CAPÍTULO 14

Lo bueno es tener esperanza; lo malo, esperar, se dijo Efraím. Pero el momento había llegado. Allí estaban, en el puerto de Brujas. Con el corazón herido, pero sanos y salvos. Ahora estaban a punto de comenzar una nueva etapa; a buen seguro esta jamás sería como la dejada atrás, pero podían intentar, si no ser felices, al menos vivir en paz.

—Parece una ciudad hermosa, ¿verdad, hija? —dijo, dejando resbalar los ojos por los edificios que bordeaban el puerto.

Ella permaneció en silencio, del mismo modo que había hecho durante la travesía.

—Ilana. Quedamos en que lo ocurrido debía olvidarse. Aparta cualquier remordimiento de tu corazón. El futuro nos espera.

—¿Y cómo podemos saber que estamos a salvo? Ese hombre tenía conocimiento del secreto. ¿Quién nos dice que no vendrán más en nuestra busca? Tengo miedo, padre.

—Nada has de temer. Nunca podrán localizarnos porque, a partir de este momento, cambiaremos de apellido. No dejaremos rastro.

—¿Y cómo lo harás? No conocemos a nadie.

—Estas cosas se solucionan de manera discreta. Ya me informé antes de partir. Anda, hija. Es la hora de la verdad. Vamos.

Lo primero que hicieron al desembarcar fue dirigirse a las oficinas que los caborsins[11] tenían ubicadas en la Hallestraat. Según le habían contado, antiguamente estaban ubicadas en un gran inmueble en el mismo muelle, junto a la parroquia de Saint Gillis, hasta que intentaron realizar operaciones a gran escala y quebraron. Pero le informaron mal. Simplemente se habían trasladado a otro lugar.

A pesar de su total desconocimiento de la ciudad, el plano que un marino realmente considerado les dibujó los ayudó a orientarse y encontrar el camino y, tras andar casi media hora por entre las callejuelas, alcanzaron el centro de Brujas.

Ilana, a pesar de su apatía, no pudo dejar de admirar la ciudad. Una ciudad que, como le explicó su padre, nació en el siglo XI. Allá por el año 1050, la sedimentación fue cerrando la salida al mar. Sin embargo, una tormenta, cien años después, creó una salida natural. Gracias al puerto y la industria de la lana, la pequeña población de Brujas fue creciendo tanto en tamaño como en importancia. Los condes de Flandes alzaron la muralla y la Liga Hanseática, la mayor organización mercantil de su tiempo, convirtió a Brujas en la ciudad más próspera de la Cristiandad. Allí se imprimió el primer libro escrito en inglés e incluso estuvieron exiliados Ricardo III y Eduardo IV de Inglaterra. Y ahora, Ilana y Efraím Azarilla deambulaban por aquella ciudad, donde de vez en cuando surgían a su paso canales cruzados por puentes. La mayoría de las casas eran elegantes y de piedra, y los comercios, bien cuidados, con productos de gran calidad y exquisitos, como supuso por el aroma que escapaba de una panadería. Era tan parecido al de la tarta de manzana que preparaba su madre en ocasiones especiales…

No. No debía pensar en ella o no podría seguir adelante. Y debía hacerlo, quisiese o no. Estaba obligada a seguir viviendo para vengar todo el mal que les habían causado. ¿Cómo? Aún no lo sabía. Pero tarde o temprano, pagarían por ello.

Llegaron a una plaza muy amplia. En ella había una gran torre con un campanario con aguja de madera y un mercado cubierto, donde se vendía lana y paño. Se trataba de la plaza Mark.

—Parece una ciudad muy acogedora, ¿no crees?

—Sí —musitó ella fijando la mirada en una pequeña tienda donde se exhibían unos encajes realmente maravillosos. Desde niña había ocupado muchas tardes en realizar puntillas. Todos le decían que tenía unas manos prodigiosas, pero nunca había visto tanta perfección; ni tampoco el tipo de cojín que utilizaban.

—Es una suerte que hayamos traído tus enseres de costura. Me costó sobornar a un soldado con una cantidad escandalosa. Pero ha merecido la pena. ¿No te parece? Les demostrarás que los tuyos son aún más preciosos. Puede que hasta logres vender alguno. ¡Eso sería realmente estupendo! Pero antes que nada debemos establecernos. Creo que es por aquí.

Giraron por una bocacalle y llegaron a su punto de destino, el cual, por cierto, resultaba de lo más extraño. Los caborsins tenían montado su negocio en unas mesas expuestas en plena acera, junto a las tiendas de los artesanos.

Acudieron a la primera mesa.

El cambista borró el gesto adusto y le ofreció la mejor de sus sonrisas.

Goelemiddag.

Efraím no había pensado en la dificultad que supondría un nuevo idioma, y menos uno tan complicado como ese. Se inclinó levemente en señal de saludo y le mostró unos pagarés. El hombre los cogió.

—¡Ah, sefardí! Nee spreek bien castellano. Dar dinero. Comisión diez por ciento. Goed?

Efraím asintió, dando gracias al cielo de que la comisión no hubiese sido mucho más alta. Esos flamencos parecían ser gente honrada. Cambió los pagarés y se informó, lo mejor que pudo, de cómo podría establecerse. El mismo banquero le dio las señas de una posada modesta, pero limpia y segura, a solo unas cuantas calles de allí.

—¿Lo ves, hija? Las cosas vuelven a ir bien. Ahora buscaré trabajo y viviremos sin más complicaciones —dijo más aliviado, guardando la pequeña fortuna.

—¿Por qué has de buscar trabajo? ¿No pondrás tu propio taller? —se extrañó Ilana.

Él dejó de caminar y la miró con ojos apagados. Esa había sido su intención, desde luego, pero no iba a ser posible.

—Supongo que la nueva identidad no será nada económica. Además, todas mis herramientas se quedaron en Toledo. Y el dinero que tenemos no es suficiente para abrir mi propio negocio. No puedo arriesgarme a que no funcione y nos veamos en la miseria. Hay que ser precavidos. Primero nos instalaremos y después, ya decidiremos qué hacer.

—Pero… ¡Si éramos ricos!

—Tú lo has dicho. Éramos. Hija, ¿aún no te has dado cuenta? Todo ha cambiado. Ya nada será como antes. La expulsión provocó que los gentiles se aprovechasen de nuestra desesperación y pagaron precios irrisorios por casas o negocios que valían una fortuna.

—Desgraciadamente, lo sé —musitó ella.

—Sé cuánto has perdido. Pero créeme, vivir vale la pena, aunque sea por curiosidad. Ahora sigamos. Estoy deseando tumbarme en una buena cama.

Su padre se detuvo ante un edifico sobrio y de reducidas dimensiones, pero que a Ilana le pareció encantador, gracias a los geranios rojos que adornaban cada una de las ventanas. Tiempo después descubrirían que en esa pensión, cuyo propietario era el banquero Van der Bursen, se habló por primera vez de iniciar un nuevo negocio, que no sería otra cosa que la Bolsa.

La pensión resultó ser tal como les indicó el banquero. Pero a ellos, después de todas las penurias y el sufrimiento padecidos, les pareció un palacio. Y un alivio que el posadero fuese también judío y que, a Dios gracias, hablase perfectamente castellano.

Por él supieron que las probabilidades de encontrar trabajo para un hombre de su oficio eran muchas, e incluso les brindó la información necesaria para poder comenzar a buscar de inmediato. Aquella noticia los alivió. Nada era peor que llegar a una tierra extraña y con la agravante de exiliado, sin un amigo y desconociendo costumbres e idioma. Una lengua que —Efraím estaba convencido de ello— jamás lograría aprender.

Tras una suculenta cena en la que probaron algunos ingredientes extraños, pero kosher[12] —de otro modo jamás los hubiesen ingerido—, subieron al cuarto. Habían pedido una única habitación para los dos. Aún se sentían demasiado vulnerables y no querían por compañía la soledad.

La habitación era sencilla. Un simple baúl, una silla y dos camas era todo lo que tenía, pero con eso les bastaba. Sobre todo ante la visión de los colchones, que les hizo soltar un gemido de placer.

—Un jergón mullido. ¡Gracias, Señor! —exclamó Efraím dejándose caer sobre el catre. Exclamando de nuevo—: ¡Y es de plumas!

Su hija lo imitó.

—No puedo creerlo —suspiró.

—Pues no es un sueño, jovencita. Presiento que, a partir de ahora, todo nos irá mejor.

Ilana se levantó y abrió la ventana. La habitación daba a un pequeño canal. El sol estaba cayendo y el púrpura bañaba el horizonte. Los rezagados se apresuraban a volver a casa, unos a pie, otros en carros, en elegantes carruajes o surcando en barca las aguas enrojecidas por el sol.

—Claro, padre —suspiró Ilana, solo para no llevarle la contraria, pues ella no lo creía así.

Él se unió a ella y le rodeó los hombros con el brazo.

—Debes tener confianza.

—Mi confianza quedó truncada en aquella frontera.

Efraím la obligó a mirarlo.

—Hija, fue tu madre quien se buscó la ruina. Sabía que no podíamos pasar nada más allá de la frontera, y quebrantó la ley.

—¿Qué ley? ¡La más injusta de todas! Y a ti su pérdida parece no importarte en absoluto —exclamó Ilana.

Aquello le dolió. ¡Naturalmente que se sentía destrozado! Y también culpable. No movió ni un solo dedo para salvar a la mujer que lo había significado todo en su vida. Ya de bien niño, su corazón quedó prendado de esa chiquilla de cabellos ondulados y sonrisa seductora que pasaba todos los días frente a su casa para llenar el cántaro en la fuente. Se la quedaba mirando embobado, como un idiota, desde la ventana, jurándose que algún día la convertiría en su esposa. Pero Dana nunca se fijó en él. Él nunca había sido un muchacho agraciado precisamente, ni divertido; al contrario, le dominaba la timidez y la inseguridad. Afortunadamente, el temor a perderla obró el milagro, y aquel joven apocado despertó y consiguió que el objeto de su deseo terminase entre sus brazos. Pero ahora, esa energía, ese valor, habían sido pulverizados. Como un animal, dejó que el instinto de supervivencia ganase la batalla. Se repetía a sí mismo, una y otra vez, que había hecho lo correcto. Que hubiese sido inconsciente un acto de heroicidad. Que solamente había una decisión que tomar: una vida a cambio de dos. Y aun así, no encontraba consuelo. Pero debía ser fuerte por Ilana, luchar para que, al menos, ella lograse ser feliz. Y haría lo necesario para que así fuese.

—¿Cómo puedes creer algo tan monstruoso? Amaba a tu madre. Aún la amo, y jamás podré recuperarme de su pérdida. Aun con todo, lo que no voy a consentir es que me hundan. Feliz o desgraciado, pienso resurgir de las cenizas. Y tú también lo harás. Juntos les demostraremos de qué madera estamos hechos.

—Sueñas, padre. Nunca podremos regresar.

—Nadie sabe de quién es el mañana, salvo Yahvé. Por eso mismo, ocurra lo que ocurra, siempre nos sobrepondremos. ¿Queda claro?

Ella dibujó una media sonrisa cargada de tristeza.

—Temo que me consideras más fuerte de lo que soy.

—Dicen que de tal palo, tal astilla. Y tú te pareces mucho a mí. Ahora, disfrutemos de esas magníficas camas y mañana, iniciaremos la búsqueda de un buen trabajo. Dentro de muy poco podremos tener casa propia y reharemos nuestras vidas.

—¿De veras lo crees, padre? —inquirió Ilana con tono escéptico.

—¿Por qué no? Hemos permanecido fieles a nuestro Dios. Por ello hemos sido expulsados, nos han arrebatado nuestras queridas pertenencias y, lo más dramático y doloroso, a mi esposa, tu madre. Yahvé nos recompensará por ello y nos permitirá alcanzar la felicidad de nuevo en este lugar tolerante y próspero. Ahora te parece imposible, pero sé que al final el tiempo me dará la razón. Ya lo verás.

Ilana no lo creía. Su mente y su corazón permanecerían siempre en esa tierra soleada; entre esas cuatro paredes donde conoció la verdadera pasión. Y se preguntó si su amado estaría tan destrozado como ella.