Capítulo 9
Puesto que todos mis intentos de colaborar en los preparativos del funeral eran obstinadamente rechazados por parte de mi madre, tuve que encontrar una forma de pasar el rato.
No hacía más que esperar noticias de Michael, pero no llegaban. Me consolaba pensando que a veces las cartas demoraban mucho. Tal vez él acababa de recibir la mía. Aun así, le escribí una segunda misiva, algo más corta, para comunicarle la muerte de Hendrik. Me extrañó comprobar que no sentí ningún consuelo. La promesa que le había hecho a mi hermano me pesaba como una losa. ¡Cuánto anhelaba oír las palabras tranquilizadoras de Michael! Que me asegurase que tenía su apoyo, que me dijera que me amaba.
Mi mirada cayó más de una vez sobre mi viejo caballete, pero no fui capaz de sentarme ante él. De más joven había pintado mucho allí. Había creado un cuadro tras otro, inexpertos y naif al principio, después cada vez con más detalle. Sin embargo, desde que había regresado notaba los dedos agarrotados. En mi cabeza tampoco había imágenes, solo dolor, pensamientos confusos y sombras. También se podía pintar con pesar en el corazón, claro, pero el dolor del duelo me paralizaba.
Sin duda me habría venido bien tener algo que hacer. Así no habría pasado horas pensando qué habían sentido mi padre y Hendrik al entrar en aquel establo en llamas… O cuando se les cayó el techo encima. Esos pensamientos me torturaban y no lograba ahuyentarlos por mucho que quisiera.
Pasaba las tardes en la biblioteca, pero no conseguía empezar ningún libro. Nada más leer las primeras líneas de uno, volvía a dejarlo en su sitio y sacaba el siguiente.
El viernes decidí ir al panteón familiar. No sabía muy bien qué me llevaba allí. De todos los difuntos, la única a quien había conocido personalmente era mi abuela, y con ella nunca me había unido una relación demasiado especial. De niños nunca nos acercábamos a ese mausoleo. Como se encontraba dentro del cementerio del pueblo, no se nos ocurría ir a jugar allí.
Aun así, de pronto quise estar en el lugar de descanso de mis antepasados, hombres y mujeres que habían vivido en la finca y se habían consagrado a la casa real sueca. Mi padre y Hendrik ya eran parte de ellos. Si existía un cielo, se encontrarían allí con los demás.
Cuando llegué al panteón, que en lo alto de su pequeña colina dominaba las cruces de las tumbas del pueblo, vi que los enterradores ya habían empezado a prepararlo para el día siguiente. Para un difunto normal habrían abierto una fosa y la habrían revestido con hierba, pero los Lejongård no se entregaban a la tierra, sino que pasaban la eternidad yaciendo en nichos de piedra. Sobre la entrada del mausoleo había una escultura de una mujer llorosa cuyo brazo sobresalía. Un ángel se inclinaba gracioso sobre ella, apoyaba una mano en su hombro para consolarla y la otra la elevaba hacia el cielo para señalarle que, tras la muerte, vendría el paraíso para todos. Antaño esas figuras debieron de ser doradas, pero el tiempo las había cubierto de una pátina verde. El agua del estanque reflejaba las nubes que surcaban el cielo, y en su centro flotaba una pequeña colonia de nenúfares a la espera de florecer. Si uno no sabía que tras esa verja de barrotes se encontraban los restos mortales de generaciones Lejongård, casi podía parecer la entrada a un reino mágico y secreto.
Me acerqué a la puerta. En la oscuridad del otro lado se distinguían las lápidas.
Los hombres que acababan de limpiar las hierbas del sendero volverían al cabo de un rato para revestir con telas dos de los nichos libres y colocar velas y arreglos florales.
Los asistentes al funeral no entrarían en el mausoleo, pero seguramente mi madre y yo sí.
Saludé a los enterradores y abrí la verja. Mi madre solía tenerla cerrada, pero debía de haberles dejado la llave. ¿Qué habrían podido robar de allí? Los Lejongård tenían por costumbre ancestral no ser enterrados con riquezas terrenales. No había ninguna joya que saquear, sus cuerpos solo estaban cubiertos con ropas sencillas o camisones. Mis antepasados no habían querido llevar posesiones mundanas cuando se presentaran ante la puerta de san Pedro.
Noté olor a polvo, humedad y moho. Saqué una cerilla del bolso que llevaba al hombro, encendí un farol que había en un pequeño podio de la antecámara y con él me interné en la vieja construcción.
En ese panteón solo descansaba la rama principal de los Lejongård, la familia de los primogénitos: cada uno de esos matrimonios, unidos para toda la eternidad en un nicho cerrado por una pesada lápida de piedra. Aunque en el pasado hubo algunos niños muertos prematuramente, siempre algún hijo sobrevivió lo suficiente para dar continuidad a nuestro nombre. De pronto eso había llegado a su fin. El primogénito varón había muerto sin dejar descendencia, y una hija sería la siguiente en la línea sucesoria a menos que el testamento de mi padre estipulara lo contrario.
Aunque no sentí demasiada tristeza al ver esas lápidas, esa última idea sí me afligió. No era el nombre lo que unía a una familia, sino el amor de unos por otros. Y amor era algo que yo solo había profesado a padre y Hendrik.
Un ruido me sacó de mis cavilaciones. Pensé que serían los enterradores, pero tras de mí apareció mi madre, una oscura sombra negra de semblante pálido.
—¿Estás aquí? —preguntó como si creyera que era una aparición.
—Sí —respondí.
Sacudió la cabeza casi con incredulidad, pero no dijo nada más. En lugar de eso, se dirigió a los nichos vacíos. El que había junto al de Thure quedaría libre, para ella. La muerte prematura de Hendrik había roto el orden natural, puesto que ya no era ningún niño al que pudiera enterrarse en un nicho infantil, y junto a él no habría ninguna esposa, ningún hijo. Solo yo.
—¿Por qué no me dejas ayudar con los preparativos? —pregunté.
Mi voz resonó hueca entre las paredes. Aquel no era lugar para hablar, y menos aún para discutir, pero al menos madre no podría retirarse tan fácilmente a su habitación fingiendo estar indispuesta.
—Hace tiempo que no estás aquí, llevas tu propia vida en Estocolmo —contestó sin apartar los ojos de los nichos—. Ya no vives con nosotros. Como señora de la casa, tengo el deber de organizar los entierros.
—¿Y eso te impide aceptar mi ayuda?
Me dio la callada por respuesta, así que continué:
—Siento mucho haber levantado la voz en el patio del hospital. Yo… estoy tan tensa que me quiebro por dentro solo con pensar en cómo debieron de levantarse esa mañana, tan ilusionados, y luego tuvieron que afrontar todo ese sufrimiento. Sé que, de no haberse producido el incendio, yo no estaría aquí, pero créeme que la desgracia de mi familia no me deja indiferente. Aunque luche por mi libertad, formo parte de vosotros. —Bajé la cabeza y añadí—: Cómo me gustaría que me entendieras…
Mi madre seguía sin moverse. Puesto que no había vuelto el rostro hacia mí, no vi la expresión de sus ojos, pero levantó la nariz como si intentase reprimir las lágrimas.
—No queda mucho que hacer —dijo, y por fin me miró. En sus ojos, en efecto, brillaban las lágrimas, aunque las contuvo con un parpadeo—. El lunes ya empecé a organizarlo todo. Cuando el doctor Bengtsen vio a tu padre, me dijo que toda esperanza era vana. Que estuviera a su lado y le hiciera lo más llevaderas posible sus últimas horas. Le dio opio, así que él por lo menos pudo librarse del dolor. —Hizo una breve pausa y bajó la cabeza antes de levantar de nuevo la mirada—. Hendrik no parecía estar mucho mejor, pero Bengtsen opinó que su juventud tal vez lo ayudara a recuperarse, así que se lo llevaron a Kristianstad. En el fondo de mi corazón, no obstante, sabía que no lo superaría.
—Por eso pediste que no le dijeran nada de la muerte de padre.
Stella Lejongård asintió.
—Sí. También a él quise aliviarle lo más posible las últimas horas. Debió de pensar que su padre sobreviviría. ¿O fuiste tan cruel como para contárselo?
—Esperaba que mejorase. El profesor Lindström me dijo que estaba grave, pero nada en sus palabras me dio a entender que fuese a morir.
Mi madre podría habérmelo dicho, pero, en lugar de eso, me había montado aquel horrible numerito con mi padre. Tal vez había llegado el momento de averiguar cuál había sido su intención con ello.
—¿Por qué no fuiste a recogerme y me dijiste que padre había muerto? —pregunté con toda la calma de la que fui capaz—. ¿Por qué tuvo que llevarme Bruns a su lecho de muerte sin que yo sospechara lo que me esperaba?
Ella apretó los labios.
—Yo… estaba abatida por el dolor. Y por la rabia. ¡Habrías tenido que estar aquí! ¡Este es tu sitio! Pero estabas en Estocolmo, llevando una vida frívola…
—Los estudios de arte no son frívolos, madre. —Aunque su reproche volvió a sentarme como un puñetazo en el estómago, intenté conservar la serenidad—. Doy lo mejor de mí, y mis profesores están satisfechos conmigo. Además, no llevo una vida licenciosa, créeme. Lo único que deseo es no sentirme controlada, nada más.
Ella guardó silencio. ¿Por qué no había forma, ni en esas circunstancias, de hacerle cambiar de opinión?
—Bueno, en cualquier caso ya no hay nada que puedas hacer. A menos, claro, que te quedes aquí para siempre.
—Si lo hiciera, ¿podría ayudarte con los preparativos? —La falta de lógica de mi pregunta me pareció imbatible.
—No, el entierro ya está organizado. Desde el día que murió tu padre. Pero, si regresaras, podrías hacerte cargo de la finca. Del legado de tu familia.
¿Acaso pretendía que aceptara allí, delante de todos nuestros antepasados? No podía, y ella pareció intuirlo.
—Voy a hablar con los hombres —dijo—. Si quieres quedarte, hazlo, no hay problema, pero tu presencia no es necesaria. —Dicho eso, se marchó.
La seguí con la mirada y se me encogió el corazón. Por un momento había creído que se deshelaba un poco, que se abría y que tal vez incluso se disculparía por la barbaridad que había cometido conmigo. Pero no. Aunque su voz sonaba más suave, no lamentaba haber descargado su ira sobre mí. Eso me entristeció sobremanera.
Esperé a que saliera del panteón y entonces la seguí. Mientras ella hablaba con los enterradores, pasé por su lado y regresé a la finca despacio, con la cabeza gacha.
Pasé toda la tarde encerrada en mi habitación, intentando distraerme de alguna forma.
El sábado por la mañana, alguien me tocó el hombro. Desperté sobresaltada y me encontré mirando con desconcierto al rostro de la criada cuyo nombre, así de pronto, no recordaba.
Lena. Sí, así se llamaba. Lena.
—¿Se encuentra bien, señorita? —preguntó preocupada, y me miró como si tuviera una herida abierta en la cara.
No fue hasta un momento después cuando comprendí que estaba tumbada en el suelo, y que debajo tenía el libro que estaba leyendo cuando el sueño se apoderó de mí.
Me costó levantarme. De niña era capaz de dormir en cualquier lugar, pero ya había dejado atrás esa época. Tenía la espalda agarrotada y los músculos del cuello tan tensos como si hubiese estado pintando un cuadro sin descanso durante días.
Cuando por fin me vi en situación de incorporarme del todo, me sentí como mi propia abuela.
—¿Le pasa algo? —insistió Lena sin dejar de moverse nerviosa—. ¿Quiere que avise a su madre?
—No, estoy bien. Ayer estuve leyendo un poco delante de la chimenea.
La muchacha asintió con inseguridad, no demasiado convencida. Ni yo misma lo estaba. ¿Cómo se me había ocurrido echarme así frente al hogar? Después de tanto dolor y tanto llanto, seguramente ya no sabía ni lo que hacía.
—Bueno, pues empecemos con el día —dije.
—Acabo de ir a buscar agua caliente para prepararle el baño.
Por lo visto mi madre opinaba que debía lavar mis pecados antes de ir a la iglesia, aunque tal vez no bastara con simple jabón.
—Bien, no quiero entretenerte.
Lena hizo una reverencia y desapareció en la salita contigua, en cuyo centro había una bañera de asiento con patas de león deslucidas y teñidas de verde.
Me miré en el espejo de mi tocador. ¡Santo cielo, qué pinta más espantosa! Unas sombras oscuras me rodeaban los ojos. Las mejillas se veían pálidas y tenía los labios agrietados. Si Michael me viera así, me metería en la cama y llamaría a un médico.
Sin embargo, aparte de la extraña apatía que me atenazaba el pecho, no sentía ningún otro malestar. Mi corazón debía de haberse refugiado en el duelo como una oruga en su capullo.
Durante la celebración de los funerales se esperaba de mí que mantuviera la compostura, pero daba igual el aspecto que tuviera. Podría ocultar el rostro todo el día detrás de un velo negro y protegerlo de la lástima de aquellos que en realidad no sentían ninguna.
La muerte de mi padre y de Hendrik había supuesto una gran conmoción para algunos vecinos, sobre todo para la gente del pueblo. Los conocían de ir a cazar y de las fiestas de verano en las que ambos participaban siempre, por muchas pegas que pusiera madre. Esos últimos años, padre se había esforzado por que los aldeanos vieran a Hendrik como al nuevo señor, y me daba la sensación de que lo había conseguido con creces. El pueblo lloraría mucho su pérdida.
No obstante, también había otros que verían una ventaja en el fallecimiento de ambos: grandes terratenientes que siempre habían envidiado nuestra posición y que estaban esperando a que nos acaeciera alguna desgracia. Algunos de ellos eran fuertes competidores comerciales y sin duda contarían ya con sacar provecho de nuestra desdicha. Me ponía enferma solo con pensar en la malicia con que reaccionarían si una mujer se hacía cargo de la finca.
Hice a un lado esos pensamientos.
—Tú eres del pueblo, ¿verdad? —le pregunté a Lena, que estaba preparando el baño.
Los cubos de agua estaban ya en su sitio, debía de haberlos subido antes de encontrarme tumbada ante la chimenea.
—Sí, señorita —contestó.
La miré en el espejo. Era una muchacha nervuda. Sus brazos delataban que, igual que muchas hijas de campesinos, había aprendido a trabajar duro desde muy joven.
—Tyske —dije, y ella se quedó inmóvil de repente—. Ese es tu apellido, ¿o lo recuerdo mal?
—No, me apellido así. —Me miró con cierta desconfianza.
—O sea que eres hija de Björn Tyske, ¿verdad? El campesino que se casó con una alemana, ¿no?
Ella se puso tensa. Entonces lo entendí. La gente de la zona miraba con recelo a los extranjeros, sobre todo cuando se casaban con alguna de las familias campesinas autóctonas.
A Björn Tyske solo lo conocía de oídas. Mi padre lo había mencionado una vez hablando con nuestro caballerizo. Tyske significaba «alemán» en sueco. Que un hombre con semejante apellido se hubiese casado con una alemana mostraba el curioso sentido del humor que tenía a veces el destino.
—Así es —respondió—. Espero que no sea un problema para usted.
Enarqué las cejas.
—¿Un problema? ¿Por qué habría de serlo?
—Porque lo fue para la mayoría de la gente del pueblo. Y aún lo es.
—No te preocupes, Lena —dije para tranquilizarla—. En esta casa no nos importa el origen de tus padres. Aquí solo cuentan tu trabajo y tu conducta. Si ambos son impecables, no veo ningún motivo de queja.
La muchacha esbozó una sonrisa insegura. Me pregunté qué se estaría imaginando. Apenas llevaba allí unos días y ya había sido testigo de una desgracia. Era de suponer que en el desván, en los aposentos del servicio, hubiera toda clase de habladurías. ¿Se rumoreaba quizá que íbamos a despedir a alguien?
—¿Cómo te va después de estos primeros días? —me interesé mientras me soltaba la melena. Se me habían hecho algunos nudos y tardaría en desenredarlos.
—Bien. Bueno, todavía me falta por aprender, pero la casa me gusta mucho.
—¿Te llevas bien con las demás criadas?
Asintió con la cabeza.
—Sí, bueno, a muchas de ellas todavía no las conozco demasiado. Al fin y al cabo, solo estoy aquí desde el día en que… —Enmudeció.
La miré unos instantes y entonces comprendí adónde quería llegar.
—¿En que se declaró el incendio?
Lena asintió.
—¿Estuviste allí? —seguí preguntando.
—Sí. Todos estuvimos allí, intentando apagar el fuego.
Noté claramente su malestar. ¡Qué espantoso debió de resultar ver que las llamas se tragaban el establo! Aun así, no podía parar de preguntar.
—¿Puedes decirme cómo fue? ¿Cómo empezó todo y cómo mi padre…?
Le así el brazo impulsivamente. Ella me miró asustada. Volví a soltarla.
—Perdóname, por favor, no ha sido apropiado —dije—. Pero es que me gustaría saber cómo sucedió para entender lo que le ocurrió a mi padre. ¿Viste lo que pasó? ¿Te lo ha contado alguien?
—Su padre y su hermano… —explicó Lena, dubitativa—. Esa mañana habían salido a cabalgar como siempre. Habíamos preparado el desayuno y lo habíamos servido ya, y el señor bromeaba con la señorita Rosendahl. Unos minutos después oímos que uno de los mozos de cuadra gritaba «¡Fuego!». Su padre y su hermano salieron corriendo al establo para salvar a los caballos. Dentro había un par de yeguas preñadas, por lo visto, además de la yegua preferida de su padre.
—Edwina —conseguí decir, y asentí.
—Sí, Edwina. Ahuyentaron a la mayoría de los animales hacia el exterior mientras nosotros intentábamos contener el fuego del tejado. Incluso trajeron una bomba desde el pueblo.
Mi padre se la había regalado al pueblo para que pudieran montar su propio cuerpo de bomberos.
—Por desgracia, no sirvió de nada. Las llamas devoraron la viguería, y de repente… —Se detuvo. Parecía tener ante sus ojos los terribles sucesos.
—Gracias, Lena —dije, y le puse una mano en el brazo—. Lo demás ya lo sé.
La muchacha se quedó un momento ante mí, sin saber qué hacer, y luego levantó uno de los cubos. El agua ya se habría quedado tibia, pero vertió el contenido en la bañera, volvió a incorporarse y me miró.
—Señorita, ¿puedo preguntarle una cosa? ¿Algo personal? —Un instante después pareció lamentar su atrevimiento, ya que se mordió el labio—. Disculpe, por favor, no pretendía ser curiosa. La señorita Rosendahl me dijo que no debía preguntar nada, pero…
—Pregunta con tranquilidad.
Demasiado bien conocía esas normas tan estrictas, pero ¿por qué no hacer una excepción en un día como ese? A fin de cuentas, acababa de hablarme del incendio.
—Eso de ahí atrás… Susanna lo llamó «caballete»…
Me sorprendió que se interesara por eso. Para la mayoría no eran más que unos maderos manchados de pintura. De haber sido por mi madre, hacía tiempo que habría ardido en la chimenea. Era extraño que no lo hubiera mandado retirar de ahí. Solo podía explicármelo si se había olvidado de él.
—¿Qué quieres saber?
—¿Por qué lo dejó aquí?
Enarqué las cejas con asombro. Entonces comprendí que, por supuesto, le habían contado la historia de que la señorita de la casa no vivía allí, como había de ser, esperando a que algunos jóvenes nobles le hicieran la corte.
—Es mi viejo caballete, el que usaba antes. Para mi trabajo en Estocolmo resulta demasiado pequeño.
—Estocolmo debe de ser bonito —comentó con ojos soñadores.
—¿Nunca has estado allí? —pregunté sin pensar. Por supuesto que nunca había estado allí. Los hijos de los campesinos rara vez salían de su pueblo. Desde pequeños debían ayudar a la familia, y en cuanto crecían, se casaban y formaban la suya propia, que les hacía echar raíces para siempre.
—No, señorita, pero me gustaría mucho visitar la capital. Sobre todo el Palacio Real, el teatro y las tiendas. También el puerto y todos los barcos que zarpan hacia la mar o regresan de países lejanos.
—Bueno, tal vez algún día puedas ir —comenté—. Debes atesorar bien ese deseo y no olvidarlo nunca.
Le brillaron los ojos. De repente comprendí la suerte que había tenido yo. Mi padre nunca había visto con buenos ojos mi traslado a Estocolmo, pero tampoco me lo había impedido.
—¡Gracias, señorita! —exclamó Lena.
Hizo una reverencia y fue a traer otro cubo de agua.