CAPÍTULO 39
Llevaba una semana en la ciudad y aún no había decidido qué hacer. Al menos por el dinero no debía preocuparse: tenía más que suficiente para vivir cómodamente durante varios años. No obstante, la inactividad y la imposibilidad de entrar en esa casa para encontrar el legado la irritaban. Tenía que buscar urgentemente algo con que ocupar el tiempo; desgraciadamente, las herramientas de trabajo se habían quedado en Valladolid.
Pero una vez más se sobrepuso y no se dejó hundir ante la adversidad. Compró lo necesario para confeccionar ella misma el cojín, adquirió el hilo —por supuesto, no de la calidad a la que estaba acostumbrada— y en dos días, ya estaba iniciando un encaje.
Esperanza quedó impactada ante la labor.
—Jamás había visto hacer nada semejante con unos hilos y agujas —exclamó asombrada. Le parecía una tarea complicadísima y consideró a su ilustre huésped una gran artista.
—Pues yo lo encuentro de lo más normal —dijo Katrina.
—¿Por qué no os dedicáis a ello profesionalmente y las vendéis a la gente adinerada? Os sacaríais unos buenos doblones por ello.
Katrina le aclaró que ese ya era su oficio en Flandes y convino en que su idea no era del todo desacertada. Aún no sabía cuánto tiempo más se quedaría en Toledo, pero desde luego quería emplearlo para evadirse de los recuerdos que aún le laceraban el alma. Su corazón continuaba atado a ese joven en cuyos hombros recaía la responsabilidad de gobernarlos a todos, y a una tierra que estaba segura no volvería a pisar y había perdido para siempre. Sí. Era un plan perfecto.
La posadera, entusiasmada, le indicó varios pasos para iniciar el negocio. Antes que nada era preciso buscar un buen local en una calle con buena reputación y arreglarlo con elegancia. Luego, había que promocionarse entre los nobles toledanos. Katrina no tendría que preocuparse de nada, pues ella misma se encargaría de hacer los preparativos.
Fue de una gran ayuda. Esperanza la tomó bajo su protección como si se tratase de una hija. No es que no hubiese parido: en realidad, lo hizo en cinco ocasiones. Cuatro varones. Dos de ellos fallecieron a causa de unas fiebres, uno emigró al Nuevo Mundo y el otro permaneció en Toledo, pero se había casado con una tintorera y no quería hacerse cargo de la posada. Y la única niña murió en el mismo instante de nacer. En cuanto a su marido, se había ido de este mundo unos meses atrás, sin dejar un ápice de pena a los que le rodearon. El hombre no se caracterizó precisamente por su carácter bondadoso ni su inteligencia: borracho, jugador, mujeriego y, por si eso fuese poco, gustaba de resolver las discusiones con la mano, por lo que la viudedad fue una bendición para Esperanza. Por primera vez en muchos años, El Buen Yantar comenzó a dar beneficios en lugar de deudas y, junto a ellos, resurgió el buen humor que había perdido en cuanto el cura los declaró marido y mujer. Ahora era una mujer liberada y con potestad para hacer lo que le viniese en gana, y su voluntad en ese momento era ayudar a esa jovencita de cabellos de oro y ojos como las esmeraldas.
Durante los siguientes días fueron de un lado a otro en busca del lugar adecuado para abrir el negocio, además de ropa, pues una costurera, según Esperanza, debía vestir más acorde con el nuevo estatus que se suponía iba a tener. Transcurrida una semana, aún estaban como al principio. Unos locales les parecieron demasiado reducidos, otros en muy mal estado y, cuando daban con el idóneo, el precio resultaba escandaloso. Pero finalmente, cuando ya habían perdido toda esperanza, se toparon con el perfecto: estaba situado junto a la catedral, sitio de paso de todos los feligreses y, en especial, de los acaudalados. Como era de esperar, el alquiler sobrepasaba el presupuesto que se habían marcado, pero Katrina optó por no buscar más.
El local le transmitió sensaciones agradables. Su orientación permitía que el sol penetrase con fuerza a través del ventanal y durante toda la mañana, lo cual supondría un menor gasto en velas o aceite. El alquiler incluía además la vivienda de la parte superior, la cual estaba en muy buen estado y, aunque no era muy espaciosa, para ella era suficiente. Así que, desatendiendo las protestas de Esperanza, se quedó con él. Claro que antes debía ver al propietario y llegar a un acuerdo. Su posadera le aconsejó que no aceptase el precio inicial pues, según ella, siempre lo hinchaban —por si caía un incauto, especialmente los nuevos cristianos— y el dueño era un viejo judío convertido cuando la expulsión.
Cuando Esperanza dijo aquello, no apreció en el tono de su voz odio o desprecio por ese detalle pero, a pesar de ello, Katrina quiso asegurarse de que no estaba ante una fanática religiosa. Dada su situación, no le convenía en absoluto relacionarse con alguien que pudiese denunciarla en un futuro, y comentó que ese proceder le causaba desprecio.
—A mí me da igual, yo no soy quién para entrometerme en la vida de nadie. ¿Que uno quiere creer en Jesucristo? Que lo haga. ¿Que prefiere a Mahoma o a Yahvé? Estupendo. No seré yo la que le haga desistir de sus creencias. A mí lo único que me importa es que todo aquel que pase por la posada pague religiosamente y que se comporte con honradez. ¿Y no es eso lo que predican todas esas creencias? Muchacha, hazme caso: ocúpate de tus asuntos y todo irá bien. Si cada uno fuese a lo suyo, no existirían los problemas. Te lo digo yo —dijo Esperanza, dejando caer el cuchillo con rabia sobre la gallina.
El golpe no se debía precisamente a la cuestión religiosa, sino más bien por las murmuraciones que sobre ella se escuchaban en el vecindario. Se especulaba que la muerte de su marido al caerse por la escalera no había sido para nada un accidente. Aseguraban que Esperanza, harta de recibir golpes y soportar las borracheras de Justino y de que dilapidara los beneficios de la posada, lo ayudó a espicharla de un empujón. Katrina, por supuesto, no lo creía; estaba segura de que Esperanza era una buena mujer… Claro que incluso ella misma era un vivo ejemplo de que las apariencias engañaban.
Así que, al día siguiente —pues según Esperanza no había que perder tiempo, por si alguien les tomaba la delantera—, fueron sin tardanza a ver al dueño del local.
Entraron sin llamar, pues se trataba de un despacho, y vieron sentado ante la mesa a un anciano que estaba comprobando unas cuentas.
El viejo alzó el rostro, esbozó una sonrisa típica de todo negociante y las recibió así:
—Sed bienvenidas, señoras. ¿En qué puedo ayudaros?
Esperanza tomó la palabra.
—Venimos a informarnos de la casa que tenéis en alquiler aquí al lado. Condiciones y todas esas cuestiones.
—Cómo no. Por favor, tomad asiento.
Ellas se acomodaron.
—Mi amiga, la señora Catalina, desea poner un negocio y nos parece adecuada para ese fin… salvo por el precio. El que nos dijo vuestro empleado nos parece un tanto excesivo —objetó Esperanza.
—Es lo que manda en el mercado, señora. Aunque siempre podemos llegar a un acuerdo. ¿Y podríais decirme en qué consiste ese negocio?
—Un taller de encaje. Era mi oficio en Brujas —respondió Katrina.
El hombre, por unos segundos, se perdió en el pasado, en ese tiempo aciago, cuando su vida dio un vuelco, al igual que la de sus amigos. Unos partieron a África y otros a Flandes.
Apartó los recuerdos y se concentró en los negocios. Era un plan perfecto el de esa hermosa jovencita, pues estaba harto de alquilar a gente que montaba una carnicería, una pescadería, una ebanistería o cualquiera de esos oficios que deterioraban sus propiedades. Esa era la causa de que, a pesar de encontrarse en un lugar estratégico y elegante, el edificio siguiera vacío.
—Me parece correcto. ¿Y decís que sois de Brujas? Dicen que es una ciudad hermosa, señora…
—Catalina von Dick. Ella es Esperanza Lozano, dueña de la posada El Buen Yantar. Me aconsejó que buscara sus servicios, por ser el mejor y más justo con sus clientes.
Él hinchó el pecho con orgullo, sin poder erguirse demasiado, pues su espalda estaba encorvada por una incipiente malformación.
—Y no se equivocó. Juan Albalat es el mejor y más fiable negociante de la ciudad.
Al escuchar su nombre, Katrina empalideció. ¡Ese era el amigo del que tanto le habló su abuelo, aquel que renunció a Yahvé y se quedó con su casa!
El señor Albalat, al ver su rostro, preocupado, preguntó:
—¿Os encontráis mal? ¿Queréis un vaso de agua?
Katrina aceptó y lo apuró hasta la última gota.
—¿Mejor?
—¡Oh! Sí… Dank je. Es el calor. No estoy acostumbrada —farfulló ella.
—¿Calor, querida? ¡Si estamos en pleno marzo! —se extrañó Esperanza.
—Señora Lozano, tengo entendido que en Flandes apenas brilla el sol. Puede que nuestra dama flamenca acuse en demasía el cambio de temperatura. Pero no se preocupe, ya se habituará… Ya veo que el color ha vuelto a sus mejillas, así que retornemos a los negocios. Decís que el precio del alquiler os resulta elevado, pero debéis tener en cuenta la situación y el buen estado de la finca. Otros estarían dispuestos a ofrecerme mucho más por ella.
Esperanza lo miró fijamente y replicó:
—Entonces, ¿a qué se debe que lleve varios meses vacía? ¿Acaso tiene algún defecto que tratáis de ocultarnos? Señor Albalat, yo también poseo un negocio y soy gata vieja, así que tendréis que darme alguna razón más creíble.
El anciano asintió al tiempo que sonreía.
—Veo que me encuentro ante una experta. Está bien. Como sabréis, no voy escaso de dinero; todo lo contrario. No hay otra razón que mi reticencia a alquilarla a cualquiera. Muchos dicen que abrirán una cosa y luego, instalan otra que no siempre conviene para la conservación de la finca.
—¿Y somos nosotras idóneas? —quiso saber Esperanza.
—En principio, sí. Depende de si podéis pagar el precio inicial menos un diez por ciento.
—Quince —regateó Esperanza.
Él inspiró con fuerza.
—No se hable más. Lo dejamos en un quince. ¿Trato hecho, señora Von Dick?
—Sí, por supuesto —musitó ella, aún impactada.
—En ese caso, mañana a primera hora tendréis los documentos listos. Ha sido un placer conoceros.
Esperanza se levantó y Katrina hizo lo propio.
Una vez en la calle, Esperanza comentó que todo había salido mejor de lo esperado. Katrina —ante la extrañeza de su amiga— asintió sin mucho entusiasmo, alegando que se encontraba agotada y deseaba ir a descansar. Así pues, olvidaron los planes de ir a una taberna y regresaron directamente a la posada.
Una vez allí, Katrina se encerró en la habitación. Se sentía desmoralizada. Albalat, como viejo judío y amigo de la familia, podía conocer el secreto que guardaban e incluso poseerlo. Y se dijo que, probablemente, su viaje a Toledo no había servido de nada. Tanto si lo tenía como si no, nunca podría hacerse con él. La última voluntad del hombre que la cuidó hasta su muerte no iba a cumplirse.