CAPÍTULO 28
La distancia entre ambas ciudades era apenas de cien kilómetros; pero al haber salido al atardecer, pararon apenas dos horas después para hacer noche en una posada. Consiguieron una habitación libre a pesar de lo concurrida que estaba, lo cual fue un alivio. Se encontraban molidas, los últimos días antes de la partida habían sido agotadores, así que apenas probaron la cena y se retiraron a descansar.
No durmieron mucho. La emoción por saber qué les depararía el futuro las tenía alteradas. Situación que no había cambiado ni un ápice cuando, dos días después de abandonar Brujas, el carruaje se adentró por las calles de Bruselas.
La ciudad no podía compararse con Brujas, pero no había duda de que también contenía gran belleza. Una belleza que comenzó en sus inicios. Unos decían que Bruselas fue fundada por los celtas y otros, cuando Saint-Géry, obispo de Cambrai y Arrás, levantó una capilla dedicada a san Miguel, en el año 695. Más tarde, el emperador germano Otto II confió al duque de Lorena unas tierras en el valle del río Zenne. Carlos construyó un fuerte en la isla de Saint-Géry, y el lugar fue bautizado como Bruocsela, «capilla del pantano». Pero un siglo después fue abandonada para trasladarse al sur, a Coudenberg.
Hacia el Año Mil, la diminuta población fue protegida por una muralla y comenzaron a construirse iglesias, hospitales y grandes casonas. Sus habitantes se iniciaron en el comercio, especializándose en los textiles, cuya exportación se veía muy beneficiada por los canales, que llegaban al mar. Poco a poco, el pequeño asentamiento creció hasta convertirse en una ciudad grande y próspera, recibiendo del duque de Brabante la carta magna. Luego pasó a manos de los Habsburgo y, justo ese año, el joven rey Carlos había trasladado allí la capital de su reino.
Katrina y Nienke contuvieron un silbido al ver el edificio. Era enorme, mucho más de lo que habían imaginado, y los nobles habían edificado sus mansiones a su alrededor.
—Te lo dije. Ha sido un acierto venir —susurró Nienke.
—Solamente el futuro lo dirá. Y será de inmediato —replicó Katrina al tiempo que el carruaje se adentraba en la calle Isabel. La cruzó y tomó el camino rodeado por los jardines que presidían el palacio, los cuales se encontraban bastante concurridos: damas paseando en compañía de sus mascotas, criadas cortando rosas y jardineros ocupándose de las espléndidas plantas.
Cuando el carruaje se detuvo ante la escalinata, un criado ataviado con librea colocó una escalerilla bajo la puerta y la abrió.
—Señoras, sed bienvenidas. Madame Barbe, aya del rey, os aguarda. Acompañadme. El servicio se encargará de vuestras pertenencias.
Siguieron al sirviente hasta el interior.
En el gran vestíbulo la actividad era frenética. Decenas de sirvientes iban de un lado a otro cargando bandejas, ropajes o jarrones. En medio de este caos organizado, algunos ciudadanos o gente llegada de aldeas aguardaban impacientes que el consejero real o su sustituto les recibiera para atender sus peticiones. Las mujeres dejaron atrás el barullo, internándose en un corredor adornado con bellos tapices y con varias puertas a los dos lados. El mayordomo abrió la última.
Una mujer de cabellos dorados y ojos del color del cielo se encontraba acomodada en una poltrona junto al gran ventanal. Al ladear el rostro hacia ellas mostró su gran atractivo, al igual que una sonrisa encantadora.
—Señoras, es un honor tenerlas en palacio.
—Al contrario, señora. El honor es nuestro por haber sido elegidas como hilanderas privadas de palacio —respondió Nienke sin poder evitar que sus ojos azules barrieran el pequeño salón.
Allí todo era exquisito: jarrones, bustos de mármol, tapices, muebles… Cada una de esas piezas debía de costar una verdadera fortuna.
—Solo a vuestro excelente trabajo debéis agradecérselo. Al rey le gusta rodearse de lo mejor. Es joven, pero cabal y lo suficientemente inteligente como para discernir cuándo algo o alguien es prodigioso. Vosotras habéis demostrado poseer unas manos únicas, y estoy segura de que confeccionaréis auténticas maravillas para nuestro señor —aseguró Barbe. Se levantó y, sonriendo de nuevo, agregó—: Si me acompañáis, os mostraré vuestro lugar de trabajo y los aposentos.
Katrina y Nienke, impactadas por tantas alabanzas, caminaron tras ella. Subieron por una escalinata de piedra caliza hasta alcanzar la tercera planta.
Se trataba de un lugar más tranquilo. Un solo corredor ocupaba todo el perímetro del palacio con decenas de puertas.
—Es la planta del servicio. Aquí están las habitaciones, los cuartos de la plancha, de las costureras, de los zapateros, el almacén de ropa y afeites, así como el taller de tapices —les explicó Barbe abriendo una de las puertas—. Este será vuestro lugar de labor.
Katrina y Nienke quedaron francamente satisfechas al ver el cuarto. Era muy amplio, con un solo ventanal pero grandioso. Y la vista era francamente espléndida: desde allí podían ver los jardines y, tras ellos, la ciudad. En la pared, junto a la ventana, había un mueble con muchos compartimentos, ideal para organizar los hilos para su trabajo, y en el centro de la estancia, una mesa de madera noble y varias sillas tapizadas con exquisitez.
—¿Está todo a vuestro gusto? Si encontráis alguna carencia, no temáis comunicármela. Mi señor ha ordenado personalmente que no os falte de nada.
—¡Oh! Es perfecto —exclamó Katrina con ojos brillantes. Ni en sus mejores sueños había pensado que el lugar sería tan luminoso, amplio y lujoso.
—Me alegro de oír eso. Ahora, el aposento.
Salieron del increíble taller para entrar por la puerta de al lado. Si el lugar de trabajo les pareció ideal, la habitación las dejó boquiabiertas. Era enorme y la habían acondicionado para albergar a dos huéspedes. Las camas, con doseles de los que colgaban unas cortinas finísimas, estaban ante la chimenea. Por supuesto, había dos baúles, dos butacas, una jofaina para el aseo y, como único detalle decorativo, un tapiz que escenificaba un baile de máscaras. Pero lo más asombroso de todo era que sus cosas ya estaban allí.
—La habitación también es perfecta —aseguró Nienke.
—Al parecer, hemos dado con vuestros gustos. Auguro una alianza muy productiva y venturosa.
—Haremos lo que esté en nuestra mano para que así sea. No queremos defraudar a nuestro rey —prometió Nienke.
—No lo haréis, siempre y cuando efectuéis la labor como él desea. Pero, sobre todo, con vuestra lealtad. Carlos no soporta la traición —afirmó Barbe adquiriendo una pose rígida. Pero, inmediatamente, volvió a sonreír y dijo—: Claro que sé que nunca lo haréis. ¿No es cierto? Ahora os dejo. El viaje os habrá resultado agotador. Mañana ya os indicaré lo que debéis hacer. Mientras acomodáis vuestras pertenencias, ordenaré a la cocinera que venga para que os informe de los horarios de comida y el lugar donde degustarla. Ahora, descansad. Mañana comenzará el trabajo.
En cuanto la puerta se hubo cerrado, Nienke saltó llena de contento. Katrina, por el contrario, permaneció muda, con una expresión preocupada en su bello rostro.
—¿Qué ocurre? Pensé que estabas entusiasmada —se extrañó su protectora.
—Y lo estaba, hasta que esa mujer habló de lealtad. Nienke, ¡les hemos mentido! Si lo descubren…
—Nunca lo harán. ¿O piensas que son idiotas? Imagino que ya habrán investigado y, si nos han aceptado, es que todo está en orden. Así que cálmate y disfruta de nuestra buena suerte, ¿de acuerdo? Ahora, arreglemos este barullo. Mañana debemos estar dispuestas para iniciar nuestra primera labor.
El encargo fue confeccionar unos puños para el rey. Barbe les dio como plazo dos meses, el tiempo que tardaría Carlos en regresar de su recorrido por parte del reino. Así que se pusieron a ello dedicándole todas las horas del día y parte de la noche. Y cuando él regresó, casi habían terminado.
Sin embargo, Nienke se sentía decepcionada. Nadie se había molestado en presentarlas al archiduque. En realidad, desde su llegada, apenas habían intercambiado unos saludos con alguien que no fuese del servicio. Ninguno de sus planes de futuro se estaba realizando y, a pesar de ello, eso no le hacía perder la esperanza. Estaba convencida de que muy pronto saldrían de esa ala que las separaba de la vida social soñada.
—Te lo dije. Somos una mísera mota de polvo en este engranaje —le recordó Katrina.
Su amiga resopló.
—Está bien. Puede que me excediera en mis pretensiones. Pero eso no quita que, al menos, podamos verlo como Dios manda y no desde la lejanía, ¿no te parece?
—Un día u otro lo haremos —dijo Katrina levantándose.
—¿Adónde vas?
—A dar un paseo. Tengo el trasero molido. ¿Vienes?
—No. Prefiero tumbarme un rato.
Katrina bajó la escalera cruzándose con unas lavanderas que reían, seguramente por alguna gracia o chisme. Las dejó atrás y continuó descendiendo hasta alcanzar el corredor que daba al jardín, sin encontrarse con nadie más. Ya afuera, observó a varias damas acompañadas por solícitos caballeros. Optó por tomar el sendero que llevaba hasta un pequeño estanque.
Seis patos se deslizaban suavemente bajo la atenta mirada de unos peces de colores. Katrina se sentó en uno de los bancos, medio oculta por un seto bordeado de tulipanes. Desde esa posición podía divisar gran parte del jardín y a la mayoría de los que por él transitaban. Pero ella se fijó especialmente en uno. Un joven de ojos negros, de cabello tan oscuro como el hollín y rostro escandalosamente apuesto. Un espécimen —tal como le dijo Nienke más tarde— peligroso y que debía evitar a toda costa, no tanto por esos atributos pasajeros, sino más bien por su oficio. Pierre Gautier era poeta y francés, un simple bardo sin la menor fortuna y que gozaba momentáneamente del favor del joven rey; y por supuesto, del de numerosas damas. Se contaba que sus versos eran más apreciados en la intimidad de la alcoba o en recovecos oscuros alejados de las miradas indiscretas. Por supuesto, esos chismes eran restringidos; circulaban solamente entre el servicio, pues si llegasen a oídos de más alta alcurnia, el corazón del poeta ya habría dejado de latir. Y si así había sido hasta ahora, desde luego no era por mera discreción —los criados no sentían el menor aprecio por los nobles a los que servían, y si sabían que con sus habladurías podían perjudicarlos, no callaban—, pero Pierre gozaba de gran simpatía entre los hombres, quienes le adjudicaron su protección, y entre las mujeres, que aspiraban algún día a ser ellas las destinatarias de su arte embriagador. Pero Pierre aspiraba a alcobas más altas y Nienke, a que la joven e inexperta hilandera no cayese en las redes de ese seductor.
Katrina no pudo evitar sonreír al recordar los sueños de su protectora. Era como una niña que aún creyese en la magia. Ella no quería romper sus ilusiones, pero la única verdad era que ningún hombre de los que esperaba llamaría a su puerta. No eran más que unas simples hilanderas.
Suspiró al ver como el sol descendía en el horizonte, se levantó y emprendió el regreso hasta el ala donde tan lejos quedaban el esplendor y la sofisticación.