CAPÍTULO 45

Al principio ideó mil y una formas de deshacerse de su enojoso suegro. Los dos primeros intentos fracasaron: el viejo poseía una salud de hierro, y el veneno lo único que consiguió fue enfermarlo. También descartó utilizar a un sicario, pues con ese método se corría el riesgo de ser víctima del peor de los chantajes. Así que, finalmente, fue él quien se convirtió en chantajista. Bajo la amenaza de desvelar el secreto que el viejo Albalat escondía, el dinero jamás le faltó.

Pero ahora, al fin, había llegado el momento de recibir su verdadera recompensa. Conteniéndose las ganas de arrancarle el documento al notario, aguardó estoicamente a que este leyese las últimas voluntades del difunto. El primer pensamiento fue para los criados, a quienes pagó su fidelidad con una suma considerable equivalente al salario de cinco años. Después, como era lógico, anunció la herencia de su único hijo varón: una docena de casas, cinco terrenos de labranza, ocho solares en la ciudad y doscientos mil doblones. Seguidamente, la voz profunda y casi inaudible del notario dio a conocer la parte de su esposa Clara: dos casas, la mitad de las joyas maternas y cien mil doblones.

El antiguo fiscal de la corte hinchó el pecho con satisfacción. El viejo judío no había roto la palabra dada: le había convertido en dueño de una inmensa fortuna. Miró a su esposa e inclinó levemente la cabeza.

Ella, por el contrario, no sentía nada. Ni tan siquiera pena por la muerte de su progenitor. Dejó de amarlo y respetarlo cuando la prometió a ese hombre despreciable, y aun así, nunca hubiese imaginado lo que tuvo que soportar. Su crueldad quedó manifiesta en la misma noche de bodas. La trató como a una vulgar ramera, forzándola, desgarrándola sin la menor compasión. Y una vez usada, al dar a luz a su segundo vástago —que por desgracia falleció al poco tiempo de nacer, al igual que el primero—, harto de su insulsa esposa y de que solamente le diese hijos enfermos, la olvidó. Fue el único momento desde que se desposara que agradeció a Dios algo. Y ahora, ese cerdo era dueño de lo que por ley le pertenecía. No era justo que fuese recompensado, mientras que ella había sido castigada por renunciar a la verdadera fe. Y ese pensamiento la despertó. La frialdad de tantos años fue derretida por el odio, y de nuevo en su corazón y en su vientre se desató la tormenta. Era tan feroz que deseaba gritar, golpear a ese desalmado, acabar con su vida. Pero no hizo nada de ello. Había soportado durante mucho tiempo el peor de los suplicios sin alzar la voz, y así seguiría. Ya había perdido la voluntad de rebelarse.

Por su parte, su hermano tampoco estaba satisfecho con la herencia. No entendía cómo su padre había cedido tamaña fortuna a ese hombre. Bien era cierto que los ayudó a permanecer en Toledo y a conservar sus riquezas, pero durante años le había entregado lo suficiente para que su bolsa fuese sumamente abultada, aunque él, en cambio, se dedicase a dilapidarla con el juego y las rameras. Ahora, haría lo mismo con el legado y su hermana terminaría siendo la esposa de un empobrecido endeudado. ¡No podía consentirlo! Se había sacrificado para proteger a la familia, y ese bastardo no iba a tirar por tierra todo su esfuerzo.

Al igual que su hermana, abandonó la casa del notario sin mostrar la menor emoción. Solamente Osorio era incapaz de esconder la dicha que sentía. Tanta que, al llegar a casa, abrió el barril del caldo más exquisito de sus bodegas y se sirvió una copa, seguida de otra y otra, ante la mirada asqueada de su esposa.

—¿Qué? Claro, a ti te da lo mismo. ¡Por las barbas de Satanás! Pensé que obtendría una mujer bonita y ardiente. ¿Y con qué me encuentro? Con una que tiene agua en lugar de sangre. He tenido que gastar una fortuna en rabizas porque mi esposa no me ha satisfecho en la cama y solamente me dio hijos incapaces de vivir.

Ella, que siempre se había mantenido callada, no pudo evitar contestar mirándolo iracunda.

—Vos lo habéis dicho. ¡Soy vuestra esposa, no una mujerzuela, por lo que nada tenéis que reprocharme! He cumplido con el deber más sagrado, que es el de daros hijos. No hay más que exigir.

Él, perplejo, la miró boquiabierto.

—¿Y dónde están? Ni uno sano me proporcionasteis. ¡Todos muertos! ¡No me habéis servido para nada!

—Mi dinero os ha sido de mucha utilidad para vivir a cuerpo de rey. Y si ninguno está vivo, es por vuestros excesos. Vuestra simiente es la que está podrida por el vicio.

—¡Rediez! Al fin, después de veinte años, sacáis también la maldad que uno esconde.

—¿Maldad? ¡No me habléis del mal precisamente vos! Hoy habéis demostrado que nunca os importamos. Estáis ufano con la muerte de mi padre —le recriminó Clara.

Su esposo soltó una gran risotada.

—¡Mira que sois boba! ¿Acaso llegasteis a pensar que os apreciaba? Para mí siempre habéis sido unos marranos, unos seres mezquinos que se vendieron por salvar el pellejo, así que no me vengáis ahora con aspavientos. Ninguno tenemos derecho a sentirnos ofendidos. Vosotros me ayudasteis a salir del atolladero y yo hice lo mismo. Creo que estamos en paz.

—No habléis de paz. Nuestras almas están condenadas.

—La vuestra mucho más. Yo jamás he renegado de mi Dios.

Los ojos de ella mostraron una tristeza infinita.

—A mí me obligaron.

—¿Y eso es una excusa? —inquirió él llenándose de nuevo la copa. Dio un trago largo y añadió—: Vuestro hermano menor no fue convencido y pagó las consecuencias. Al menos, fue valiente y fiel a sus creencias.

—No sabéis lo que decís. Murió a causa de un accidente —le recordó su mujer.

Alfonso Osorio volvió a reír con ganas.

—¿De verdad lo creísteis así? Lo que yo digo: tengo una esposa totalmente boba. Vuestro estimado hermano, Diego, jamás aceptó la nueva condición de la familia. A escondidas practicaba la ley de Moisés, por lo que se convirtió en un peligro para los Albalat y algo había que hacer. Miguel optó por deshacerse personalmente del problema. Así que dejad de decir que soy un desalmado egoísta, porque está claro que en vuestra querida familia habita el mismísimo diablo.

Ella lo miró llena de repulsión y sacudió la cabeza, negándose a creerlo.

—No… No es cierto. Lo decís para mortificarme. ¡Vuestra lengua está movida por el odio! Os estáis vengando porque siempre supisteis que me vi forzada a ser vuestra esposa y que nunca albergué ningún aprecio hacia vos. Todo lo contrario, siempre me habéis dado asco. Pero por suerte, pronto os cansasteis de mí y no he tenido que soportar que un viejo panzudo y repugnante me tomara, ni que vuestro fétido aliento me provocase vómitos. Y doy gracias a Dios por concederme esa dicha. ¡Os aborrezco! ¡No sabéis cuánto! Y si tuviese valor, os mataría con mis propias manos. ¡No sois más que una piltrafa! Un viejo decrépito a quien, si no fuese por vuestro dinero, ni las putas osarían recibiros en su cama.

El rostro de su esposo se tornó rojo como la grana, apretó los dientes y tiró la copa al suelo. Con ojos destellantes de ira, avanzó hacia ella. Clara retrocedió intimidada.

—¿Así que mi ausencia en vuestro lecho ha sido una bendición? Pues a partir de ahora, os hundiré en el infierno —mascó entre dientes. La agarró del brazo y apretó con fuerza.

—¡Soltadme! ¡Me… hacéis daño! —gimió ella retorciéndose.

—Una esposa debe ser obediente, y vos no lo estás siendo en absoluto. En realidad, no me estáis mostrando ningún respeto, y creo que ha llegado la hora de que comprendáis que soy vuestro amo y señor. A partir de ahora haréis lo que se me antoje y sin una queja. ¿Queda claro?

Ella, aterrorizada, aún pugnó más por zafarse de su garra.

—¡Deja de moverte, zorra! —bramó él zarandeándola con rudeza.

Ante su falta de obediencia, la abofeteó con saña, hecho que no aplacó a Clara. Volvió a pegarle de nuevo, esta vez con el puño. Ella gritó ante el agudo dolor. Furioso, la empujó y ella cayó estrepitosamente al suelo. Su cabeza recibió un duro golpe pero, por desgracia, no llegó a perder el conocimiento, lo cual hubiese sido mucho mejor de haber sabido lo que le esperaba. Con ojos desorbitados vio como su marido alzaba el pie y lo estrellaba contra su costado. Un dolor intenso le cortó el aliento. Él sonrió con maldad. Esa perra se acordaría el resto de su vida por haberlo insultado. Sin esperar a que el aire volviese a los pulmones de la pobre desgraciada, le arreó otra patada, esta vez en el estómago. Ella se encogió sin que el grito espeluznante pudiese salir de su garganta, sin darle tiempo a prepararse para la siguiente. Alfonso, ciego de ira, la pateó una y otra vez.

—Por favor…, por favor. No, más… no —suplicó Clara.

Él, respirando entrecortadamente y sudoroso, asintió.

—Tenéis razón. No quiero mataros; eso sería demasiado bueno para vos. Os encerraré y haréis lo que os mande. Sea lo que sea —decidió.

La levantó con brutalidad y la llevó a rastras hasta la habitación, tirándola de bruces sobre la cama. Ella jadeó al entender su intención. Esta vez sí gritó. Podía soportar los golpes, el dolor, pero no que la ultrajase.

Su marido le agarró el cabello y tiró con fuerza. Ella apretó los dientes. Él, respirando con dificultad, se colocó entre sus piernas y sentenció:

—Como perra que eres, mereces que te cubran como una perra.

Le rasgó la ropa interior y, bajándose los pantalones, la penetró por el ano. Ella gritó cuando sintió el desgarro.

—Eso es, zorra. ¡Grita! Me gusta que griten mientras fornico —jadeó Osorio embistiéndola con brutalidad.

Ella intentó no complacerlo, no gritar, pero el inmenso dolor que le causaban sus terribles embestidas se lo impidió. Notó como la sangre escapaba de su cuerpo y se mezclaba con el semen. Él, exhausto, se apartó. Bajó de la cama y salió dando trompicones, cerrando la puerta con llave.

Ella rompió en un llanto amargo. Completamente dolorida, se arrastró hasta llegar al borde de la cama. Se dejó caer e intentó ponerse de pie, sin conseguirlo. Pero debía hacer un esfuerzo. Si no se marchaba de esa casa, él la mataría. Tenía que pedir ayuda a su hermano. Él la salvaría de ese monstruo. Soportando el agudo dolor, logró tenerse en pie y, con pasos lentos y torpes, llegar hasta la ventana. Por suerte, el cuarto estaba a pie de calle. Abrió. Era noche cerrada. Tras varios intentos, pudo encaramarse y saltar. Se aferró a la pared y caminó procurando no gritar de dolor. Alcanzó la esquina y una sombra se abalanzó sobre ella.

—No… Os lo suplico. No me peguéis más —sollozó.

El hombre la sujetó.

—Tranquilizaos, señora. No pienso lastimaros. ¿Qué os ha pasado?

—Mi… marido… Él…

Su salvador la llevó bajo la tea aún encendida. Sus ojos grises la miraron horrorizados. Jamás había visto algo parecido. El rostro de la mujer estaba entumecido, sus labios hinchados y un mechón había sido arrancado de su cabeza.

—¿Esto os lo ha hecho vuestro esposo?

Clara asintió.

—¿Cómo os llamáis?

—Clara —susurró, y seguidamente, perdió el sentido.