Capítulo 7

Esa noche apenas logré dormir, aunque lloré hasta la extenuación. Por algún motivo tenía miedo de que Hendrik me visitase en sueños para recriminarme que no le hubiera informado de la muerte de padre. Estaba convencida de que, si existía el cielo, sin duda le habría extrañado encontrarlo allí.

Después soñé con las dos cabezas de león, que no dejaban de reprocharme mi conducta, y el descanso terminó para mí. Estuve mirando la oscuridad con miedo de volver a cerrar los ojos, porque temía que Sture y Bror se pusieran a acusarme con sus rugidos.

Por la mañana sentía el cuerpo como de plomo, pero tampoco podía estarme en la cama. La manta me pesaba sobre el pecho, quitándome el aire, así que de todos modos no habría podido descansar. Además, aunque me quedara acostada un poco más, las ojeras que tenía me delatarían.

Me levanté, me puse la bata, me calcé y salí de la habitación. Abajo se oía el rumor del servicio. La actividad diaria había comenzado.

Cuando era niña, a veces me escapaba de mi cuarto por las mañanas e iba al de Hendrik, para molestarlo. O para esconderme allí. A veces salíamos al exterior y corríamos descalzos por la hierba cubierta aún de rocío, sobre todo en verano, cuando el calor todavía era soportable.

Mis pasos me llevaron al cuarto de mi hermano también esta vez. Apoyé una mano en la puerta, palpé la madera e intenté encontrar algún rastro de él que hubiera quedado allí. Cerré los ojos y sentí tristeza. No me resistí a ella, dejé que me inundara; un dolor que procedía de mi estómago se concentraba en mi pecho y me cerraba la garganta.

En mi recuerdo vi a mi hermano de niño, un chico de pelo dorado y con más pecas de las que yo podía contar. Vi sus ojos y su sonrisa, sentí la mano con que me levantaba cuando me caía. Siempre había sido mi valiente héroe. Si tenía miedo, él lo ahuyentaba. Cada vez que creía que estábamos en una situación aparentemente sin salida, Hendrik me demostraba que podía confiar en él. Nos convertimos en el guardián de los secretos del otro.

¿Por qué Dios había tenido que separarnos de esa forma? ¿Por qué no había podido perdonarle la vida? De pronto me pareció oír un ruido. La oleada de imágenes se retiró y mis lágrimas cesaron. Me sequé los ojos deprisa y agucé el oído. Un tenue gimoteo ahogado. ¿De dónde venía?

¿Estaba mi madre en la habitación de Hendrik y lo lloraba, creyendo que nadie la oía? ¿Se había abandonado por fin y lamentaba la muerte de su hijo? Esa idea me despertó un extraño sentimiento. Cuánto tiempo había esperado que ella mostrara alguna emoción… que se comportara como una persona normal. Verla llorar me devolvería la esperanza de que tuviera un corazón y un alma que, como los míos, podían sufrir y amar. Debería haber llamado a la puerta, pero eso habría hecho que Stella Lejongård volviera a ponerse su máscara, así que la abrí con cuidado.

La habitación estaba a oscuras. Las paredes tenían revestimiento de madera y estaban decoradas con preciosos cuadros de temática ecuestre. Por las cortinas color crema, ligeramente entreabiertas, la luz de la mañana entraba y caía sobre una abatida figura sentada en el borde de la cama. Se sonó la nariz, se enjugó los ojos y luego alzó la cabeza. Al verme, se levantó presta. Pero no era mi madre quien me miraba con sobresalto.

—¿Susanna? —pregunté con extrañeza.

—Disculpe, señorita, iba a airear la habitación y entonces he vuelto a pensar que… —De nuevo rompió a llorar.

—Tranquila, Susanna —dije, y entré—. Todos estamos muy tristes por la muerte de mi hermano.

La muchacha se llevó un pañuelo a la boca.

—Ya me voy. Disculpe…

—No te preocupes.

La seguí con la mirada mientras se me encogía el corazón. La cama de Hendrik estaba impoluta, y así seguiría. Ver esa colcha, de pronto, fue demasiado para mí. Regresé sollozando a mi habitación, me vestí y bajé al vestíbulo a por mi abrigo y un chal. Tal vez un paseo me despejara un poco la cabeza.


Mis pensamientos se calmaron bajo el influjo de la resplandeciente mañana de marzo. El sol estaba saliendo por detrás de los bosques, la niebla pendía de la copa de los árboles. A esa hora tan temprana, cuando todavía no había un alma despierta, la finca irradiaba una magia muy especial. Me sentía como dentro de un cuento, como la princesa de una fortaleza encantada que debía liberar a un príncipe hechizado. Durante una temporada habíamos tenido una institutriz francesa que nos leía cuentos de su país. La bella y la bestia siempre me había gustado mucho. La luz rojiza y dorada del sol me acarició el rostro, su calidez atravesó el loden del abrigo e inundó mi cuerpo.

Ojalá Michael estuviera conmigo. Seguro que le gustaría aquel paisaje apacible. Aun así, me resultaba duro pensar en dejar mi estudio de Estocolmo. Era una mujer libre que llevaba las riendas de su vida, una vida por la que mis compañeras y yo luchábamos desde hacía tiempo. Si aceptaba mis obligaciones como heredera, tendría que abandonar todo aquello por lo que tanto había peleado.

No obstante, le había hecho una promesa a Hendrik y tenía la responsabilidad de asegurar el futuro de la finca. ¿Acaso me quedaba otra opción?

Madre ya no querría dejarme marchar otra vez. Para eso tendría que cortar por lo sano todo vínculo con Lejongård y con ella, quemar las naves. Había vivido épocas en las que me habría resultado fácil tomar esa decisión.

Pero ahí estaba yo, de pie sobre la tierra que me había visto nacer y crecer. Todavía sentía una unión muy fuerte con la propiedad. ¿Bastaría eso para entregar mi libertad a cambio? Desde que tenía uso de razón había querido ser artista y llevar una vida libre. ¿Sería posible todavía?

Ese interrogante pesaba sobre mis hombros, y me maldije por dejar que cobrase forma y empezase a hacerme dudar. ¿Por qué había tenido que morir Hendrik?

Fui hacia los bancales de flores. En esa época del año todo estaba aún muy pelado. Mi madre había hecho que arreglaran gran parte del jardín al estilo inglés, pero junto a los parterres de rosas y las coloridas plantas vivaces había también lirios de los valles, que se alternaban con narcisos y, en verano, amapolas. Mi madre detestaba esas flores silvestres, pero nunca había podido evitar su crecimiento. A mi padre, en cambio, le gustaba ver un poco de naturaleza autóctona en su jardín, o al menos eso le decía a ella, de modo que allí el jardinero se limitaba a podar un poco la maleza y no plantaba nada.

Me habría gustado sentarme en el suelo, pero la hierba todavía estaba mojada de rocío. Me acuclillé, arranqué una de las campanillas de invierno que crecían como las malas hierbas y me la acerqué a la nariz. Qué sencilla me había parecido la vida cuando era una niña… De pronto todo era sombrío y pesaba por culpa de la aflicción, el duelo y la incertidumbre. Todo estaba en juego, y el futuro que nos esperaba a Lejongård y a mí dependía de mi decisión.

De nuevo pensé en Michael. A saber si le gustaría la vida campestre, aunque por amor a mí seguro que la aceptaría. Nunca había hablado con él de matrimonio, pero ¿qué podía tener en contra? Los demás nobles arrugarían la nariz porque no tenía título, sin duda, pero vivíamos en tiempos modernos y, puesto que yo estaba emancipada, madre no podría impedir nuestro matrimonio.

¿Y mis estudios? ¿Sería posible compatibilizarlos con la administración de la finca?

En caso de que me marchara de Lejongård, existían dos alternativas: o bien mi madre dirigiría la finca, o bien se vendería. Hendrik lo sabía cuando me obligó a prometerle que ocuparía su lugar. Confiaba en que yo estaría aquí. Decepcionarlo no era una opción.


Cuando regresé a la casa, la magia del silencio se había esfumado. En la cocina se oía barullo y las criadas se movían presurosas por los pasillos. A esas horas, la mayoría de las habitaciones ya estaban aireadas y las chimeneas, encendidas.

Bajé a la cocina. La señora Bloomquist, la cocinera, siempre me había apartado con gusto un par de galletas y un poco de leche. Eso era justo lo que me apetecía después de las horas oscuras que acababa de pasar, y en previsión también de las que tenía por delante.

—Buenos días —saludé tras bajar la escalera.

Tal como había esperado, Svea, la ayudante de cocina que soñaba con llegar a cocinera algún día, estaba encendiendo el fuego. Marie, que trabajaba allí desde hacía muchos años, estaba en la bomba de agua, llenando un cubo de esmalte bastante desportillado.

Las dos se quedaron inmóviles un momento.

—Buenos días, señorita —dijo Svea al fin—. ¿Podemos ayudarla en algo? ¿Quiere que avisemos a la señora Bloomquist o la señorita Rosendahl?

Negué con la cabeza y me senté a la larga mesa donde solía comer el servicio.

—No, gracias, solo quiero sentarme aquí un momento. Antes siempre lo hacía, cuando era pequeña.

Tomé asiento en el centro del banco. ¿Quién se sentaría en ese lugar? ¿Alguna de las criadas, o tal vez Bruns? Sabía que entre el servicio existía una jerarquía propia que, entre otras cosas, determinaba el sitio donde se sentaba cada cual. Las criadas me miraron dubitativas. Enseguida se decidieron a seguir con sus quehaceres, pero sus movimientos ya no eran tan despreocupados. Para no darles la sensación de que pretendía vigilarlas, me puse a mirar por la ventana. Desde allí se tenía muy buena vista de los establos. También del que había resultado arrasado por el fuego, por desgracia.

—Señorita, ¿va todo bien? —preguntó la señora Bloomquist, sacándome de mi ensimismamiento.

—Buenos días, señora Bloomquist. Sí, gracias. —Sabía que mi semblante decía lo contrario. Nada iba bien y nunca volvería a ir, pero los señores debían mostrar confianza ante el servicio, aun cuando las circunstancias fueran funestas—. Solo me preguntaba si podría prepararme unas gachas de avena con arándanos rojos. Como antes.

En el rostro de la cocinera apareció una sonrisa. Todavía se acordaba de cómo me gustaban esas gachas de niña. Casi siempre me las servía cuando me levantaba a primera hora e iba a la cocina. Lo cierto era que mi madre insistía en que la familia desayunara siempre junta, pero la señora Bloomquist, que no tenía hijos, era incapaz de decirme que no, aun a riesgo de buscarse problemas si luego yo no tenía hambre en la mesa.

—Desde luego, pero debo advertirle que a la señora no le entusiasmará que se presente sin hambre a desayunar.

Sonreí de medio lado.

—Me parece que no hay peligro. Mi madre tiene otras cosas en que pensar.

La cocinera asintió, alcanzó un paño de cocina y se lo anudó al delantal antes de ponerse manos a la obra.

Unos minutos después, el olor de las gachas dulces me llegó hasta la nariz. El aroma de mi infancia, de la antigua despreocupación. Cuánto añoré en ese momento que regresaran aquellos días… Días en los que todavía no era importante contentar a nadie. En aquel entonces lo tenía todo y nunca pensaba que pudiera perder nada, y de pronto…

—Tenga, señorita —dijo la señora Bloomquist al ponerme el cuenco delante. Las gachas, con su olor a leche y azúcar, estaban coronadas por una gran cucharada de compota de arándanos rojos, esa que tanto me gustaba—. Buen provecho. Si quiere más, hay de sobra.

—Gracias, señora Bloomquist —repuse, y me permití sumirme un momento en los recuerdos de mi niñez.