CAPÍTULO 25
Francisca siempre se había caracterizado por ser una niña sosegada y en especial, obediente. Al crecer, esas virtudes deseadas en toda hija, por suerte para la familia Haro, continuaron. Por ello, cuando sus padres le explicaron los planes de futuro, no alzó ninguna protesta; todo lo contrario. Había sido educada para conseguir una buena posición en la vida, y es lo que ambicionaba.
—¡Es una noticia estupenda, madre! Una oportunidad única que no debemos desperdiciar. Me siento feliz.
Su madre le acarició el cabello con ternura.
—Dochter[17], la felicidad es como un copo de nieve: apenas dura unos instantes. No te ilusiones. Se trata del futuro emperador del imperio más vasto de la tierra. Su destino es acostar en su lecho marital a una noble.
—No soy tan simple. Sé las posibilidades que tengo y no aspiraré a más.
Hendrika sonrió satisfecha. La educación recibida había dado sus buenos frutos. No como muchas de las hijas de sus amigos, que, contrariamente a los deseos de sus progenitores, habían arruinado sus vidas por no seguir los sabios consejos de los experimentados.
—Me contenta que estés de acuerdo. Ahora, deberás seguir cada una de mis indicaciones a rajatabla; por muy extrañas o incorrectas que puedan parecerte. Nuestra fortuna depende de ello.
—Sí, madre.
Francisca siguió cada una de las instrucciones maternas con gran interés, esperando que, cuando llegase el momento, no fuese causa de decepción.
Ilusionada con la nueva perspectiva que la vida le deparaba, llegó a palacio. Sus ojos verdes miraron asombrados el trajín que allí había. Más que una residencia real, parecía una pequeña villa. En el vestíbulo, aguardaban para ser atendidos vendedores, músicos, embajadores, gentes míseras en busca de un empleo…, todos ellos mezclándose con los cortesanos que iniciaban su quehacer diario.
Un caballero alto y de ojos negros se abrió paso entre la multitud y se acercó a ellos. Se trataba de Maximiliano de Transilvania, secretario del rey, quien los llevó a sus estancias y les indicó las normas y deberes que deberían cumplir a partir de ese momento.
No les fue difícil adaptarse. El ambiente en palacio no era tan rígido como esperaban, ni el joven rey tan taciturno. No es que desbordase alegría, pero la melancolía que le adjudicaban apenas existía. Simplemente era contenido y medía cada uno de sus pasos para no cometer un error. Por esa causa, tuvo mucho cuidado de que nadie se percatase de la atracción que Francisca le suscitó desde el primer instante que le fue presentada. Aun así, no pasó inadvertida para su aya, que lo conocía muy bien. Y como también lo amaba más que nadie en este mundo, decidió que ya era hora de que su protegido se estrenase en el amor. Así se lo hizo saber. Argumentó que un monarca debía conocer todos los aspectos de la vida para poder gobernar con sabiduría. Pero, sobre todo, ser experimentado en los asuntos del lecho. No era prudente mostrar ineptitud ante su futura esposa, que sería la reina… Prácticamente le dio a entender que era un asunto inaplazable.
Carlos, a quien desde niño le habían enseñado a sopesar todas las posibilidades, llegó a la conclusión de que su aya estaba en lo cierto. Y le habló de Francisca. De si existía la posibilidad de que, a pesar de su condición, ella fuese la primera en compartir su lecho.
—Naturalmente, majestad. Los reyes no se sirven de meretrices, sino que sus desahogos quedan a cargo de las cortesanas. Estoy segura de que esa joven os complacerá con gusto. No os preocupéis, señor. Pero si vuestras dudas consisten en no demostrarle vuestra ignorancia, puedo arreglar un encuentro con otra cortesana más experimentada. Ella os aleccionará.
Él negó con la cabeza.
—Ha de ser ella.
—En ese caso, os aconsejo que no consuméis vuestros deseos en el primer encuentro. El intenso ardor precipita los acontecimientos y no podemos permitir que la dama se lleve una decepción o que vaya diciendo que no sois un amante experimentado.
Carlos inspiró hondamente.
—Pues, siendo así, traedme esta noche a esa cortesana experta. ¿No será vieja o un adefesio?
—Jamás consentiría que vuestra iniciación en el placer fuese con alguien desagradable. La dama en cuestión es hermosa y hace unas semanas cumplió los veinticinco. Dejadlo todo en mis manos. Hablaré con ella para que todo sea perfecto. Os instruirá profundamente. Cuando toméis a esa doncella, lo haréis con pericia.
Esa noche, el joven príncipe se sumergió en las aguas deliciosas de la carne y su deseo por aleccionar a Francisca se volvió más acuciante si cabía. Ahora que el misterio se había desvelado, esa muchacha preciosa complacería todos sus deseos para elevarlo a la gloria.
Cuando el aya del rey llamó a Francisca, esta ya imaginaba cuál sería el tema de conversación. No tenía experiencia en asuntos amorosos. Sin embargo, desde su llegada a la corte, aprendió rápidamente cuándo un caballero desprendía deseo en su mirada y estos eran más de los esperados…, incluido el rey, noticia que su familia recibió con sumo contento. No así ella. Carlos no era precisamente un hombre agraciado. De mentón prominente, su mandíbula no encajaba con el maxilar superior, lo cual provocaba que tragase los alimentos sin apenas masticar y que no pronunciase debidamente, emitiendo un sonido gangoso. El ideal más alejado para una joven que debía entregar su virtud. A pesar de ello, el deber inculcado mitigaba todas y cada una de sus reticencias: si el rey la quería en su cama, acudiría sin dudar.
—Por favor, tomad asiento —la invitó Barbe.
Francisca se acomodó ante la mesita preparada con unas bandejas de dulces y una jarra de leche. La mujer llenó las dos copas y ofreció unos pasteles a su invitada. Francisca, a pesar de su inapetencia, tomó uno. No debía comenzar con mal pie. Sabía la influencia que esa mujer tenía con el monarca.
—Supongo que os estaréis preguntando el motivo de esta entrevista y, como sois nueva en la corte, os aclararé que no es para haceros ningún reproche; al contrario. El asunto estoy segura que os beneficiará. Veréis. El rey, como hombre prudente que es, ha considerado que primero debo hablar con vos en su nombre. Le disgustaría que tomarais su proposición como algo ofensivo.
—Mi señor jamás podría ofenderme, madame. Sé que sus decisiones siempre han sido meditadas y que busca lo mejor para sus súbditos —respondió Francisca con tono sumiso.
Barbe sonrió complacida. La muchacha era más lista de lo esperado.
—Efectivamente. Y ha considerado que sois la dama perfecta para acompañarlo en sus momentos de intimidad. A Carlos le complace divertirse cuando el peso del trono le deja tiempo libre y rodearse de jóvenes hermosas. Desgraciadamente, ninguna de ellas sabe jugar al ajedrez. ¿Sabéis vos?
—Sí, madame. Mi madre me aleccionó antes de venir a palacio. También conozco otros juegos de salón que podrán entretener a mi soberano.
—¡Perfecto! El rey estará complacido al conocer vuestra habilidad. Estoy convencida de que esta misma noche, tras la cena, os invitará a jugar. ¿Estáis preparada?
—Será un placer contentar a mi señor.
—Y para mí una satisfacción al tener entre nosotros a una joven tan dispuesta y fiel al soberano. Os auguro un futuro venturoso si no causáis ningún problema. A Carlos le molestan enormemente los conflictos innecesarios y en especial, los caseros. Podéis retiraros.
Francisca, visiblemente emocionada, corrió hacia los aposentos de su madre.
—¿Dónde demonios te habías metido? ¿Acaso no te he dicho que debes ser prudente? No puedes ir sola por el palacio —le recriminó su madre, visiblemente enojada.
—Het spijt me[18]. He sido requerida por Barbe.
El rostro de Hendrika abandonó la expresión iracunda por la de expectación.
—¿Y bien? ¿Qué quería? ¿Es lo que pienso?
Su hija cerró la puerta y se sentó sobre la cama.
—Carlos me requiere como su oponente para el juego de ajedrez —respondió con una sonrisa pícara. Para añadir seguidamente—: Aunque… todos sabemos a qué se refiere con jugar. ¿Debo rematar la partida esta noche o, por el contrario, prolongarla durante un tiempo?
—Tratándose de Carlos, debemos ser cautas. No podemos rendirnos con tanta facilidad ni hacerle esperar demasiado.
—¿Y qué me sugieres?
—Hay que mantener su interés el máximo de tiempo posible. No sea que a la mañana siguiente su ardor se apague. Considero que una semana será suficiente. Tras tu entrega, el resto dependerá de ti, querida niña.
—Pero… ignoro qué hacer. Cuando os aseguro que soy virgen, digo la verdad.
—Ya te expliqué las artes de seducción convenientes. No obstante, si él requiere algo especial, no dudes en complacerlo o se buscará a otra. Y no queremos eso.
—No temáis, madre. Carlos tardará en obtener todos mis secretos para darle placer. Cada día que pase, deseará recibir uno nuevo. No consentiré que otra me arrebate la posición que estoy a punto de alcanzar —aseguró Francisca.
Hendrika se sentó junto a ella y le acarició el cabello.
—Pequeña, te aconsejo que no te ilusiones demasiado. Nunca podrás ser reina y tampoco su amante eternamente. Los hombres son inconstantes y en especial, los monarcas. Gustan de novedades. Llegará un día que se fijará en otra y tú pasarás a la trastienda. Lo que debes hacer es asegurarte el futuro. Convéncelo de que te busque un marido adecuado. ¿Comprendes?
—¿De verdad crees que alguien de su posición se molestaría? —inquirió, escéptica, su hija.
—No se trata de molestias. Es una norma que siguen en todas las cortes. Pero tú no debes conformarte con cualquiera: asegúrate de que sea un buen partido. Ahora, debemos prepararnos. Ordenaré que llenen la tina y que busquen tus mejores galas y joyas. Hay que deslumbrarlo.
Tras dos horas de preparación, el resultado había dado su fruto. Estaba realmente atractiva. Lo mismo opinó su madre, quien, satisfecha, asintió con una gran sonrisa dibujada en el rostro.
—¿Preparada?
Francisca asintió sin poder evitar el nerviosismo. No le cabía la menor duda de que cualquier hombre caería rendido a sus pies aquella noche. No obstante, el archiduque era harina de otro costal. Era un joven que estaría acostumbrado a las exquisiteces y ella, por muy bonita que la considerasen, no era perfecta. ¿Y si fracasaba? Personalmente, no se sentiría demasiado decepcionada. Carlos, a pesar de la atracción que irradiaba gracias a su poder, no era nada gallardo. Se resarciría con alguien que, con toda probabilidad, le ganaría en belleza. Sin embargo, su familia no se lo tomaría con tanta tranquilidad, y la acusarían de haber echado a perder un futuro lleno de gloria, así que debía poner todo su empeño en conquistarlo. Su madre la había aleccionado en el arte de la seducción, de llevar al límite a un varón hasta que, desesperado, se arrastrase a tus pies.
—Hija —le dijo su padre tomándole las manos entre las suyas—, todos dependemos de ti. Cumple con tu deber.
—Sí, padre.
—Ahora, ve. Rezaremos por ti.
Francisca abrió la puerta. Tomó aire y se unió a Barbe, que la condujo hasta los aposentos del joven rey.
—Recordad que no debéis hablar hasta que él os autorice, ni proponerle nada en absoluto. Todas las decisiones corren a cargo de vuestro señor. En cuanto a vuestra actitud, mostraos recatada y prudente. No alcéis la voz ni parloteéis como una cotorra. Carlos aborrece las voces chillonas y la verborrea incontenible. En cuanto al juego del ajedrez, como imagino que tonta no seréis, dejadlo ganar. A ningún hombre le gusta perder, y menos ante una mujer. ¿Habéis entendido? Es importante que no olvidéis nada si no queréis que no vuelva a requerir vuestra compañía.
—Sí, señora.
—Bien. Preparaos.
Barbe abrió la puerta. El archiduque estaba sentado junto a la chimenea ante una mesa donde reposaba un tablero de ajedrez.
—Señor, aquí está la joven Francisca.
Carlos alzó levemente la mano invitándola a pasar. Su aya cerró la puerta.
—Por favor, pasad —le pidió con voz casi imperceptible mientras clavaba sus ojos azules en ella. Era hermosa y su rostro, aún más angelical. Era la viva imagen de la inocencia, aunque no tanto como para no saber que no había acudido allí solo para enfrentarse a una simple partida de ajedrez.
Francisca hizo una reverencia y se acercó a él. El monarca se aclaró la garganta.
—Me han comentado que sabéis jugar —dijo mostrándole el tablero sobre la mesa.
—En realidad, únicamente he practicado con mi madre. Nunca me he enfrentado a otro rival —respondió ella alisándose la falda con dedos nerviosos.
—Me siento honrado de ser el primero… Me refiero como contrincante. Sentaos, por favor.
Ella obedeció con gesto dócil.
—El honor es mío, majestad. Nadie mejor que vos para iniciarme en el juego… Me refiero con un rival que no se deja ganar. Mi madre es demasiado condescendiente —susurró ella bajando la mirada.
Carlos le tomó el mentón y, suavemente, la obligó a mirarlo.
—No debéis temer cometer errores; pues para mí también es la primera vez que me enfrento a una jugadora, y una tan sumamente hermosa. Así que primero tantearemos nuestros métodos y estrategias, y más adelante decidiremos. ¿Os parece bien?
Por supuesto, no le llevaría la contraria. Carlos era conocido por su actitud pacífica, piadosa y comprensiva; con todo, no dejaba de ser un rey, y los reyes estaban acostumbrados a hacer su santa voluntad. Cualquiera que quebrantaba esa norma podía incluso perder la cabeza, y ella era demasiado joven para pasar a mejor vida. Por muy desgraciada que fuese esta, cuanto más tardase en abandonarla, mejor.
—Vuestros deseos son órdenes para mí…, además de sentirme gozosa en complaceros —aceptó dibujando una media sonrisa.
—Una actitud que me agrada. No soporto a los jugadores que se impacientan o exigen prisas. El ajedrez requiere meditación. El jugador debe tomar su tiempo, por muy largo que resulte el envite. La satisfacción final es la que cuenta. ¿No os parece?
—Siempre me he caracterizado por mi paciencia. Podéis pensar todo lo que consideréis necesario, majestad.
—Bien. ¿Comenzamos el juego? —dijo él besándole la mano.
Ella bajó la mirada mostrando turbación. Según los consejos maternos, debía hacerlo esperar, lograr que su deseo fuese acuciante al no obtener placer inmediato. Sin embargo, su intuición le decía que Carlos la quería esa noche y, si no lo complacía, perdería la oportunidad. La familia se pondría furiosa. Por otro lado, no tenían por qué enterarse. Así pues, bajó la mirada y dijo:
—Cuando su majestad decida, puede mover ficha.