Capítulo 24

Cuando llegó el atardecer, los precios de los caballos ya estaban acordados y el asunto del menú, resuelto. Me había mantenido firme en cuanto a las novedades culinarias. Platos populares como el arenque, las patatas nuevas y el pastel de arándanos rojos gustaban a todo el mundo, y no teníamos por qué servir dos mesas diferentes para contentar a los del pueblo y a los invitados de la casa señorial.

Al terminar de vestirme, me concedí un respiro. Los primeros invitados no se harían esperar mucho más. Desde la ventana vi a los músicos, que estaba colocando y afinando sus instrumentos en el estrado delante del pabellón. Parecían muy serios, como si fueran a interpretar piezas de Beethoven en lugar de música de baile ligera. Escuché los acordes un momento, hasta que oí el sonido de cascos de caballos. Los primeros invitados llegaban ya. Debía bajar a recibirlos.

En la escalera me encontré con madre. El vestido que llevaba le quedaba de maravilla. Linda le había hecho un recogido precioso y lo había decorado con peinetas negras.

—Llevas el pelo algo descuidado —opinó al verme—. Deberías haberle pedido a Linda que te peinara.

A mí no me parecía descuidado, Lena lo había hecho lo mejor que sabía. No contaba con la destreza de la doncella de mi madre, desde luego, pero se las apañaba muy bien y solo tardaría unos años en alcanzarla.

—Lo quería algo más suelto —repuse—. Tienes suerte de que no me lo haya cortado corto.

—¿Cortártelo corto? —repitió ella, horrorizada—. ¿Te has vuelto loca? ¡No eres un muchacho!

—Ya lo sé, madre, por desgracia —dije con un suspiro.

Masculló algo que no entendí y añadió:

—Pues parece que vayas a posar para que un pintor haga un retrato de mal gusto. Solo te falta llevar los hombros al descubierto.

—Gracias, madre, lo tomaré como un cumplido, ahora no tenemos tiempo para discutir. ¡Mira, ya han llegado los Gundersen!

Nos dirigimos a la puerta, que Bruns acababa de abrir. Los Gundersen eran conocidos por su puntualidad y siempre eran los primeros en llegar a nuestros bailes del solsticio. Por desgracia, también habían estado presentes en la discusión de Navidad. Al verme, pusieron cara como de haber mordido un limón.

—¡Bienvenidos a Lejongård! —saludé, y les di la mano, primero a ella y luego a él—. Me alegro de que hayan podido venir a nuestra fiesta.

El señor Gundersen me miró con un punto de incomodidad, como si mi vestido, en efecto, me hubiera resbalado por los hombros, pero luego asintió.

—Agradecemos la invitación —dijo—. Veo que las tradiciones todavía se conservan en esta casa.

¿Acaso creía que habría convertido la finca en un burdel? Pero ¿qué contaban de mí en «nuestros» círculos?

—Como no puede ser de otra manera —repuse con una sonrisa amable—. Pasen, por favor. Marie les indicará dónde están los refrigerios.

La señora Gundersen me sonrió mientras su marido seguía dando la impresión de sufrir dolor de estómago.

Enseguida llegaron más invitados. A algunos los conocía de anteriores recepciones en nuestra casa, a otros los habíamos invitado porque madre se había enterado a través de sus amigas de que se habían distinguido en la sociedad por sus obras benéficas o similares. «Siempre se necesitan nuevos aliados», había comentado al pasarme la lista.

Entonces apareció alguien a quien habría preferido no volver a ver.

Pelle Oglund llegó con su mujer. Me alivió comprobar que esta vez Daniel se había quedado en casa. El hecho de que sus padres se hubieran presentado era casi un milagro.

Nada más ver el rostro del hombre, me di cuenta de que sus ojos brillaban con agresividad. ¿A quién había esperado encontrar? La noticia de que me había hecho cargo de la finca tenía que haberle llegado. ¿O había venido para vengarse?

En ese momento me alegré de ir vestida de negro. Así, por lo menos, Oglund no vería que había empezado a sudar.

—Señor Oglund, me alegra que su esposa y usted hayan aceptado nuestra invitación.

—Vaya, vaya. La hija rebelde del conde —dijo Oglund, y me miró entornando los ojos—. Me acuerdo muy bien de usted. Es una lástima que no hubiera otra posibilidad para dar continuidad a la finca tras la muerte de su padre.

—¿Qué quiere decir? —Apreté la mandíbula. Me habría gustado lanzarle algo a la cabeza a ese misógino… pero aquello era un baile y había más invitados esperándonos.

—Señor Oglund —intervino entonces mi madre en voz baja, aunque con un deje peligroso que le conocía demasiado bien—, no los hemos invitado para que ofenda a mi hija y a la finca. Agneta es ahora la condesa Lejongård y, a menos que tenga pensado marcharse ahora mismo, ¡la tratará con el debido respeto!

Miré a mi madre sin salir de mi asombro. Su sonrisa era gélida, los ojos le refulgían.

Oglund se quedó mirando a Stella como si acabara de caerle un rayo encima. Creí que tomaría a su mujer de la mano y desaparecería con ella, y tal vez habría sido lo mejor. Sin embargo, reculó un poco.

—Disculpe, condesa Lejongård. Por supuesto que nos alegramos de asistir a su fiesta. Le agradecemos la invitación.

La cara me ardía y los ojos me abrasaban. No daba crédito. ¡Mi madre había salido en mi defensa! Unas semanas antes no lo habría creído posible.

Los Oglund se alejaron cuando Stella les indicó que encontrarían refrigerios al fondo de la estancia y que Susanna los acompañaría hasta allí.

El corazón me iba a toda velocidad y no hacía más que mirar a mi madre, pero me encontré con su habitual expresión fría. Había recuperado la compostura con una rapidez pasmosa.

—Gracias, madre —susurré mientras los siguientes invitados subían los peldaños de la entrada.

—No hay nada que agradecer. Ha agraviado a un miembro de mi familia y señora de esta finca. Con eso no conseguirá borrar lo que ocurrió en Navidad, y ojalá esa discusión no se hubiese producido nunca. Lo sucedido no puede cambiarse, pero en un día como hoy hay que dejarlo de lado.

Tras decir eso, se volvió hacia los Södermalm y sus dos hijas, que estaban radiantes y con las mejillas tan sonrojadas como si las hubiese invitado el príncipe de La Cenicienta. Por suerte, poco después apareció Lennard, aunque sin parientes, lo cual era extraño. Sus padres y su hermana, junto con su esposo y su hijo, habían recibido la invitación. ¿Vendrían más tarde?

—Hola —lo saludé, y nos dimos un beso en la mejilla—. ¿Cómo estás? ¿Vendrá luego tu madre?

Lennard sacudió la cabeza.

—Prefirió quedarse en casa con mi padre. Sigue sin encontrarse bien.

—Lo siento. Había esperado verlos a ambos.

—Sí, a mí también me habría gustado —repuso con un suspiro—, pero al menos he venido yo. Si te aburres, puedo contarte un par de historias.

—Me gustaría oírlas —dije, y dejé que se reuniera con los demás invitados.

Finalmente apareció también el profesor Lindström con su elegante esposa. Era quince años más joven que él y preciosa, de pelo oscuro y ojos grises. El profesor había tardado mucho en decidirse a cambiar de estado civil. Irma era hija de un colega suyo. A saber cómo una muchacha que podría haber tenido a cualquier joven se había enamorado nada menos que de Lindström, pero se notaba que se querían.

—Condesa Lejongård —dijo el médico, y me besó la mano.

Mi madre seguía charlando con los Södermalm, pero a lo largo de la velada tendrían tiempo de sobra para conversar.


Una hora después, ya no era capaz de decir a cuánta gente habíamos dado la bienvenida. Ante nosotras habían desfilado parejas con o sin hijos, y poco a poco el jardín se fue llenando de invitados y alboroto. La orquesta interpretaba melodías ligeras, y el sol brillaba en el cielo. Miré el reloj de pie del vestíbulo. Ya eran las ocho y diez, y el príncipe heredero y su esposa seguían sin llegar.

Mi madre se estaba impacientando por momentos.

—Solo espero que no les haya ocurrido nada por el camino —murmuró—. Si no hubiesen podido venir, seguro que Bergen nos lo habría comunicado.

—Tal vez han tenido un imprevisto familiar y se han retrasado —intenté calmarla.

—O lo del incendio tiene a la corte tan preocupada que han decidido hacer mutis por el foro.

Las investigaciones aún no habían dado fruto, por desgracia. El inspector Hermannsson seguía todavía algunas pistas y había prometido informarnos en cuanto hubiera alguna novedad.

—Los Bernadotte no son así —repuse—. Nos habrían dicho algo. Seguro que llegarán en cualquier momento.

Apenas había dicho eso cuando sonó un creciente petardeo que acabó por ahogar la música.

Poco después, tres automóviles relucientes aparecieron velozmente por el camino de entrada. Los invitados que todavía se encontraban en el patio delantero se volvieron y contemplaron asombrados los vehículos, que acabaron deteniéndose junto a la rotonda. Eran tres coches rojos, uno de los cuales llevaba el blasón de la familia real. En este venía el príncipe heredero con su esposa, sin niños, según vi. En años anteriores, sus hijos siempre los habían acompañado. Esta vez traían varios guardaespaldas que llevaban trajes oscuros a pesar del calor que hacía. Del primer coche se apeó el conde Bergen, que habló brevemente con los guardaespaldas y luego se acercó a la pareja real.

—El incendio —murmuró mi madre mientras se esforzaba por sonreír—. Tienen miedo de que vuelva a suceder durante la fiesta.

—Pero eso es absurdo —susurré—. El baile se celebra muy lejos del establo, y estoy segura de que el viejo pabellón no arderá en llamas.

Madre no contestó porque el príncipe heredero y su esposa se nos acercaban ya. Gustavo Adolfo llevaba un traje negro muy elegante, y en la corbata lucía los colores de la casa real, azul y amarillo. La princesa Margarita lucía un vestido de raso azul con un chal de encaje, guantes largos y joyas de oro.

—Nuestras disculpas, condesa Lejongård —dijo el príncipe heredero mientras nos daba la mano—. El coche ha sufrido una avería pasado Kristianstad. Por desgracia, en esta zona no hay muchos mecánicos que entiendan este tipo de vehículos.

—Descuide, alteza, la fiesta acaba de empezar —dijo Stella.

Era una maestra ocultando el rencor, por lo menos cuando no quería que se le notara.

—¡Agneta, está usted deslumbrante! —exclamó el príncipe, y me besó la mano.

—Gracias, es usted muy amable, alteza. —Le tendí la mano a la princesa e hice una leve reverencia—. Me alegro de darles la bienvenida al baile del solsticio de verano.

—Después de esta temporada tan dura para ustedes, es bonito estar aquí por una circunstancia alegre —repuso ella con una amable sonrisa.

Aun así, en sus palabras se percibía una ligera preocupación. ¿Estaba inquieta por sus hijos y por eso no los habían traído? Llevamos a sus altezas reales al jardín, donde todos los invitados se inclinaron o, en el caso de las damas, se arrodillaron. En algunos rostros se veía una envidia nada disimulada. Era evidente que más de uno había pensado que el incendio, o el hecho de que la nueva señora de la finca fuera yo, habrían perjudicado la reputación de los Lejongård. Oglund, en especial, parecía haberse comido un kilo de limones. Por lo visto, le molestaba que siguiéramos contando con el favor de la casa real. Pero yo me había propuesto no hacerle caso. Mi opinión sobre su visión del mundo no cambiaría, así que tal vez el próximo año no volveríamos a invitarlo.

Cuando mi madre comprobó que sus altezas reales habían ocupado su sitio, ya solo quedaba que yo pronunciara las palabras de bienvenida. En las manifestaciones en Estocolmo había sido capaz de proclamar las demandas de las feministas, había argumentado, discutido y a menudo me había metido en líos por ello. Una vez casi llegaron a detenerme, y solo mi elocuencia nos ahorró acabar en una comisaría a otras compañeras y a mí. Aun así, de pronto me sentía como una insegura estudiante de instituto ante un examen que no se había preparado. Pero no podía hacer esperar a los invitados. No hice caso de mis manos, que temblaban de nerviosismo, y subí al estrado, ante la orquesta. Esta dejó de tocar, y los presentes interrumpieron sus conversaciones. Todos los ojos estaban puestos en mí; nunca me había latido el corazón con tal fuerza en el pecho. Respiré hondo, carraspeé un poco y empecé:

—Altezas reales, respetables damas y caballeros. Me alegra mucho darles la bienvenida a Lejongård, un lugar de gran tradición que la corona sueca hizo suyo hace muchos años y no ha abandonado desde entonces. Desde hace siglos esta casa ha sido un hogar para mi familia, lugar de prosperidad, crecimiento y alegría. A pesar de que lloramos y sufrimos la ausencia de mi padre y mi hermano más que nadie, mi madre y yo hemos decidido celebrar con todos ustedes este día en el que el sol no se pone. Alcemos nuestras copas y bebamos por los ausentes tanto como por el futuro de este lugar y de toda Suecia. ¡Viva el rey! ¡Viva Suecia!

Cuando fui a alzar mi copa de champán aún me temblaban las manos, pero vi que los presentes seguían mi exhortación, y eso me tranquilizó un poco. Brindamos por mi padre y por Hendrik, luego por el príncipe heredero y su esposa. Bajé del podio y la orquesta volvió a tocar. Me acerqué a mi madre, que estaba hablando con Lennard.

—Bonito discurso —dijo este.

—Gracias, me reconforta oír eso. —Le sonreí. Antes no me había dado cuenta, pero parecía cansado—. ¿Teníais una conversación agradable?

Miré a mi madre y en su rostro vi una sonrisa conspiradora.

—Mucho —contestó—. Avisaré a las criadas que ya pueden servir la comida —dijo, y se retiró al interior de la casa.

—Se te ve bastante más resplandeciente que la última vez —comentó Lennard—. ¿Te traigo algo de beber?

—¿Me pasa algo, visto que todo el mundo sale corriendo? —pregunté medio en broma—. Tan resplandeciente no estaré, seguro.

—Te aseguro que vuelvo ahora mismo, solo voy a buscarte algo de la bandeja de mister butler —repuso, y desapareció entre los invitados.

Igual que varias criadas, Bruns se paseaba entre los presentes ofreciendo bebidas de una bandeja.

—¡A Bruns le entrarán aires de grandeza si lo llamas así! —exclamé cuando Lennard regresó con un vaso de gaseosa en la mano—. Desde que pasó una temporada en Inglaterra, eso sería como si lo armaran caballero.

—Menos mal que lo dije cuando no me oía. Ten.

Lennard me sonrió.

—Gracias, eres muy amable —dije, y me bebí el refresco de golpe. Estaba dulce y burbujeante, como solo la señora Bloomquist sabía hacerlo—. El caso es que me siento como si hubiera envejecido años.

—Dirigir una finca es muy exigente, ¿verdad?

—Tú lo sabes bien, aunque todavía tienes a tu padre para pedirle consejo.

El semblante de Lennard se ensombreció.

—¿Qué ocurre? —pregunté—. ¿He dicho algo malo?

—No, nada de eso. —Negó con la cabeza—. Solo que… mi padre ya no puede ayudar en casi nada. Mi madre se ocupa de él casi todo el día.

—¿Y tú has podido escaparte hoy?

—He tenido que hacerlo. Mi madre prácticamente me ha obligado. Al fin y al cabo, en toda la región no hay baile del solsticio más famoso que el vuestro.

—De haberlo sabido…

—No, no me importa. Debo decir que incluso me alegro de haber salido un rato de allí. Mi padre me da mucha pena y cada día se me hace más difícil contemplar su larga enfermedad sin poder hacer nada. ¡No sabes cuánto me gustaría que la vieja superstición del rocío tras la noche del solsticio, que todo lo cura, fuese cierta! Me gustaría que a mi padre le quedaran unos años más, pero no lo creo.

—¿Qué estás diciendo?

—El médico nos comentó hace poco que, como mucho, le queda un año de vida. Y a juzgar por su deterioro, yo diría que no se equivoca.

—¡Eso es terrible! ¡Oh, Lennard! —Me habría gustado darle un abrazo.

—Ya. Según parece, pronto seré el señor de la finca.

¿Le había explicado eso mismo a mi madre? No parecía que Stella acabara de escuchar una historia tan triste.

Lennard dejó vagar la mirada por los invitados y luego preguntó:

—¿Crees que podríamos hablar un momento a solas? ¿Antes de que la fiesta empiece de verdad?

—¡Por supuesto! —Lo tomé de la mano y lo alejé del gentío, en dirección a los prados de los caballos—. Aquí nadie nos oirá —dije, y a la vez sentí cierta inquietud. ¿Quería Lennard hablarme con más detalle de la situación de su padre? ¿Necesitaba algo?

—Agneta —dijo en voz baja, y me miró de una forma que nunca le había visto antes.

—¿Sí?

—Nos conocemos casi de toda la vida y… —Se interrumpió.

¿Adónde quería ir a parar?

—Si necesitas ayuda, sabes que puedes contar conmigo —dije.

—Lo sé —repuso—, pero se trata de otra cosa.

—¿De qué?

—Últimamente he estado pensando mucho. Sobre qué hacer en un futuro. Tú y yo hemos acabado pareciéndonos mucho. Mi padre se muere, el tuyo falleció ya. Ambos nos vemos ante el deber de proteger nuestras fincas. ¿Qué… qué te parecería si emprendiéramos ese camino juntos?

Lo miré con sorpresa.

—¿Es una proposición de matrimonio?

—Pues… —De repente volvía a ser el chiquillo inseguro de la primera vez que nos vimos—. Bueno, sí. Me da la sensación de que nos iría muy bien juntos. Podríamos hacer que funcionara, y así no estaríamos tan solos. —Me miró con expectación.

Aparté los ojos, desconcertada y sin saber muy bien adónde mirar. ¿Cómo se le había ocurrido que haríamos buena pareja? ¿Se lo había aconsejado su madre? ¿O la mía? Lennard era mi amigo más antiguo. Quizá también el mejor que tenía. Pero ¿convertirme en su esposa? Eso era algo muy diferente.

—¿No crees que un matrimonio debería surgir de algo que no fuera la desesperación ni el desconcierto? —pregunté—. Sí, ambos tenemos una ardua tarea por delante, y nos conocemos bien, pero…

—¿Es que hay alguien más? En ese caso, puedo entenderlo. Solo que… Pensé que…

—Hubo otro —respondí—. En Estocolmo. Mantuvimos nuestra relación en secreto y terminó a causa de la muerte de mi padre y Hendrik. Yo… de verdad que todavía no puedo concentrarme en encontrar un hombre con quien compartir mi vida. —Lo tomé de las manos—. Eres uno de mis mejores amigos, pero un matrimonio debe nacer del amor.

—¿Y no crees que puedas quererme algún día?

—¡Te quiero! Pero como amigo, no como a un hombre con quien imagine el matrimonio. Tal vez algún día descubra que eres el adecuado para mí, pero ahora… No deseo atarme solo porque la vida resulte nueva y agotadora en estos momentos. Tú no te mereces eso, y yo tampoco.

—Está bien. —Agachó la cabeza, decepcionado.

No sabía qué hacer. Tal vez lo que acababa de decirle fuera duro, pero era tal como lo sentía. Además, tras la ruptura con Michael, Lennard no podía esperar que me lanzara alegremente a los brazos del siguiente hombre. Sobre todo, cuando este era un buen amigo al que no quería perder. Lo así del brazo y me alegré al ver que no me rehuía.

—Compréndeme, por favor —pedí—. Eres mi amigo. Si necesitara ayuda, acudiría a ti sin dudarlo, y por supuesto que también te ofrecería la mía, pero casarnos sería un error.

Lennard se esforzó por sonreír.

—Puede que tengas razón, pero eso no me impedirá volver a intentarlo. Algún día.

Estaba convencida de que nunca sería mi marido, pero no quería insistir en ello.

—¿Al menos me harías el honor de bailar conmigo?

—Lennard… mi madre y yo decidimos no bailar hoy. Todavía guardamos luto. Aunque no hemos cancelado la fiesta, ambas queremos abstenernos. Sé que vuelvo a decepcionarte, pero…

—No pasa nada —dijo, me atrajo un momento y me dio un beso en la frente—. La vida es larga. —Se esforzó por poner una expresión optimista—. Habrá más ocasiones para bailar juntos, ¿verdad?

—Las habrá.

Nos miramos unos instantes, luego se volvió y echó a andar de vuelta a la fiesta. Yo alcé la cabeza hacia el sol y cerré los ojos. Los invitados no debían ver mi turbación, así que me quedé un momento más en el prado, rodeada del rumor de la alta hierba y el bosque, intentando recuperar la serenidad.


Cuando regresé, el servicio había empezado a retirar la comida. El aguardiente había puesto ya de muy buen humor a algunos invitados. Me dirigí a la mesa donde me esperaba mi madre. Por suerte, nuestros compañeros de mesa —Lennard, el príncipe heredero y su esposa— todavía estaban de camino allí.

—El profesor Lindström me ha pedido que financiemos nuevos aparatos técnicos para el hospital —me explicó—. Le he dicho que tiene que hablarlo contigo. Ahora tú eres la condesa.

—Pero tú formas parte del consejo asesor del hospital —repuse, porque ese día no quería pensar en suministros médicos de ninguna clase—. Puedes acceder a sus peticiones tranquilamente, si no sobrepasan nuestros límites económicos.

—Bueno, eso deberías decírselo tú —insistió ella, que me miró un momento y luego me interrogó, críptica—: ¿Ha sido agradable la conversación con Lennard?

¿Había acudido Lennard primero a ella para pedirle permiso antes de hacerme su proposición?

—Bueno, todo lo agradable que pueda ser enterarse de que su padre se está muriendo —respondí.

La sonrisa de mi madre desapareció.

—¿Su padre…?

—Según el médico, solo le queda un año de vida. Si es que llega. Es posible que entonces Lennard tenga que hacerse cargo de la finca.

—Qué raro que no me haya comentado nada. —Bajó la mirada y observó los cubiertos un momento.

—¿De qué habéis hablado? —pregunté, haciéndome la inocente.

—De que quería proponerte matrimonio —reconoció—. Ha pedido mi permiso.

La noticia de la cercana muerte de su padre parecía haberla afectado mucho. ¿Por qué no le dijo Lennard que solo quería casarse conmigo porque creía que juntos saldríamos mejor adelante? Tal vez no se atrevió.

—Bueno, según parece, quiere casarse conmigo porque cree que podríamos apoyarnos mutuamente. Le he hecho ver que eso también podemos hacerlo sin unos esponsales. Los Ekberg han sido amigos desde siempre, y eso no va a cambiar.

—¿De modo que lo has rechazado?

—No, le he convencido de que era mejor no hacerlo. Un matrimonio en estas circunstancias sería mala idea, a mi parecer.

Antes de que madre pudiera contestar, Lennard apareció de nuevo. Sonreía, pero yo lo conocía tan bien como a mi propio hermano y sabía que llevaba una máscara.

—Ah, aquí estás —dijo, y dejó un vaso de aguardiente ante sí—. ¿Has disfrutado un poco del silencio?

—Sí, y me ha entrado hambre. ¿Me disculpáis un momento? —me excusé antes de ir al bufé.

La deliciosa comida de la señora Bloomquist me ayudaría a sobrellevar la velada.