CAPÍTULO 12

Siempre que había entrado en ese patio, Ivri había sido recibido por un murmullo de voces, de sonidos. Ahora, solo escuchaba el silencio; una quietud absoluta que lo hizo estremecer, sobre todo cuando sus ojos se posaron en los brotes del huerto. Dentro de muy poco, las berenjenas que con tanta ilusión había sembrado Efraím darían fruto. Y se preguntó qué penurias estaría pasando su mejor amigo por culpa de su estupidez.

Sacudió la cabeza. No era momento de añoranzas; tenía que vivir el presente.

—¿Qué ocurre, padre? ¿Remordimientos?

—¿Acaso te sorprende? Hace apenas media hora que Efraím y su familia han salido de esta casa. Me siento como un intruso.

—Por favor, no seas tan ingenuo. Se la compraste, y a muy buen precio. Cualquier otro no le habría dado ni la mitad de su valor. Fuiste del todo justo. Tenemos derecho a tomar posesión de ella y hacer cuanto se nos antoje.

Ivri asintió.

—Tienes razón. Vamos. Aún nos queda mucho que hacer hoy y no podemos perder tiempo —dijo echando a andar.

Su hijo caminó tras él. Cruzaron el zaguán y entraron en el salón. Todo estaba como siempre. Parecía como si los muebles, la decoración, aguardasen la llegada de sus dueños; pero estos jamás regresarían. «Como tampoco ella», se dijo el muchacho al fijar sus ojos grises en la pintura que colgaba sobre la chimenea. Ilana, rodeada por sus padres, ofrecía esa sonrisa que siempre le cautivó, y que probablemente se habría esfumado. Pero ella era la única culpable. Como no quiso atender a los ruegos de aquellos que obraron con sensatez, ahora debía pagar las consecuencias y ellos, dejar que su recuerdo se borrara para siempre. No había vuelta atrás, tenían que continuar con la nueva vida que se habían marcado, por muy difícil que les resultara. Lo que no llegaba a comprender era cómo una muchacha podía preferir el exilio, o incluso la muerte, a ser la esposa de un hombre respetado, rico, apuesto y dentro de pocos años, dueño de un negocio productivo e influyente. ¡Muchacha estúpida! Algún día se daría cuenta del terrible error que había cometido y lo lamentaría hasta su muerte.

—¿De verdad piensas que Efraím lo tenía? —dijo acariciando el mantel. Era de fino brocado, la última labor de Ilana. Aún podía verla con nitidez entrelazando los hilos sobre el cojín, cambiando las agujas con una precisión asombrosa.

—Solo son especulaciones, habladurías. Aun así, no perdemos nada con indagar. ¿Dónde crees que puede haberlo escondido?

—Dado su tamaño, podemos olvidarnos de los escondrijos pequeños. Eso suponiendo que no lo destruyese.

—Jamás osaría hacerlo. Lo escondió, no me cabe la menor duda. Podría jugarme el cuello a que tiene intención de recuperarlo.

El chico soltó una carcajada profunda de desprecio.

—No sería extraño. Carece de la menor sensatez.

Ivri alzó una copa y la miró al trasluz. Era de cristal veneciano, un objeto exquisito, carísimo y difícil de conseguir. No se imaginaba teniendo que dejar sus posesiones a un extraño. Sin duda debió de ser durísimo para Efraím tomar una decisión… y una suerte para él que decidiese marcharse. Ahora todas las maravillas de esa casa le pertenecían, pero esperaba encontrar la más maravillosa de todas.

—Ciertamente, aunque no podemos quitarle mérito. Ha seguido fiel a sus convicciones sin importarle dejar nada atrás.

—¿No me dirás que te has arrepentido? —inquirió su hijo con gesto incrédulo.

—¡Por supuesto que no! Simplemente estoy reconociendo el valor de Efraím al cambiar una vida de comodidades y exenta de problemas por un futuro incierto —aclaró su padre dejando la copa sobre la bandeja de plata.

—¿Sabes? Creo que estás sobrevalorando la actitud de Efraím. Ha sacado una buena tajada de sus posesiones. Allá donde vaya, vivirá a cuerpo de rey. No ha sacrificado absolutamente nada.

—Sí lo ha hecho. Ha perdido el privilegio de disfrutar de su tierra.

—Padre, hay que tener una visión más amplia y dejar de mirarse el ombligo. El mundo es muy grande y uno puede encontrarse igual de cómodo en una tierra nueva que en la que ha dejado atrás. Verás cómo, si se digna a escribir, confirma mis palabras.

Ivri lanzó un sonoro suspiro.

—Dudo que lo haga. Me considera un traidor y, por tanto, ya no soy su amigo.

—¿Y qué diablos nos importa a nosotros? Olvídate de ese hombre. Nunca volveremos a verlo.

—¿Tan poco te afecta no volver a ver a los que siempre fueron nuestros mejores amigos?

—Lamentarse de lo que no puede ser es de necios. Además, la mancha de mora con otra se quita. No me será difícil adaptarme a mi nueva vida.

—Por supuesto que no. Seremos poderosos.

El chico cerró el cajón tras inspeccionarlo y dijo:

—¡Ah! Espero que convertirnos nos sirva para que encuentre una esposa adecuada. El ser ricos y relacionarnos con los poderosos contribuirá a que no seamos rechazados. Incluso estoy pensando en tentar a una con título. ¿No sería estupendo pertenecer a la nobleza, padre?

—Claro que sí, pero te aconsejo que no pongas muchas esperanzas en ello. Aún desconfían de nosotros.

—Tampoco era mi intención atarme ahora mismo, padre. Solamente tengo veinte años.

—La edad ideal para formar una familia —aseguró Ivri.

—Pues, para mí, en absoluto. Deja de centrarte en mi futuro y hazlo con el de Rayzel. Temo que no esté nada complacida con el enlace. Y, con franqueza, he de decir que la comprendo. El fiscal no es precisamente el marido que una joven busca.

—Rayzel no es una joven cualquiera. Es una judía renegada y ha tenido la inmensa suerte de ser aceptada por un hombre tan principal como él. Entre todos la haremos entrar en razón. No quiero que nos cause problemas. Ya hemos sacrificado mucho. Hablaré seriamente con ella y le haré entender que debe ser dócil con su marido y cumplir cada uno de sus deseos… No, mejor tu madre. Eso es cosa de mujeres. Anda, que se nos hace tarde. Busquemos nuestro objetivo. Me inclino por el sótano.

Fueron a la cocina y abrieron la trampilla del suelo. Ivri encendió una lámpara y, con cuidado, bajaron la escalera.

—¡Por Satanás! ¿Es necesario conservar tantos trastos? No entiendo la obsesión que tienen algunos por no desprenderse de lo que ya no les es útil —se quejó su hijo.

—Gran parte de todo esto son recuerdos.

El muchacho cogió un muñeco de trapo cubierto de polvo y lo lanzó lejos.

—Hay que ser prácticos, padre. ¿De qué sirve recrearse en instantes que no regresarán? El pasado, pasado está. Hay que mirar hacia delante, buscar nuevas metas.

—Una visión del todo loable, pero que no es incompatible con rememorar tiempos en los que fuimos felices. Además, nadie puede olvidar lo que fue o lo que sintió. Incluso alguien tan calculador como tú sería incapaz de no volver la mente hacia la infancia si te mostrara tu espada de madera.

—¿No me dirás que nuestro sótano también está hecho un desastre? —se escandalizó su hijo.

—Nunca se sabe qué nos puede ser de utilidad. Deberías estar de acuerdo conmigo, pues como buen judío sabes que la riqueza no se consigue tan solo con el ahorro, sino también evitando el despilfarro.

—Ya no somos judíos. Tenlo presente o la Santa Inquisición nos mandará un auto de fe. Y te aseguro que, por mucho que te estime, no arriesgaré el pellejo para salvarte por tu mala cabeza. Acostúmbrate a ello cuanto antes —le recomendó su hijo.

Su padre inspiró con fuerza.

—Como siempre, tan sensato. Y tan inhumano.

—¿Inhumano? Padre, te amo, pero no esperes que mueva un dedo por ti si metes la pata. En estos tiempos, lo único que importa es salvar el propio pellejo.

—Lo tendré en cuenta. Bien, examinemos todo este desbarajuste.

—¡Nos va a llevar un siglo! —exclamó el joven ante la pila de muebles y cajas.

—No nos desalentemos a la primera. Iremos por orden. Tú mira en esa parte. Yo lo haré en la otra. Tenemos todo el tiempo del mundo para buscar.

Su hijo resopló contrariado. La paciencia no era una de sus virtudes. Cuando quería algo, deseaba obtenerlo al momento.

—Lamentablemente, no podemos ceder esta tarea a otros, así que ponte a ello —le ordenó Ivri abriendo una caja. Miró en su interior. Nada especial: cofias y guantes pasados de moda.

—¿Qué harás si damos con ello? No tendrá el menor valor, pues pertenece a un judío. Ningún cristiano nos dará nada por ello —se interesó el joven desechando un baúl que contenía decenas de juguetes.

—Te equivocas. Tu cuñado está realmente interesado.

—¿Es sobre lo que hablasteis el día de la boda?

—Exacto. Lo ofreceremos al mejor postor.

Su hijo lo miró con gesto hosco.

—¿Por qué demonios lo has inmiscuido en esto?

—Nuestra situación es frágil y debemos mantenerlo contento. Por otro lado, él es de la familia, y ya nos ha echado una mano: por si no lo encontramos, ha hecho seguir a Efraím hasta Flandes.

—¿Para qué? Es materialmente imposible que lo saque del reino.

—Pero puede hacerle hablar, confesar dónde lo ha escondido. Y en cuanto lo tengamos en nuestro poder, lo entregaremos al mejor licitador, y ninguno mejor que los reyes. Harán lo que sea para obtenerlo, y nosotros conseguiremos la mejor tajada —aseguró Ivri.