CAPÍTULO 57

A Clara no le extrañó que Mendoza regresase a la casa, sino que lo hiciese antes del amanecer. Se puso la bata y fue al salón.

—Perdonad que me presente a estas horas. Es un asunto urgente que no admite espera.

—Debe serlo, señor Mendoza. Son las cuatro de la madrugada. ¿Qué tenéis que decirme, que es tan importante como para sacarme de la cama? —dijo ella con tono un tanto irritado.

—Os informo de que vuestro hermano ha sido declarado culpable del delito de traición.

Ella alzó la barbilla indicando incredulidad.

—¿Traición? Me cuesta creerlo. Siempre se ha comportado como un súbdito modélico. ¿Así que fue él quien puso sobre aviso a esa posadera?

—No. Pero igualmente, ha burlado a la Corona.

—¿Cómo?

—No puedo daros más información, pero os aseguro que su delito ha sido probado. Siento daros esta noticia; en especial, después de lo de vuestro marido.

—No alcanzo a comprender qué le ha llevado a comportarse como un botarate —musitó.

—La ambición vuelve malvados a los hombres.

—No sé si nuestra familia podrá levantar cabeza tras esto. Temo que me veré obligada a abandonar la ciudad. La vergüenza es demasiado insoportable. Un hereje y un traidor…

—Vos no sois culpable de nada. No veo la necesidad de iros llena de vergüenza. Sobre todo, si colaboráis con la justicia para enmendar el terrible error cometido por vuestro hermano.

—Sin duda que lo haría, aunque temo que no os podré ayudar. Como sabéis, estoy convaleciente y no he salido de esta casa tras… la ejecución, y mi hermano no me ponía al tanto de sus asuntos. Solo nos reuníamos para acontecimientos familiares o festivos; siempre estaba muy ocupado. Y, como mujer, los negocios no eran asunto de mi incumbencia.

—Comprendo. De todos modos, es posible que recordéis algo que nos pueda conducir hasta esa posadera.

Ella efectuó un gesto de dolor al removerse en la butaca.

—Me duele mucho la cadera; ya sabéis, por la paliza… Pues, como os he dicho, él no me contaba nada y sobre esa mujer, no tengo la menor idea de quién es. No suelo frecuentar posadas ni tabernas. Mi cocinera suple cualquier necesidad de probar guisos de extraños. Y en cuanto a la hilandera, solamente la veía al pasar ante su tienda. Nunca hablé con ella ni le encargué encaje alguno, y eso que vi el trabajo primoroso que hizo para mi cuñada… Por cierto, he estado tan alterada que no sé si le han dado aviso de lo que ha pasado con su marido. Está en Soria, visitando a una tía. Imagino que no. Recibirá un golpe terrible cuando regrese… ¡Oh, perdón! ¿Por dónde iba? Estos acontecimientos tan espantosos me han alterado. ¡Ah, sí! Decía que siento no seros de gran ayuda. Y, francamente, tampoco me interesa saber qué deseáis de esa mujer de Flandes; no es asunto mío. Ya ha habido demasiadas desgracias por su culpa y no quiero oír hablar nunca más de ella.

—Lo comprendo. Pero también debéis entender que me veo obligado a no desistir de mi empeño. La Corona está realmente interesada en atrapar a esa judía. Sabemos que su familia era de aquí, e incluso dónde vivían. Vuestro hermano es ahora el propietario de la casa y…

—¿Es? Tengo entendido que a los inculpados se les arrebatan todas sus posesiones —puntualizó ella.

—Cierto. En vuestro caso, el de la desgracia de vuestro esposo, fue distinto, por expreso deseo del cardenal; pero con vuestro hermano no ha sido posible.

—Un infeliz cae de espaldas y se lastima la nariz —murmuró ella.

—¿Cómo decís?

—Solamente pensaba en voz alta.

—La sentencia me obliga a pediros que me entreguéis las llaves de los edificios que pertenecían a vuestro hermano.

Ella asintió. Hizo sonar una campanilla y el mayordomo entró en el salón.

—Ve al despacho y trae el manojo de llaves del señor. Están en el segundo cajón del escritorio.

—Sí, señora.

—¿Qué va a ser de mi cuñada y sus hijos? —musitó Clara.

Mendoza se encogió de hombros.

—Como tantos otros, deberán mendigar a la familia. Por suerte os tienen a vos, ¿verdad?

—Sin duda —respondió ella. Lo cual no era cierto. Jamás soportó a su cuñada: mirándola siempre sobre el hombro, recordándole que era una marrana, una mujer con la sangre manchada… Eso sí, no le importó unirse a esa familia de judíos por el dinero. Un dinero que ahora iba a perder, y no recibiría la ayuda de nadie. Así pagaría sus desprecios y ella sería la ejecutora.

Ya de vuelta, el mayordomo le entregó las llaves.

—Puedes ir de nuevo a la cama.

Se retiró y Clara le dio los manojos de llaves a Mendoza. Suspiró y con tono mustio, dijo:

—Esto significa que deberé irme de esta casa.

Él se levantó.

—No tengáis prisa; cuando os recuperéis. Gracias por todo y recibid mis más sinceras condolencias por lo ocurrido.

—Os lo agradezco.

Tras ser acompañado por el mayordomo, Clara se quedó a solas. Se levantó y se sirvió una copa de oporto. No era precisamente una hora adecuada —en realidad, jamás había tomado una antes de media tarde—, pero la situación requería algo que le calentase la frialdad que se había aposentado en su alma. Contra toda lógica, la noticia de que su hermano había sido detenido y condenado a cadena perpetua apartó todas sus penas y la culpa. Miguel merecía expiar sus crímenes. Ahora su hermanito añorado descansaría en paz.

Dio unos pequeños sorbos mientras pensaba en el cambio radical que había sufrido su vida en apenas cuarenta y ocho horas. De esposa sufrida, vejada y sin haber sido feliz ni un segundo de su matrimonio, había pasado a viuda y lo mejor de todo era que era rica. Más bien riquísima, con el poder de hacer lo que le apeteciera e ir adonde decidiese. Ya no había ningún hombre que le diese órdenes ni al que rendir cuentas. Era… ¡libre!

Esa realidad le insufló la esperanza que había creído perdida. La vida le estaba dando una nueva oportunidad para alcanzar la felicidad que todos le arrebataron: ya nadie volvería a ser su dueño. Y su primer paso sería ir a Italia; siempre quiso ir allí. Ver en vivo la explosión de arte, ciencias y belleza que había estallado en Florencia. ¿Quién iba a impedírselo ahora? Esos bastardos no se saldrían con la suya. No destruirían a ningún inocente más.

Se levantó, dispuesta a dormir como nunca. Un rictus cruzó su frente al presentir que algo no iba bien, ¿pero qué? Mendoza jamás podría sospechar que había mentido, pues todas las culpas habían recaído en Miguel. Le habían condenado y le habían sido arrebatadas todas sus pertenencias… ¡Señor! ¡Las llaves! Esperanza y Francisco se encontraban en peligro. Tenía que hacer algo, y rápido. Y no podía confiar en nadie. Los criados eran leales hasta que el sol calentaba en otra parte. Debería salir ella misma. Lentamente, pues aún se encontraba adolorida por la paliza, fue al cuarto y logró vestirse con gran dificultad. Procurando hacer el menor ruido posible fue a la puerta y la abrió.

Dio un respingo sobresaltada al ver la mano extendida que se disponía a aporrear la puerta.

—Doña Clara, necesitamos que nos ayude —le pidió Francisco; los cuatro la miraban angustiados.

Ella les indicó con un leve movimiento de cabeza que entrasen, al tiempo que les pedía silencio posando el dedo sobre sus labios. Una vez dentro, los condujo al cuarto donde se guardaba la ropa de casa. Tomó una lámpara y abrió una trampilla del suelo, dejando a la vista unas escaleras por las que empezó a descender, seguida de los otros. El lugar estaba lleno de baúles y enseres en desuso.

—Imagino que os han encontrado. Lo lamento. Después de acusarle de haberos alertado, mi hermano ha sido condenado a cadena perpetua y confiscaciones de bienes. Cuando vinieron aquí, no pude negarme a entregar las llaves. Ahora mismo iba a poneros sobre aviso. Por cierto —dijo dirigiéndose a Katrina—, pensé que ella ya estaría lejos.

—No ha sido posible —se adelantó Gonzalo—, pero ahora nos urge irnos lo antes posible.

—¿Y qué puedo hacer yo? —preguntó Clara—. Los implicados en vuestra búsqueda me conocen. Les he hecho creer que no tengo nada que ver en la conspiración; aun así, no podemos confiar —volvió a mirar a Katrina—. Sé que os siguen por ser judía y están empeñados en dar con vos; no descansarán hasta teneros presa. Mi querida señora, os arriesgasteis mucho viniendo a Castilla conociendo la pena que recae sobre quien incumple la prohibición. Solamente me cabe pensar que vuestra razón era muy poderosa.

—Lo era.

—¿Significa ello que conseguisteis vuestro objetivo? ¡Oh, disculpad! Los asuntos ajenos son eso, ajenos. No tengo derecho a que me deis explicaciones.

—Os las merecéis, por ser tan generosa y arriesgar vuestra integridad por salvar la nuestra. Pero prefiero no poneros al tanto. Cuanto menos sabe uno, mejor. Solo os diré que sí —dijo Katrina aferrando con fuerza la vara.

Doña Clara la miró. Sus ojos recorrieron la madera tallada con sencillez.

—¿Os habéis lastimado? Si necesitáis que… —calló al fijarse en la forma de serpiente en la que terminaba el bastón. Lentamente, levantó la mirada y musitó—: No puede ser…, no…

Esperanza corrió hacia ella al ver que se tambaleaba.

—Sentaos. Aún no os encontráis bien. No deberíais estar levantada; ni nosotros veniros con nuestros problemas. Será mejor que nos marchemos.

Doña Clara se sentó sobre un baúl.

—Ahora entiendo por qué arriesgasteis la vida viniendo a Toledo. Lo que contaban era cierto. Sois la… nieta de Efraím. Y esta… esta es la vara de Moisés.

Katrina asintió.

—Nuestra familia procede del linaje de David. Esto es nuestra herencia. Cuando expulsaron a mi familia, no les fue posible llevarla con ellos. La ocultaron en la casa donde vivieron y le prometí al abuelo que jamás desistiría en el empeño de que algún día regresase al lugar que le correspondía.

—Dicen que posee poderes mágicos. ¿Es cierto? —musitó Francisco.

—¿Quién puede decirlo? Lo único certero es que ellos lo creen y que la desean. Tenemos que impedirlo. Objeto religioso o no, pertenece a Katrina y nadie tiene derecho a arrebatársela. Hemos de abandonar la ciudad sin tardanza —dijo Gonzalo.

—No solo ella. Nosotros también estamos en peligro y no pienso morir por algo que no he hecho —dijo Esperanza con enojo.

—Ellos no lo ven así, querida amiga. Has sido cómplice de ayudar a una judía que puede poner en peligro toda la fe cristiana —dijo Katrina.

—¡Oh, vamos! ¿No creeréis que la leyenda sea cierta? —se asombró Francisco.

—Hay misterios indescifrables en este mundo. Además, la Iglesia cree en los milagros, y la Inquisición está llena de fanáticos que creen ser unos iluminados y que, por tanto, recae sobre ellos el deber de preservar la verdadera fe a toda costa —les recordó Esperanza.

—Así es y, por ello, no podemos seguir quietos. Hay que escapar —insistió Gonzalo.

—¿Y cómo? Las puertas estarán vigiladas. Nosotros aún podríamos pasar desapercibidos, pero ella… —objetó Francisco señalando a Katrina.

—¿No pretenderás dejarla atrás? Francisco, siempre te consideré un hombre caritativo y no un egoísta —se escandalizó su hermana.

—No he dicho nada semejante, solo evidencio una realidad. Katrina llama demasiado la atención. Tan rubia, rosada y con esos ojos… No es común ver a ninguna joven así por esta ciudad.

—Tiene razón. Conozco a esos hombres y habrán memorizado al detalle el físico de doña Catalina. Además…

Las voces que oyeron sobre sus cabezas les alarmaron.

—¿Qué ocurre? —susurró Katrina.

Doña Clara, sin dejar de mirar hacia la trampilla, respondió:

—En teoría debería de ser la cocinera, pero suele ser más cuidadosa.

Gonzalo subió la escalera y alzó con cuidado la trampilla: no había nadie en el cuarto de la ropa. Bajó y sacudió la cabeza.

—Temo que están registrando la casa. Doña Clara, sería conveniente que subieseis antes de que lleguen o darán con nosotros.

—Lo harán del mismo modo. No tenemos escapatoria —jadeó Esperanza.

—Sí la hay —les comunicó doña Clara. Se fue hacia unas estanterías y pulsó un engranaje oculto. La pared se abrió. Se volvió hacia ellos y les indicó que entrasen—. Dicen que el pasadizo desemboca en el lecho del río. Una vez a salvo, id a Talavera. En las afueras tengo una finca; decidle al guarda que vais de mi parte. Decidle que la pequeña Rayzel os envía: esa palabra bastará para que confíe en vosotros. Allí estaréis seguros. Si al cabo de una semana no me he reunido con vosotros, marchad.

—No sabéis cómo os lo agradecemos —le dijo Katrina, abrazándola contra su pecho.

—Se lo debo al pueblo que traicioné, es lo menos que puedo hacer. —Se la veía emocionada—. ¡Idos de una vez!

Una vez entraron en el pasadizo, doña Clara cerró de nuevo y subió la escalera con dificultad. Atisbó con cuidado y, al no haber nadie, salió. Tomó un tarro de miel, cruzó la cocina y fue al salón. Unos soldados estaban interrogando a los criados.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó con tono enérgico.

—Soy el capitán González y cumplo órdenes de nuestro superior, señora. Tenemos que registrar la casa.

—¿Por qué motivo? El señor Mendoza ya se entrevistó conmigo; vuestro cometido no tiene sentido alguno. En esta casa no escondemos nada ni a nadie, nosotros somos los únicos habitantes. Pero si para convenceros necesitáis escudriñar a fondo, adelante. No tengo nada que temer.

—Es lo que haremos, señora —replicó el tipo. Alzó la mano y los soldados comenzaron el registro.

Media hora después regresaban con la decepción reflejada en sus rostros.

—¿Y bien? ¿Pensáis llevarme detenida por alta traición? —dijo ella intentando sonar cínica.

—No. Por el momento. Buenos días, señora —contestó el capitán. Dio media vuelta y seguido por sus hombres abandonó la casa.

Clara respiró aliviada. Había faltado un pelo para que los pillaran. La situación, sin duda, era más grave de lo que había supuesto en un principio. Mendoza parecía no estar muy convencido de su inocencia, pero ella no se quedaría para averiguarlo. Los planes de futuro se adelantaban. Llamó a la doncella y le ordenó que recogiese todas sus cosas.

—Pero… Aún no os encontráis bien, señora —protestó la mujer.

—Esta casa ya no pertenece a la familia, ha sido confiscada. ¿O acaso no te has enterado de que mi hermano está preso y no regresará jamás? —Clara habló lo suficientemente alto para que el resto del servicio pudiese escucharla—. Es mejor abandonarla, y cuanto antes lo hagamos, mejor. No soporto el dolor ni la pena de tanta desgracia. Reposaré en mi propia casa. Allí no me molestarán y podré guardar la cama varios días; lo necesito. El cuerpo me duele horrores. Así que no pongas más pegas y di que preparen el carruaje.