Capítulo 58

Un mes después, una mañana inusualmente cálida y soleada de mediados de noviembre, la casa trepidaba de emoción. Las criadas soltaban risitas y cuchicheaban por los rincones, algunas se preguntaban quién atraparía mi ramo de novia. Lennard había venido a Lejongård a menudo esas últimas semanas y también había hablado varias veces a solas con mi madre, pero ni siquiera Stella podía saber qué ocultaba su expresión. Fingía ser un exultante futuro padre y esposo, y parecía más allá de cualquier duda.

Sin embargo, cuando estábamos a solas yo presentía que, tras esa fachada tan cuidada, hervía la ira. Tal vez antes me había amado, pero ya no lo parecía. Interpretaba su papel y mantenía su promesa, pero me dejaba muy claro que no podía esperar más de él. Y, una vez superadas mis reticencias iniciales, comprendí que también era mejor así.

Tenía mi vestido de novia ante mí, en el figurín. Era precioso, quizá algo anticuado, pero la modista había intentado adaptarlo a los nuevos diseños de Estocolmo. Los encajes blancos y la seda color crema armonizaban de maravilla, y en la cinturilla llevaba un pequeño ramito de rosas rosadas. Las mangas eran largas y tenían una caída algo acampanada, y la falda era lo bastante amplia para llevar una crinolina debajo, cosa que yo no haría. El velo iba sujeto a una pequeña diadema de piedras preciosas; tenía casi dos metros de largo y estaba decorado con valiosos encajes.

Había novias que se probaban el vestido numerosas veces antes de la boda, impacientes por aparecer así ante su novio, pero mi inquietud no tenía que ver con la emoción previa a la ceremonia. Era el miedo al futuro, a lo que sería de mí y en lo que me había convertido ya. Apenas recordaba a la estudiante que iba corriendo a la Real Academia de Bellas Artes con su estuche de pinturas. Todo me resultaba fatigoso, tenía la sensación de ser por lo menos cuarenta años mayor. Una abuela enfundada en un vestido de novia.

Lena llamó a la puerta y me sacó de mis turbios pensamientos. Venía para vestirme. Seguro que la acompañaría Linda, aunque en ese momento me apetecía tan poco verla a ella como a mi madre. Algo debía de haberle comentado Stella, porque desde que se conocían mis planes de boda me miraba casi con desprecio. No decía nada, desde luego, a eso no se atrevía, pero percibía su desaprobación. Quizá porque, a sus ojos, la señora de la casa era una mujerzuela frívola que se había quedado en estado antes de casarse. A saber qué secretos había compartido mi madre con ella.

Bien, había llegado el momento en que debía fingir que estaba loca de felicidad.

—¡Adelante! —exclamé todo lo animada que pude.

Y, en efecto, Linda entró seguida por Lena, acarreando un gran baúl de madera.

—Buenos días, señorita —dijeron a coro.

Las saludé con la mayor alegría posible.

—¿Se han despertado ya las damas de honor? —pregunté entonces, porque una de ellas era Marit.

Había llegado el día anterior en el último tren, completamente agotada. Cómo me habría gustado charlar un poco con ella, pero no había sido posible porque las demás damas de honor me habían acaparado todo el tiempo. Eran hijas de otras casas que mi madre solía visitar, y todas esperaban encontrar novio ese día. La más joven acababa de cumplir diecisiete años. «No hay lugar donde se fragüen más futuros matrimonios que en una boda», había comentado mi madre. No sabía de qué estuvo hablando con las muchachas en el salón, pero seguramente les había impartido una clase de modales mientras les inculcaba que no se entregaran enseguida al elegido.

—He enviado a Marie a despertarla —dijo Lena—, pero la señorita Andersson ya estaba levantada.

Típico de Marit, siempre empezaba el día temprano.

—Cuando terminemos aquí, me gustaría hablar con ella a solas. Espero que no haya ningún problema con su vestido.

—No creo —repuso Linda, severa.

Marit era la única de mis damas de honor que no pertenecía a la nobleza, y además se había presentado con una media melena, lo cual para Linda debía de ser escandaloso. Sin embargo, era mi amiga, mientras que las demás me daban igual.

Lena y Linda pusieron manos a la obra. Me ciñeron bien el corsé, una de las pocas ocasiones en que se lo permití. Después de que ambas me ayudaran a ponerme el vestido de novia, me colocaron una gran sábana sobre los hombros y Linda empezó a maquillarme. Contemplé mi transformación en el espejo. No sé cómo lo consiguió, pero sus manos hicieron desaparecer mis ojeras, y labios y mejillas florecieron con un suave tono rosado. Un milagro aún mayor fue el que consiguió en mi pelo. Con mis rizos indomables construyó un peinado precioso sobre el que sujetó la diadema.

—El velo no lo pondremos hasta que salga hacia la iglesia —dijo, mientras con los dedos formaba y colocaba cada uno de los rizos sueltos.

Por el espejo vi a Lena observar con asombro a la doncella de mi madre. Algún día también ella sabría peinar así de bien, sin duda, pero hasta entonces tendría que recurrir a Linda.

—Gracias, Linda, se ha superado —comenté mientras volvía la cabeza hacia uno y otro lado para observarme el peinado desde diferentes ángulos.

—Muchas gracias, señorita —dijo ella, halagada—. ¿Me permite que le dé un consejo?

—Por favor.

—A partir de ahora es mejor que no salga de esta habitación. Da mala suerte que el novio la vea antes de la boda.

Ese peligro no existía, ya que su madre y él irían directamente a la iglesia de Kristianstad. Linda debería saberlo. Además, ¿qué mala suerte quedaba por acaecerme? No era un matrimonio deseado, y si Lennard cumplía lo que me había dicho poco después de su «proposición», tal vez ni siquiera lo vería lo bastante a menudo como para sentirme casada.

—Gracias, Linda, lo tendré en cuenta —dije de todos modos, y añadí—: ¿Sería tan amable de llamar a la señorita Andersson? Así no se me hará tan largo este rato.

La doncella de mi madre asintió y salió de la habitación. Lena se quedó a recoger un poco.

De nuevo contemplé mi imagen en el espejo. Estaba impecable, y me gustaba verme con ese peinado y ese vestido. Parecía una princesa de cuento a punto de ser raptada por un príncipe para llevársela a su reino.

Solo que aquello no era ningún cuento. Pronto sería una mujer casada, y con ello rompería toda conexión con mi infancia y mi juventud. El sueño de convertirme en una pintora célebre había quedado olvidado desde mi regreso a la finca familiar. Me parecía inalcanzable. Lejongård y yo éramos uno, nada cambiaría eso.

Pero ¿dónde habían acabado mis deseos? ¿Y mis sueños? ¿De verdad ya solo quedaban obligaciones en mi vida?

Deseché esas reflexiones cuando llamaron a la puerta. Puse una sonrisa, suponiendo que Linda se habría olvidado algo, pero fue Marit la que entró.

—¡Estás deslumbrante! —exclamó, y se acercó—. Me encantaría abrazarte, pero pareces de azúcar y no quiero romperte.

Me levanté.

—No tengas miedo —dije, y la abracé yo misma. Con el rabillo del ojo vi que Lena se marchaba en silencio—. Sigo siendo de carne y hueso, todo lo demás es mera parafernalia.

La llevé hasta mi cama, donde nos sentamos.

—¿Habrías dicho alguna vez que llegaría este día? —pregunté.

Marit sacudió la cabeza.

—No. O, al menos, no así.

Miré hacia la puerta y esperé que Lena se hubiese alejado antes de que Marit empezara a decir verdades. Mi amiga se percató de mi mirada y añadió:

—No te preocupes, sé que las paredes oyen. No entraré en detalles, pero permíteme decir que habría deseado que llegaras al matrimonio en otras circunstancias.

—Ya. Además, si mi padre y mi hermano siguieran vivos, tal vez no me estaría casando.

—Siempre pensé que tarde o temprano acabarías casándote con Michael —señaló.

—Sí, pero el destino tenía otros planes para mí.

Qué lejano me parecía aquel día en que, tumbada en la cama con él, recibí aquel telegrama. Era como si la escena perteneciera a otra vida.

—¿Y qué hay de…? —Se interrumpió y puso una cara significativa.

—Bueno, también he pensado en eso. En el fondo, él ha sido la causa. —Suspiré. No quería recordar a Max, pero a menudo se colaba en mis pensamientos. ¿Cómo no iba a pasar, si llevaba a su hijo en mis entrañas?—. Pero dejemos eso. Ahora seré la esposa de un hombre respetable.

—Un hombre que ha amenazado con buscarse una amante.

Le había contado por carta nuestro pacto. A Marit le había indignado su reacción, pero le expliqué que, aunque yo no lo había expresado de una forma tan abierta, eso era justamente lo que le había pedido: que buscara a una mujer que correspondiera su amor.

—Está bien así. Gracias a ti, tengo a un buen abogado que se ha ocupado de las capitulaciones matrimoniales. Seguiré adelante con mi vida como hasta ahora. Lennard ha accedido a que vivamos juntos en Lejongård, y buscará a un administrador para su finca. Solo me queda intentar ser una buena madre para mi hijo.

—¿Y qué pasa con tu emancipación? Ya sabes que la perderás en cuanto te conviertas en su esposa.

—Lo sé, sí, pero él jamás se atrevería a darme órdenes. Viviremos uno junto al otro, nada más.

—Lo dices como si fueras de camino a tu funeral.

—No es un funeral, pero seguir rebelándome no tiene sentido. El tiempo en que las mujeres puedan decidir con libertad todavía no ha llegado. Y quién sabe si llegará algún día.

—¡No digas eso! Estoy convencida de que cambiarán muchas cosas, pero antes hay que esperar a que acabe esta horrible guerra.

Esas últimas semanas le había prestado muy poca atención a la guerra. No quería saber qué ejército marchaba hacia dónde. No quería imaginar que Max tal vez estuviera allí. Solo me alegraba que el rey hubiese decidido que Suecia no apoyaría a su vecino alemán.

—Bueno, pues esperemos. Quizá lo imagine todo mucho peor de lo que acabará siendo.

Me incliné hacia Marit, que me acarició el brazo con suavidad.

—Los cambios llegan cuando uno menos se lo espera —dijo—. Igual que la felicidad. Puede que encuentres la tuya pronto. Puede que se cuele por una puerta trasera, o que entre por vuestra preciosa verja principal. No te desanimes, estoy segura de que serás feliz. También como esposa. Y sobre todo si tu marido te deja vivir la vida que tú deseas.

—Pero, si no quiero que desvele al mundo mi secreto, estaré atrapada en este matrimonio.

—Tal vez algún día también él desee el divorcio. Además, no te ha amenazado con eso, solo dijo que buscaría una amante si se daban las circunstancias. Pero ¿qué te impide buscar tú también un amante?

—Ya he tenido bastante, la verdad —repuse con acritud—. Ya ves cómo puede acabar.

—También podría haber salido de otra manera. No irás a renunciar al amor por eso, ¿verdad?

Sacudí la cabeza con cuidado de no estropear la obra de Linda.

—Muy bien —dijo Marit—. Entonces, hablemos sobre otra cosa. Esas engreídas damas de honor tuyas, por ejemplo, que ya están especulando con qué hombre les echará el ojo.

Sonreí.

—Aparte de los vestidos, por suerte no tenéis nada en común —dije, y la abracé.

¡Ay, ojalá pudiera quedarse conmigo para siempre!