CAPÍTULO 10

Decía el refrán que había días en que uno no debía levantarse de la cama. Y ese era uno de ellos.

Desde primera hora, nada salió como esperaba. El primer interesado en adquirir la tienda acabó por desestimar cualquier oferta, al igual que Efraím. La cantidad que le ofrecía era realmente irrisoria, por no decir humillante. Claro que no era de extrañar. Después del anuncio del edicto real, el antiguo recelo de los cristianos hacia los judíos se tornó en odio y, como los lobos, se creyeron con pleno derecho de devorar a las ovejas que habían sido abandonadas por su pastor. Y era consciente de que no había alternativa. Nadie le daría lo justo, y al final tendría que aceptar el último ofrecimiento o terminaría con las manos vacías.

Inspiró profundamente y apartó el libro de cuentas. No quedarían en la miseria, pero era triste comprobar cómo el trabajo de tantos años se veía reducido casi a la mitad. Era un robo en toda regla, y los ladrones quedarían impunes con la bendición de esos malditos reyes.

—Amo, han traído esta nota para vos —le anunció la criada.

Efraím tomó la misiva y la leyó. Cuando acabó, su rostro se tornó pálido, la estrujó entre sus manos y, arrojándola al suelo, salió como alma que lleva el diablo.

—¿Qué ocurre? —inquirió su esposa.

—Nada. Regresaré enseguida.

—Pero… ¡Efraím!

Él no la escuchó. Bajó la escalera y salió sin molestarse en cerrar la puerta. Ahora lo importante era llegar antes de que ocurriese lo inevitable.

Mientras recorría las calles trataba de convencerse de que sus temores eran infundados. Ilana siempre fue sensata, aunque últimamente su carácter se había tornado hosco. Se negaba a aceptar que su matrimonio estuviera anulado. Seguramente había acudido a casa de Ivri para intentar convencer a su prometido de que estaba equivocado y que aún estaba a tiempo de rectificar.

Resollando, se plantó ante la casa. Levantó el puño, y ya iba a dar el primer golpe para llamar a la puerta, cuando esta se abrió sola. Estuvo a punto de anunciarse, pero algo le dijo que guardara silencio. Entró. Unos leves murmullos lo guiaron hasta el fondo del pasillo. Con el corazón palpitándole por la duda, se detuvo ante la puerta. Se quedó allí unos instantes, paralizado, hasta que al fin la abrió. La visión de los cuerpos desnudos le hizo lanzar un lamento.

—¡Dios santo! ¿Qué has hecho?

Jadash simuló sorpresa. El plan había salido como esperaba. Ilana, abotagada por el vino, parpadeó confusa. Levantó la cabeza y vio a su padre con una expresión de horror dibujada en el rostro.

—Padre… Yo…

Efraím avanzó hacia ellos con ojos encendidos.

—¡Maldito bastardo! ¡No te bastaba con abjurar de tu Dios, sino que también querías arrebatarme a mi hija!

Jadash se levantó y, con gesto arrogante, replicó:

—Ella no ha hecho nada obligada, ¿verdad, amor mío?

Ilana asintió.

—Lo amo, padre. Y me quedaré… junto a él, digas lo que… digas.

Su padre la agarró del brazo y tiró de ella. Ilana cayó de rodillas y se echó a reír.

—¿La has emborrachado? ¡Eres más vil de lo que pensaba! Pero no te saldrás con la tuya. ¡Ilana nunca se casará con un perro renegado! —siseó Efraím. Cogió la camisola que estaba tirada en el suelo y se la lanzó a su hija—. ¡Cubre tu indecencia! ¡Y tú también, desgraciado!

Jadash se puso la camisola, se acercó tranquilamente a la mesa y se sirvió una copa de vino. Dio un sorbo largo y dijo:

—Después de esto, no os queda más remedio que aceptar la situación. Ilana debe casarse conmigo. La he desvirgado.

—¿Quieres casarte con ella? ¡Entonces, deja esta casa y la fe maligna que has abrazado y ven con nosotros! Tu pecado será perdonado si retornas al seno de Yahvé.

Jadash soltó una risa cargada de desprecio.

—¿Pretendéis que cambie mi posición acomodada por una vida sin futuro, sin prestigio, sin dinero? No os ofendáis, pero esa es la oferta de un demente, señor. ¿No lo entendéis?

Efraím asió a Ilana de la cintura y con tono rabioso, le contestó:

—Lo único que entiendo es que carecéis de moral, de principios. Esto que ha sucedido lo demuestra. No te ha importado destruir la inocencia de una joven ni tentarla para que olvide de dónde procede, a qué Dios debe dirigir sus plegarias. Pero yo soy su padre, la he protegido siempre y continuaré haciéndolo —y agarrando nuevamente a su hija del brazo, añadió—: Vamos, Ilana, salgamos inmediatamente de aquí.

Ella se revolvió. Pero él la mantuvo bien prieta.

—Estás ofuscada y bebida. Cuando entres en razón, comprenderás que estoy haciendo lo correcto. Vamos, hija.

—¡No quiero! —gritó ella.

Efraím la arrastró. Jadash intentó impedirlo.

—Juro que si te entrometes, olvidaré que soy un buen judío y te mataré —siseó Efraím.

Jadash se apartó. Sus ojos grises destellaron de ira. Ese viejo loco había truncado sus planes.

—¡Está bien, idos! Marchad con vuestros ideales que os llevarán a la ruina. No seré yo quien os lo impida. ¡Es lo que merecéis, viejo chiflado!

—Prefiero la miseria a que mi alma se condene eternamente a las llamas del infierno —sentenció Efraím. Sin atender a las súplicas de Ilana, que sollozaba con desgarro, fue arrastrándola por el pasillo hasta salir de la casa y cerró de un portazo. Se detuvo abruptamente y la zarandeó.

—¡Serénate, por el amor de Dios! Estás dando un espectáculo vergonzoso. ¡Cállate de una vez!

Ilana se sorbió la nariz e intentó serenarse.

—Eso está mejor.

En silencio, caminaron de vuelta a casa. Lo primero que hizo Efraím cuando llegaron fue llamar a su esposa; Ilana y él la aguardaron en el salón.

—¿Qué ocurre? —inquirió Dana al ver los ojos enrojecidos de su hija.

Su marido comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación.

—Una desgracia. Esta insensata ha… Esta… Tu hija se ha deshonrado con ese renegado de Jadash. Y eso no es todo, también se ha emborrachado.

Dana abrió la boca y se la cubrió con la mano para evitar que el juramento llegase a los oídos de su esposo. Lentamente, como si hubiese sido herida por un dardo envenenado, se dejó caer en la silla, sin poder dejar de mirar a Ilana. Sus ojos pardos mostraban la inmensa decepción que su amada hija le había causado.

—¿Cómo has podido? ¿Es que no has aprendido las enseñanzas que desde niña te hemos inculcado? ¡Oh, Dios bendito! ¿Qué te llevó a deshonrarnos? ¿Acaso te volviste loca? —dijo con un hilo de voz.

Ilana salió de su letargo.

—¿Me tratas de loca, madre? La locura es la que vosotros estáis a punto de cometer; yo no pienso seguiros. Me bautizaré y me casaré con Jadash. No quiero vivir como una mendiga; los Albalaj me darán la posibilidad de seguir disfrutando de riqueza y comodidades.

Dana se levantó con ojos iracundos, alzó la mano y la abofeteó.

—¡Nunca! ¿Me oyes bien? Nunca lo permitiremos. Te quedarás aquí encerrada hasta el día que partamos. Y ruego a Dios que tu pecado no tenga consecuencias, o tu futuro será aún más amargo. Nunca encontrarás un marido.

—El que debía ser mi marido, el único al que quería, me lo habéis arrebatado —replicó Ilana con lágrimas en los ojos—. Lo que me ocurra a partir de ahora me es indiferente. Si me muriese ahora mismo, tanto mejor.

—Vete a tu cuarto. Ordenaré que te preparen la tina. Hay que lavar la suciedad de tu cuerpo.

Ilana se levantó. Lentamente, como un autómata, ascendió la escalera, entró en su habitación y cerró la puerta. Durante un breve lapso de tiempo, entre los brazos de Jadash, creyó que era libre. Se equivocó. Era un pájaro atrapado en la jaula, y sabía que el carcelero jamás abriría la puerta.