CAPÍTULO 15

Miguel se levantó de la cama y, mientras se servía una copa de vino, miró de reojo a la joven. Era una muchacha de aspecto voluptuoso: senos redondos y turgentes, rostro agraciado y una habilidad exquisita para dar placer a los hombres. Una ramera de las mejores. Y con todo, no le había hecho sentir ese estremecimiento que lo elevaba a uno al éxtasis. Solamente Ilana, la dulce Ilana, correspondió a sus exigencias, a pesar de haber dicho lo contrario a su padre. Aún permanecía nítida la imagen de su rostro contraído por el deseo, de su cuerpo sudoroso y ardiente; del inmenso placer que le recorrió al derramarse dentro de ella. Y se preguntó si aquello habría dado su fruto.

Sacudió la cabeza. Aquel recuerdo pertenecía a un pasado que jamás regresaría…, afortunadamente. Desde el instante que entró en la catedral para ser bautizado, su vida dio un cambio espectacular. De ser un apestado, pasó a pertenecer a una familia que en poco tiempo se ganó el respeto y también el temor. Una negativa a un crédito y el futuro podía ser un infierno. Así que los Albalat se convirtieron en los banqueros más poderosos de Toledo. La sociedad pronto olvidó su anterior condición y eran requeridos en todas las reuniones importantes. Incluso habían tenido el honor de ser unos de los prestamistas que contribuyeron a que los monarcas financiasen la expedición a las Indias; tras el éxito obtenido, desde ese día los reyes siempre contaron con ellos para cualquier empresa que requiriese el consejo de unos expertos en economía.

La única mancha en toda esa perfección era su hermano menor. La prosperidad, la ausencia de peligro que les daba el prestigio, no mitigaron sus remordimientos. Incluso le habían llegado rumores de que jamás había renunciado a la fe de Yahvé. Y eso no era bueno. A pesar de su estatus, nadie les salvaría de caer en desgracia si existía la menor duda sobre sus creencias religiosas. Tendría que acabar con ellas de inmediato.

—¿Os marcháis? —le preguntó la prostituta al ver que se vestía.

—Tengo que resolver un asunto urgente.

Le tiró unas monedas y salió, encaminándose hacia el edificio donde habían instalado el nuevo gabinete. Cualquier relación con el negocio del pasado tuvo que ser liquidada y empezar de cero. Ahora no eran prestamistas; pues la ley era sumamente explícita con esos asuntos. Ahora, aun siendo en el fondo el mismo trabajo, lo denominaban banqueros.

La casa apenas distaba dos calles, por lo que llegó antes de que el sol cruzase el horizonte. No se molestó en llamar. Todos los miembros de la familia poseían llave del gabinete, al igual que de las otras viviendas. Era un recurso muy utilizado en el pasado por la comunidad judía. Nunca se sabía cuándo se podía necesitar un buen escondite.

Entró en el zaguán y vio que en el despacho había luz. Mantendría una seria conversación con ese insensato.

Se detuvo abruptamente al oír el cántico. Su rostro se tornó lívido. ¡Santo Dios! No era un rumor. Su hermano practicaba el judaísmo en secreto.

Apretó los dientes y los puños. Tenía que detener esa locura de inmediato. Dio unos pasos. No. Tenía que serenarse. Pensar. Pensar en cómo arreglar ese desastre sin que afectase a la familia. Porque estaba convencido de que ese idiota no cedería a su petición. Y los arrastraría con él. No podía consentirlo. No permitiría que de un plumazo les arrebatasen lo que con tanto esfuerzo consiguieron. Y si ello significaba apartar la manzana podrida, lo haría sin dudar.

Regresó tras sus pasos y salió a la calle. Ya había anochecido. Los encargados de encender las teas cumplían con su trabajo y los transeúntes rezagados se apresuraban, aferrando con fuerza el cuchillo oculto bajo la capa, a llegar a casa. La noche no era precisamente el momento idóneo para pasear. Desde hacía un tiempo, la emigración masiva desde el campo y la falta de empleo habían fomentado que los ladrones y asesinos camparan a sus anchas amparados en las sombras.

Apretó el paso recorriendo la calle que le llevaba a un lugar que jamás pensó pisar.

Al llegar ante la puerta dudó unos instantes. El sudor frío le empapaba la espalda. Diego era su hermano y lo que estaba a punto de hacer era monstruoso. Era carne de su carne, surgida del mismo vientre. ¿Qué era? ¿Un Caín? No podía hacerlo. Sobre su conciencia siempre permanecería la sombra del fratricidio. Pero por otro lado, debía pensar en la seguridad de los demás miembros de la familia. La supervivencia exigía un sacrificio, y ese era Diego. No quedaba más remedio que actuar de un modo expeditivo.

Aporreó la puerta con insistencia, al mismo ritmo que su corazón.

Un rostro apergaminado y seco como una pasa le lanzó una mirada de animadversión.

—¿Qué deseáis a estas horas? El cardenal está cenando.

—Dile que Miguel Albalat desea verlo. Es un asunto urgente que no puede esperar.

El criado, conocedor de todos los chismes de la ciudad y de cada uno de sus protagonistas —que reportaban a su receptor pingües beneficios para sus intereses particulares—, le cedió el paso.

—Aguardad aquí, señor.

Miguel esperó golpeando el pie en el suelo, frotándose las manos, tentado de escapar y olvidarse del motivo de su presencia allí. No obstante, no lo hizo. Su instinto de supervivencia lo mantuvo clavado, mirando hacia la puerta que, por fin, se abrió dando paso al cardenal Cisneros.

—¡Don Miguel! Espero que el asunto sea realmente importante. Habéis interrumpido mi cena —saludó con el ceño fruncido.

Miguel carraspeó. Podría decirse que Cisneros era el hombre más poderoso del reino. Todo el mundo en Toledo conocía su historia. Tras entrar en la orden de los franciscanos con el nombre de Gonzalo, se lo cambió por Francisco, en honor a san Francisco de Asís. Permaneció siete años en el monasterio de La Salceda, viviendo como un monje más, hasta que fue requerido por la reina Isabel para ejercer como su confesor. Con el tiempo empezó a ejercer también como su consejero, lo que le otorgó un inmenso poder.

—¿Y bien? ¿Os decidís a hablar o regreso a la mesa? —le requirió Cisneros con gesto impaciente.

—Preferiría no decíroslo aquí, en la calle. Si me permitierais entrar…

Cisneros se hizo a un lado con gesto de fastidio para dejar que Miguel pasara al zaguán, tras lo cual cerró la puerta.

—Veréis… Se trata de algo delicado. Más bien… diría que… difícil para mí. Estoy a punto de daros una información que preferiría guardar en el fondo de mi corazón, mas no puedo. Que Dios me perdone, pero el deber me obliga a no callar.

El cardenal reprimió un resoplido. No así el tono irritado.

—Dejaos de monsergas filosóficas. Al grano.

—Se trata de mi hermano. Él… él…

—¡Hablad de una vez, hombre de Dios! —exclamó el prelado.

—Diego es… es… un falso converso. Hoy le he visto practicando la religión de Moisés. Es un hecho que… aun siendo sangre de mi sangre, no puedo perdonar. Es una deshonra para nuestra familia.

El rostro de Cisneros se tornó de un rojo fuego y, con aire nervioso, comenzó a caminar de un lado a otro del zaguán.

—Ningún cristiano católico puede consentir que un converso haya mentido en la pila bautismal. Debe ser juzgado y condenado inmediatamente. Será un ejemplo para todos. ¡Todos verán lo que la Santa Inquisición hace con los renegados!

—Eminencia, os ruego discreción —le suplicó Miguel.

Cisneros se detuvo bruscamente.

—¿Discreción? Esto requiere un auto de fe en toda regla, señor. Y no podemos acusar a nadie sin un testigo. Es la ley.

—¿Estáis sugiriendo que delate en público a mi propio hermano? —jadeó Miguel.

—Sería una prueba contundente de la inocencia de vuestra familia. ¿No lo creéis así? —replicó el cardenal.

—¿Puedo sugerir un auto particular? Eminencia, tened en cuenta que mi padre es un hombre influyente y que ha demostrado su fidelidad a la Corona. Un juicio público, ante la catedral, lo perjudicaría. Se podría dudar de su honradez y, lo que es peor, que esa duda prendiera en los monarcas. Mi padre les es de gran utilidad. No les agradaría prescindir de sus servicios, ¿no os parece? Además, vos sabéis que somos unos cristianos ejemplares.

—A excepción de esa manzana podrida —puntualizó su interlocutor.

—Así es, habéis expuesto la realidad tal como es. No nos metáis en el mismo saco. Solamente Diego es culpable.

—De una falta imperdonable. Merece ser quemado vivo, para que sienta el dolor que permanecerá en su carne en el averno.

El rostro de Miguel se demudó. No había pensado en las consecuencias colaterales.

—No podemos exponernos a la plebe. Si piensan que los poderosos mienten, no habrá respeto para ninguno de ellos. Puede surgir una revuelta.

Muy a su pesar, el cardenal convino con él.

—Sí, claro, claro. De todos modos, el caso es demasiado grave para pasarlo por alto. Vuestra familia es influyente y popular. ¿Qué explicación se puede dar ante la repentina desaparición de vuestro hermano y su esposa? Según tengo entendido, contrajo nupcias hace apenas dos meses.

—Así es. Eminencia, sois hombre influyente y sagaz. Tal vez con la excusa de ir a asesorar a alguien de otra ciudad… A nadie le extrañaría, dada la habilidad que poseemos para los negocios.

Cisneros asintió.

—Sois muy listo, Miguel. Bien pensado. Ahora id a casa y no comentéis con nadie este asunto. Y cuando digo con nadie, me refiero a que ningún miembro de vuestra familia se enterará jamás de esto. Un accidente será lo más apropiado. Hay muchos caminos peligrosos y carretas inestables; callejones donde abundan los ladrones… Alfonso Osorio es mi hombre de confianza. Él se encargará del… accidente. Y recordad: nadie más ha de saber nada de esto. ¿He hablado con claridad?

—Sí, eminencia.

—Ahora marchaos. Yo hablaré con la reina. Os aseguro que mañana mismo ese traidor dejará de suponer un problema. Por cierto, no me habéis dicho si estaba solo o con otros…

—Él solo, acompañado por mi cuñada, eminencia.

—Mejor. Eso facilitará nuestros planes. ¡Ah! Y no os molestéis en tener cargo de conciencia. Habéis cumplido con vuestro deber de buen cristiano. Y recordad que el hábito al principio es ligero como una telaraña, pero bien pronto se convierte en un sólido cable. Espero que vuestra firmeza en la nueva fe que habéis adoptado no se torne una carga. Id con Dios.

Miguel abandonó la sede episcopal. Había hecho lo correcto. Sin embargo, una arcada de hiel le subió a la garganta. Apoyó la mano en la pared y vomitó.

Apenas unos minutos después, los remordimientos fueron aplacados. Lo único que debía pensar era que su acto había sido motivado por una causa justa y necesaria. La seguridad de la familia era lo esencial y su hermano la había puesto en peligro. Sí. El único culpable no era otro que Diego. La familia le advirtió de lo que podía ocurrir si continuaba con su terquedad. Él solito se había buscado la perdición.

Inspiró con fuerza. Era hora de continuar con su vida de siempre. Como así debía ser; sin que ningún renegado alterase el futuro que se había marcado.

Y lo hizo.

Después de que su hermano apareciese apuñalado en una callejuela de la vieja judería, procuró no pensar más en ello. Aletargó en el fondo más oscuro de su alma el fratricidio y continuó adelante, dispuesto a que nada ni nadie lo apartase de sus planes. Se cuidó de los negocios que dejó su hermano, logrando que floreciesen y reportasen a la familia grandes beneficios. Después, considerando que ya tenía edad suficiente para ello, buscó esposa. Por supuesto, la más adecuada a su posición. Se decantó por Blanca, la hija del marqués de Sotoalto, con la que tuvo tres hijos, dos varones y una niña, y alcanzó al fin el estatus que siempre ambicionó.