La mujer se frotó las manos con aire dudoso. Cierto era que ese joven apuesto y agradable les había ayudado con el asunto de Clara; no obstante, no lo conocían de nada. ¿Y si era él quien deseaba la perdición de Catalina?
—¿Y por qué debemos confiar en vos? —inquirió Francisco.
—O en mí, o en Albalat. Decidid quién os ofrece más crédito, pero rápido. El tiempo corre en su contra.
Esperanza miró a su hermano e hizo un leve movimiento de cabeza.
—Está en la posada La Cueva del Pozo. Permanecerá allí esta noche. Después, piensa abandonar la ciudad al amanecer.
Él alzó las cejas.
—En la calle del Ciervo.
—Gracias.
Dicho esto, salió a toda prisa.