Capítulo 1

Algo me deslumbró. Cuando abrí los ojos, creí estar en mi antiguo dormitorio de Lejongård, pero lo que al principio me pareció una cenefa del techo resultó ser una grieta alargada alrededor de la cual se habían acumulado manchas de humedad. Las más oscuras ya estaban ahí dos años atrás, cuando llegué al piso; las más claras habían aparecido hacía poco. A los inquilinos de arriba se les había caído un cubo de agua que le daba un toque nuevo a la decoración. La mampostería de las casas del barrio universitario de Estocolmo era porosa como una esponja y chupaba el agua tan deprisa como se filtraba al piso de abajo después.

A cambio, ser estudiante me permitía vivir allí a buen precio. Mi madre habría dicho que era un sitio cochambroso y que no estaba a mi altura, pero en él podía ser yo de verdad. Podía estudiar, aunque entre los miembros de la alta sociedad no estuviera bien visto. Podía vivir al margen de los convencionalismos. ¿Qué importaban un par de manchas de humedad en el techo del dormitorio?

Un aire frío me acarició la cara. Miré hacia el lugar del que provenía la corriente y vi que el papel de periódico había vuelto a caerse del hueco de la ventana de travesaños. Hacía mucho que tenía roto un cristal inferior. El desperfecto había sido culpa de un chiquillo que, llevado por la emoción del juego, le había dado a mi ventana con una piedra. Mi casero no veía por qué tenía que reparar él ese cristal, y yo no podía permitírmelo, porque para eso habría tenido que pedirle dinero a mi padre. Desde nuestra última gran discusión, en Navidad, ya no había vuelto a casa, a Lejongård, y tampoco me había puesto en contacto con mi familia.

Sabía que mis padres desaprobaban mi forma de vida. Dos años antes, cuando fui al juzgado para tramitar mi emancipación, los dos pusieron unas caras muy largas, porque en realidad habían esperado que me casara antes de cumplir los veinticinco. No fue así, sin embargo, y al tomar las riendas de mi vida les hice ver que mi camino no sería el que ellos habían previsto para su hija.

De todas formas no era yo quien heredaría la finca algún día, sino mi hermano. Y Hendrik había sido un niño ejemplar, el mejor hijo que pudiera imaginar un hombre como el conde Thure Lejongård. Mi padre no se cansaba de restregármelo por la cara. Sin embargo, puesto que yo no era un varón y, además, era la segunda en la línea sucesoria, podía vivir mi vida como quisiera. O por lo menos mis amigas y yo estábamos firmemente convencidas de ello y defendíamos nuestras opiniones siempre que podíamos.

A la vida que había elegido le acompañaba también el intenso olor que flotaba en el aire. El acre aroma del aguarrás se mezclaba con el del barniz y los óleos, más suaves. Mi casa siempre olía así, incluso cuando no estaba trabajando en ningún cuadro. No tenía ni idea de quién habría ocupado el apartamento antes que yo, pero quien se instalara allí después de mí sabría que su antecesora había sido pintora.

Michael se movió a mi lado. Su pelo rubio rojizo surgió entre los cojines y poco después vi su rostro arrugado. Primero abrió un ojo, después el otro, pero enseguida volvió a cerrarlos con fuerza contra el sol que inundaba la habitación.

—¿Por qué te has despertado tan temprano?

Mi sonrisa afloró como las burbujas en un vaso de refresco. Tendí la mano hacia su cabello, que era espeso y tan suave como el pelaje de un gato. Me encantaba hundir los dedos en él, sobre todo cuando dábamos rienda suelta a la pasión y su cabeza se movía entre mis muslos.

—Son las nueve pasadas —respondí—. Hace rato que deberíamos habernos levantado.

—¿Quién lo dice? —Me miró y alargó los brazos hacia mí.

Entre las feministas había auténticas enemigas de los hombres, mujeres que habrían preferido no tener que acercarse jamás a uno de ellos. Pero a mí me gustaban. Para mí, lo importante era poder escoger a quién metía en mi cama, y desde hacía un año ese era exclusivamente Michael. A menudo me sorprendía pensando en no dejarlo escapar. Cuando acabara sus estudios de Derecho, tal vez nos casaríamos. Era extraño que yo, que había huido de casa de mis padres, pensara en el matrimonio, pero la idea me producía una dicha inmensa. Con ello volvería a perder la independencia por la que tanto había luchado, aunque estaba segura de que Michael no tendría nada en contra de que siguiera pintando. Por lo menos, no había tenido ningún reparo en enamorarse de una sufragista.

—Crecí en una buena casa en la que rigen la puntualidad y el orden —repliqué.

Michael me besó y ahuyentó esas ideas que me llevaban de vuelta a mis padres.

—¿Ah, sí? —repuso, y empezó a acariciarme el cuello y descender despacio por mi cuerpo.

Los latidos que sentí en la entrepierna me decidieron a dejarle plena libertad. Me encantaba que nos amáramos justo después de despertarnos, era maravilloso y me daba fuerzas para el día que tenía por delante.

Unos golpes repentinos en la puerta me sobresaltaron. También Michael se detuvo. Primero miró hacia la entrada y luego a mí, extrañado.

—¿Esperas a alguien?

Tenía la cara colorada. Sentí que le costaba contener la excitación, y también yo habría preferido entregarme a otros menesteres en lugar de ponerme a pensar en quién podía estar llamando a mi puerta a esas horas.

—¿Señorita Lejongård? ¿Está usted en casa? —preguntó una voz seguida de más golpes, que sonaron con mayor insistencia—. Traigo un telegrama para usted. ¡Es urgente!

¿Un telegrama?

—¡Un momento, ya voy! —exclamé, y miré a Michael.

—¿De verdad tienes que ir? —protestó mientras empezaba a besarme el cuello otra vez.

Por mucho que me hubiese gustado quedarme entre sus brazos bajo las cálidas mantas, me separé de él y me levanté de la cama. El frío aire de marzo disipó de golpe mi cansancio y, por desgracia, también mi excitación. Alcancé la bata y me la até a la cintura antes de abrir la puerta.

El cartero, con uniforme del Correo Real Sueco, me miró con cierto apuro.

—Buenos días. Disculpe que la moleste, pero debo entregarle este mensaje urgentemente.

Acepté el pequeño sobre que me tendía y le di la vuelta. Era un telegrama de mi madre.

—Aguarde un momento.

Mientras el cartero esperaba en la puerta, fui a una cómoda donde tenía algo de dinero suelto. Le di diez ören y cerré la puerta. Por alguna razón, tuve la sensación de que ese pequeño sobre pesaba más que un saco de piedras.

—¿De qué se trata? —preguntó Michael, que se había incorporado en la cama.

Al contrario que yo, no parecía sentir el frío, pues se había recostado sobre los almohadones con el torso desnudo. Los rayos de sol conferían un resplandor dorado a su piel, bien podría haber posado para cualquiera de los numerosos pintores de nuestro barrio.

—Ahora lo veremos.

Metí el dedo por la abertura de la lengüeta y rasgué el sobre.

¿Qué podía querer mi madre? No habíamos tenido ningún contacto desde Navidad. Saqué el telegrama y lo desdoblé. En cuanto lo leí, boqueé sobresaltada.

Tu padre y Hendrik accidentados Stop Ven a casa enseguida por favor Stop Tu madre

Me quedé de piedra. ¿Un accidente?

El corazón se me aceleró y por un momento intenté convencerme de que no era más que un perverso truco de madre para hacerme volver a casa. Sin embargo, Stella Lejongård jamás bromeaba con la salud y la vida de sus familiares.

—¿Qué ocurre? —preguntó Michael, y se levantó.

No podía contestar. Estaba paralizada, de pie en medio de la habitación, y no lograba apartar la vista del telegrama. Las letras mecanografiadas parecían marcadas a fuego sobre el papel.

No volví en mí hasta que me puso una mano en el hombro.

—Mi… mi padre… —balbuceé—. Mi hermano y él… han tenido un accidente.

—¿Cómo ha sido?

—No lo dice, quizá con los caballos…

Mis pensamientos daban vueltas y más vueltas. Mi padre y Hendrik eran excelentes jinetes. Un accidente ecuestre en el que ambos hubieran resultado heridos me parecía algo improbable. ¿Estarían muy graves? Sin duda era serio, de lo contrario mi madre no me pediría que regresara. El papel resbaló de mis manos y Michael se agachó a recogerlo.

—Tengo que volver a casa —susurré apenas.

Como no tenía ningún secreto con Michael, dejé que leyera el telegrama.

—¡Santo cielo! —exclamó, espantado. Me miró y me tomó de la mano, aunque a mí me pareció la mano de otra persona—. ¿Puedo ayudarte de alguna manera? ¿Quieres que te acompañe?

—No —dije, e intenté recomponerme—. Tengo… tengo que tomar un tren. O buscar un carruaje.

—En carruaje tardarías demasiado, pero tal vez haya hoy algún tren a Kristianstad.

Asentí, aunque era como si el cuerpo no me obedeciera. Debía darme prisa, pero no era capaz. Me habría gustado esconderme bajo las mantas y fingir que ese telegrama no había llegado, que yo no estaba allí. Sin embargo, debía partir. ¡Maldita sea, debía partir!

Por fin volví en mí.

—¿Te ayudo? —se ofreció Michael.

Negué con la cabeza. Aquello era algo que debía afrontar sola, no había ayuda posible. Además, ¿llevarlo a conocer a mi madre? ¡Dios no lo quisiera!

Cuando abrí el armario descuadrado, la pesadez de mi cuerpo se transformó en un nerviosismo inquieto. Saqué un par de cosas con manos temblorosas. Me daba igual lo que pensara mi madre; además, mis mejores prendas se habían quedado en Lejongård, así que no estaría contenta con nada de lo que me pusiera. Una blusa negra resbaló entre mis dedos, y por algún motivo me la quedé mirando. Negro no, me dije, y sentí crecer una oleada de miedo en mi interior. El negro era el color del luto, sin duda un mal presagio, así que la lancé al fondo del armario. Solo ha sido un accidente, pensé. Habían tenido un accidente, estaban heridos pero seguían con vida. Si alguno de ellos hubiese muerto, mi madre no me lo habría ocultado.

Mientras me vestía me noté febril. El solo tacto de la tela me dolía, el abrigo que me eché por encima casi me aplastó bajo su peso, y las manos me temblaron al levantar la bolsa.

Me volví hacia Michael, que ya se había puesto una bata.

—Bueno —dije, como siempre que terminaba algo.

Él abrió los brazos.

—Ven aquí —susurró, me atrajo hacia sí y hundió el rostro en mi cuello, igual que yo en el suyo.

Casi con desesperación, lo estreché entre mis brazos y le di un beso apasionado.

—Estaré contigo, ¿me oyes? —dijo con los labios sobre mi pelo—. No importa lo que hagas ni a lo que te enfrentes, estaré contigo. Te ayudaré pensando en ti.

—Eso es precioso —repuse—. Gracias.

Sus palabras merecían una respuesta más ardorosa, pero no me vi capaz. A pesar de lo mucho que significaba Michael para mí, ese telegrama había vuelto a convertirme en la hija de la casa Lejongård, que debía mostrarse recatada hasta que sus padres le encontraran un hombre. Se me partía el corazón, pero no tenía alternativa. Me separé de él a regañadientes y me volví hacia mi equipaje.

—¿Regresarás? —oí su voz a mi espalda.

Me quedé helada. Me preguntaba lo mismo cada vez que iba a mi casa, y siempre le contestaba con un sí sonriente, pero esta vez sentí un peso en el corazón. Por supuesto que regresaría, solo que en ese momento me resultaba muy difícil decir cuándo, algo que me inquietaba.

—Regresaré en cuanto pueda, te lo prometo —contesté, y le envié un beso con la mano.

Después di media vuelta, cogí la bolsa y salí del apartamento.


Fuera me recibió el fresco aroma de la primavera, por una vez no corrompido por ningún hedor. De vez en cuando alguien orinaba en algún portal cercano, casi siempre los domingos por la noche, después de que las hordas de estudiantes y parroquianos habituales salieran de las tabernas.

¿Era posible que los estudiantes se hubieran vuelto abstemios? Me pareció muy improbable.

Eché a andar deprisa. El barrio de Norrmalm, con sus calles amplias y sus edificios clasicistas, era un lugar de actividad frenética los lunes por la mañana. Junto a trabajadores y viajeros que se dirigían a la estación, también transitaban muchos estudiantes por las aceras.

Ese mediodía habría tenido que asistir a un seminario en la Escuela Real de Bellas Artes, pero al recordarlo solo sentí una extraña indiferencia. Era como si alrededor de mí todo estuviese de pronto muy lejos, como si avanzara entre una niebla que apenas me dejaba percibir los contornos de las cosas. Lo único que notaba de verdad era el peso de mi bolsa y el inquieto removerse de mi estómago. ¿Cuándo saldría el primer tren? ¿Podría avisar antes a mi madre por telegrama?

Era asombroso cómo el destino lo cambiaba todo. El día anterior no habría perdido ni un segundo pensando en la casa de mis padres, y de repente no podía ocupar mi cabeza con nada más. De súbito volvía a tener presentes todos los olores y las imágenes, las alegrías y las heridas; impresiones que habían quedado grabadas indelebles en mi mente.

—¡Agneta! —Una voz me sacó de mi ensimismamiento.

Me di media vuelta. Marit venía corriendo hacia mí recogiéndose la falda verde y dejando ver un poco de sus pololos. Llevaba los botines marrones, siempre con aspecto desgastado, todos salpicados de barro. Alrededor de su cuello ondeaba la bufanda que se había tejido ella misma.

—Madre mía, pero ¿es que estás sorda? —preguntó al alcanzarme—. ¡Hace un buen rato que corro tras de ti!

Marit exageraba, porque no estábamos ni a doscientos metros de mi portal, pero así era mi amiga. Dejé la bolsa en el suelo para poder abrazarla.

—Perdóname, por favor, iba absorta en mis cosas. Voy camino de la estación. Un asunto familiar.

—Entonces, ¿no vendrás hoy a la protesta ante el despacho del decano? —Marit pareció decepcionada. Organizaba manifestaciones, conseguía materiales para las pancartas y convocaba a las mujeres, todo ello con un entusiasmo envidiable. Ese día íbamos a protestar delante del despacho del decano contra los que querían impedir la matriculación de mujeres—. Pensaba que ya no tenías contacto con tu familia.

—Y así es, pero a mi padre y mi hermano les ha ocurrido algo. Parece grave, y mi madre me ha pedido que vaya enseguida.

Marit se tapó la boca con la mano.

—¡Qué horror! ¿Te ha dicho qué les ha pasado?

—No, pero no me habría avisado si no fuese urgente de verdad.

—Ay, lo siento mucho. —Me abrazó y me estrechó con fuerza—. ¿Puedo hacer algo por ti?

—Me temo que no, pero gracias. Te diré algo en cuanto tenga más detalles, ¿de acuerdo?

—Sí, por favor. Rezaré por tu padre y tu hermano. No suelo tener mucho trato con Dios ni con la Iglesia, pero en este caso haré una excepción.

Era cierto. Marit se dejaba ver muy poco por la iglesia, porque creía que allí no hacían nada por la igualdad de la mujer. Que se ofreciera a rezar por nosotros era algo insólito. En ese momento deseé poder llevarla conmigo. Fuera lo que fuese lo que me aguardaba, sin duda me vendría bien su apoyo. Pero no podía ser.

—Saluda a las demás de mi parte —dije cuando me solté de su abrazo—. Diles que cruzaré los dedos por ellas y por la manifestación.

—Ahora eso no importa. Para ti, hoy lo primero es la familia y nada más. Aunque desde luego te echaremos de menos. Cuando pienso en cómo acorralaste al profesor Svensson con tu discurso…

—Gracias.

Volví a abrazarla y la estreché contra mi pecho. Después levanté la bolsa del suelo; parecía aún más pesada que antes.

—¡Que vaya todo bien! ¡Y cuídate! —Se despidió de mí con la mano hasta que eché a andar.

Pasé por delante de la preciosa Ópera Real, que muchas veces me detenía a contemplar, y por fin vi la estación.

El ambiente olía a humo. En el puerto se oyó la sirena de un vapor, y a eso le siguió el pitido de una locomotora. Desde que Suecia había decidido no volver a dejarse arrastrar a ninguna guerra, el país se encontraba en pleno auge. También para las mujeres estaban cambiando algunas cosas. Con veinticinco años cumplidos podíamos tramitar nuestra emancipación, siempre y cuando no estuviéramos casadas, y hacía poco se había aprobado una ley que nos permitía proteger nuestro patrimonio heredado mediante capitulaciones matrimoniales. Eran victorias importantes para el movimiento feminista, aunque todavía no habíamos alcanzado el mayor objetivo: el sufragio femenino, que en Finlandia se había aprobado siete años antes. También en Noruega se iban logrando progresos, pero no en Suecia. Aun así, que los políticos hicieran oídos sordos no quería decir que no fueran conscientes de nuestras acciones. Seguiríamos luchando.

En la Real Academia de las Artes también se estaban consiguiendo cosas. La primera mujer a quien se le permitió el acceso fue Anna Nordlander, en 1864. Y si bien los esfuerzos de varios estudiantes y artistas reunidos en un grupo llamado Opponenterna para emprender reformas fundamentales habían fracasado, desde entonces ingresaban cada vez más mujeres en la institución. Los conflictos no habían desaparecido, desde luego, pero cualquier molestia quedaba compensada por la sensación de libertad que se respiraba.

Cuando por fin llegué a la estación, el sudor me resbalaba por la cara y la espalda. Aun así, me alegré de llevar el abrigo puesto. El aire de marzo traía consigo la promesa de la primavera, pero todavía era traicionero. Una multitud de personas se arremolinaban ante el blanco edificio clasicista. Aquí y allá destacaba algún sombrero o una americana de color crema. Los coches de punto circulaban pegados unos a otros, y de ellos se apeaban más viajeros. Me pregunté cómo conseguían no tropezarse unos con otros.

El año anterior había pintado la estación y me había ganado una reprimenda de mi profesor. Lo había hecho siguiendo el estilo de Van Gogh porque sabía que Andersen lo veneraba, pero erré mis cálculos. El profesor vino merodeando hasta mi caballete y, delante de toda la clase, ladeó la cabeza a uno y otro lado, como siempre. Después se rascó el mentón, entornó los ojos y se dirigió a mí:

—Un trabajo excelente —dijo, y yo fui tan tonta que creí que pretendía elogiarme—. Excelente de verdad… para una copista. —Su semblante se ensombreció tanto que creí que el sol había desaparecido de la ventana—. Sin embargo, me parece que no está usted aquí para aprender el oficio de falsificadora de arte. Y en caso de que así sea, deberé proponer que la expulsen inmediatamente de la universidad.

Su voz retumbó por toda la sala. Me quedé de piedra. Las miradas de mis compañeros se clavaron en mí como si fueran agujas. De la mayoría no podía esperar ninguna compasión. Apenas había mujeres en el seminario de Andersen, y casi todos los hombres compartían con el profesor la opinión de que el lugar más indicado para una mujer era el de una buena esposa, junto a los fogones.

Andersen debió de leerme en la cara lo que estaba pensando.

—Y antes de que me venga otra vez con consignas de sus amigas las sufragistas —prosiguió, esta vez iracundo de verdad—, puedo asegurarle que yo mismo la habría sacado ya de la clase con una sola mano si hubiese sido un hombre. Si quiero ver un Van Gogh, viajo a París. ¡Aquí quiero ver quién es usted! ¡Y si merece que yo la forme!

Me quedé mirándolo fijamente. Al principio fui incapaz de pensar, pero después comprendí el enorme error que había cometido. No era propio de mí decir lo que el otro esperaba oír. ¿Por qué lo había intentado con Andersen?

Estaban a punto de saltárseme las lágrimas, pero no quería ponerme a lloriquear delante de los demás. Seguro que los chicos se habrían reído. Pensé en mi madre, me pregunté qué haría y qué diría ella en una situación así, y de repente mi autocompasión se convirtió en ira.

Andersen no dejaba de mirarme, sin duda esperando mis lágrimas. En cambio, lo que recibió fue la mirada más furiosa que fui capaz de lanzarle.

Aparté ese recuerdo y entré en el vestíbulo de la estación. Mi mirada recayó en el gran reloj. Había pasado una hora desde que había recibido el telegrama. Ante la taquilla se había formado una larga cola y no tuve más remedio que ocupar un lugar en ella. Notaba un latido en las sienes. Bajo el techo abovedado del vestíbulo, las voces convergían en una cacofonía impenetrable que sonaba casi como el estruendo de un trueno. Cualquier otro día lo habría encontrado emocionante; acostumbrada al silencio del que había vivido rodeada siempre en nuestra finca, para mí aquello era el estrépito del mundo, de la libertad. Pero por algún motivo de pronto me molestaba, me resultaba casi insoportable.

El pitido de un tren que llegaba me distrajo un poco. En la estación seguían entrando más personas. Algunas llevaban abrigos loden, como yo, otras iban cubiertas por caras pieles. Una mujer con un enorme sombrero de plumas me llamó la atención. Mi madre debía de tener decenas de sombreros como ese, pero a mí tanta pompa no me gustaba nada, y menos aún esa clase de tocados. Pesaban mucho, eran engorrosos y a menudo ocultaban a quien los llevaba.

—¿Señorita?

Me volví. La cola había avanzado y ya era mi turno.

—Ay, disculpe. Estaba distraída. Querría un billete para Kristianstad. ¿Cuándo sale el próximo tren?

—Dentro de media hora —respondió el empleado—. ¿Solo ida?

—Sí —me oí responder antes de poder pensarlo.

Le había prometido a Michael que regresaría lo antes posible. Pero ¿cuándo sería eso? Mi madre no me había explicado si las heridas eran leves o graves. Mi padre, y sobre todo Hendrik, necesitaban mi apoyo. Y si ocurría lo peor… No, me negué a pensar en ello. Aun así, sabía que no me sería sencillo regresar, y gastar dinero en un billete que tal vez no llegara a utilizar era algo que no podía permitirme.

El empleado me miró un instante y dijo el precio. Le pasé las coronas por el mostrador y me alejé con el billete en la mano. Aprovecharía el tiempo que tenía hasta la salida del tren para enviarle un telegrama a mi madre.