Capítulo 46

Pasé toda la tarde con los libros de cuentas. Mi madre volvía a tener a sus amigas de visita, pero no me apetecía verlas. La pesadez seguía sin abandonar mis huesos. Estaba cansada y no lograba concentrarme. No hacía más que darle vueltas a la conversación con Max. Empezaba a arrepentirme. No debería haber sacado el tema, así todo habría seguido como siempre.

Sin embargo, tampoco podía hacer como si no hubiera pasado nada ahora que sabía que no quería casarse conmigo. Por lo menos no de momento, tal vez sí más adelante. Tal vez nunca. Podíamos hacer el amor y salir a pasear, pero, si por Max fuera, nuestra relación no iría más allá. Aunque yo me repetía que era una mujer moderna y no necesitaba una relación formal, la decepción seguía ahí.

Unos golpes en la puerta me sacaron de mis cavilaciones. Casi temí que fuera Max, pero era Marie.

—¿Qué ocurre? —pregunté. Me pasé una mano por los ojos y contuve un bostezo.

—La señora desea hablar con usted en el salón. Ha dicho que es importante.

¿Importante? ¿De qué podía tratarse? ¿Habría traído alguna de sus amigas a un hijo al que quería presentarme? Marie ponía cara de que mi madre le tiraría de las orejas si no me presentaba abajo en pocos minutos.

—Está bien, ahora voy —dije.

La muchacha se retiró. Me levanté y estiré los brazos. Con eso no ocultaría mi cansancio, y tampoco pensaba cambiarme de ropa para bajar al salón. Ya podía decir mi madre lo que quisiera; me tomaría un café con ellas y regresaría al trabajo.

—¡Por fin! —exclamó Stella cuando entré por la puerta de cristal del salón—. Acércate, ven, que te hemos guardado sitio.

Señaló un espacio libre en el sofá de ratán, a su lado. Las otras tres mujeres presentes eran la señora Söderlund, la señora Axelson y la señora Niebro. No eran las mejores amigas de mi madre, pero su relación era lo bastante familiar para que las invitara una vez al mes.

Las saludé a todas y me fijé en que ponían cara de haberse enterado de que el rey había muerto.

Me senté, aliviada de no haber encontrado allí a ningún joven pretendiente.

—Espero que estén disfrutando de su visita, señoras —dije.

—Oh, desde luego que sí —respondió la primera.

—Parece usted cansada —afirmó la segunda.

—Mi hija trabaja mucho últimamente y, por lo visto, hasta altas horas de la noche.

Stella me lanzó una mirada crítica. ¿Sospechaba algo? Lo que me faltaba.

Por fortuna, ninguna de las presentes me aconsejó que me buscara a un hombre que me quitase parte de esa carga.

—Tenemos una noticia sobrecogedora —dijo entonces la señora Söderlund.

—¿Qué ha ocurrido? Aún no he hojeado el periódico de hoy.

—Pues debería leerlo en cuanto pueda —repuso la señora Söderlund—. Ayer, en Sarajevo, mataron al heredero del trono austríaco. Junto con su esposa. Europa entera está conmocionada.

Abrí los ojos con espanto. Los atentados contra miembros de familias reales afortunadamente eran una rareza en nuestra época. No obstante, cuando se producían una sentía como si hubieran atacado a sus propios familiares.

—¡Eso es terrible! —exclamé—. ¿Se sabe quién ha sido?

—Por lo que dicen, un serbio que pertenece a un grupo contrario a la monarquía austríaca. Mucho me temo que habrá terribles consecuencias.

—Llamemos a las cosas por su nombre —intervino mi madre—. Habrá una guerra. Austria no permitirá que esto quede así.

—El emperador exige una investigación por parte de las autoridades serbias —explicó la señora Söderlund—, pero, si estas no logran contentarlo, Austria tomará medidas.

—El asesinato de un heredero al trono es motivo suficiente para desear venganza —opinó la señora Niebro—. En otros tiempos, a esa gente la descuartizaban.

Intenté seguir las frases que revoloteaban. Desde luego que debía castigarse el asesinato de cualquier persona, pero ¿de verdad habría una guerra?

¿Qué repercusiones tendría eso para nosotros? Suecia llevaba más de cien años sin involucrarse en ningún conflicto armado. Habíamos ensalzado la neutralidad, pero ¿opinaría lo mismo el rey esta vez, teniendo en cuenta que se había visto afectado el familiar de un jefe de Estado?

Mientras consideraba todo eso, la cacofonía reinante me llegaba solo a medias. En esos momentos se explayaban sobre métodos de venganza, a cuál más espantoso. Mi madre se contuvo y finalmente las llamó al orden.

—Ya no vivimos en la Edad Media —advirtió—. Los asesinos no pueden ser castigados según las leyes antiguas.

—¿Y qué opina usted? —me preguntó la señora Söderlund.

—Me parece que provocar una guerra no es ninguna solución. Espero que el emperador lo vea igual. La guerra conlleva el sufrimiento de miles, y apuesto a que ningún campesino serbio quería que asesinaran al heredero al trono. Esos inocentes, sin embargo, serían los que más sufrirían si estallara un conflicto.

—Pero ¿no es más valiosa la vida de un príncipe que la de un campesino? —objetó la señora Axelson, a quien parecía fascinarle poder vivir una guerra a su avanzada edad.

—Todas las vidas humanas son igual de valiosas —repuse—. La responsabilidad que soporta cada persona es la misma. Un campesino intenta proteger a su familia, un rey, a su pueblo. Si el hijo de un campesino es atacado por un oso, su padre intentará matar al oso o mantenerlo alejado, pero jamás intentará exterminar a toda la especie de los osos. De igual manera, tampoco un rey o un emperador debe arremeter contra todo un pueblo porque uno de sus miembros haya cometido un terrible crimen. El responsable del asesinato debe ser llevado ante los tribunales y acabar en la cárcel, pero el mundo no necesita otra guerra.

Al terminar, el corazón me palpitaba. Las damas me miraban desconcertadas. Fue como aquella vez en la manifestación, donde ni hombres ni mujeres querían entender que no estaba bien concederle todos los derechos a una parte de la población mientras se le negaban a la otra.

—Discúlpenme, por favor, el trabajo me llama —me excusé. No quería esperar a que recuperaran el habla.

Al marchar, observé a mi madre, que me dirigía una mirada severa aunque en sus labios se adivinaba una sonrisa. ¿Me había hecho llamar para que escandalizara a sus belicosas amigas? ¿Había pretendido que les cantara las cuarenta?

Una vez fuera del salón, sentí una punzada en las sienes.

¡Toda esa palabrería sobre la guerra! Nuestra casa siempre había luchado en el bando de su rey, lo sabía por lo que nos contaba mi padre. Yo nunca había vivido un conflicto así, pero me bastaba con aquellas historias. Eran relatos de mis antepasados, de los siglos XVII y XVIII, una época en la que Suecia siempre estaba librando guerras e incluso había invadido otros países. Eran historias de sangre y dolor, y en las que a menudo se perdía más de lo que se ganaba. Los reyes morían en la batalla, miles de familias perdían a su padre o a sus hijos. Miles de mujeres eran forzadas por los soldados. Miles de niños morían de hambre.

Fuera, en los escalones de la entrada, me tranquilicé un poco. El sol brillaba y los pájaros trinaban. Un caballo relinchaba a lo lejos. El aire estival centelleaba sobre los adoquines de la rotonda. Nada había cambiado. Allí todo seguía igual, como si ninguna guerra pudiera alcanzarlo.

Sin embargo, sentía que algo ocurriría en los meses siguientes. Si llegaba a declararse una guerra, todo dependía de cómo reaccionara nuestro rey. ¿Se atendría a la neutralidad o se involucraría? ¿Cambiaría nuestra vida de un día para otro?


Esa noche fui a la cabaña. La noticia del asesinato del archiduque había conseguido que dejara de lloriquear por el rechazo a mi propuesta de matrimonio. Max no quería casarse y, visto lo que podía conllevar el asesinato de un miembro de una casa real, tal vez fuera mejor así.

Quería disculparme y, además, necesitaba a alguien con quien hablar.

Llamé a la puerta.

—¿Hola? —pregunté en la oscuridad, pero esa vez la falta de luz no indicaba que Max estuviera sentado a oscuras para reflexionar.

No estaba allí. ¿Habría bajado al pueblo a beber en la taberna? Me quedé sin saber qué hacer, tentada de cabalgar hasta el pueblo en su busca, pero me contuve. Probablemente se había enterado de lo ocurrido por los mozos de cuadra o por los cocheros de las amigas de mi madre. Si estaba en la taberna, sería porque quería saber más de las novedades. El emperador austríaco no era su gobernante, pero sí un aliado del káiser Guillermo de Alemania. Si se declaraba la guerra, se alinearía con Austria. No quería imaginar la reacción en cadena que seguiría a eso.

Me volví y vi una figura que venía del bosque. Max. Avanzaba a grandes pasos y aceleró al verme.

—Hola, Agneta —dijo.

—Hola.

El silencio subsiguiente fue frío y forzado. Durante todo el día no había hecho ningún intento por hablar conmigo, y yo tampoco con él. Incluso había temido cruzármelo.

—¿Te has enterado? —le pregunté al final—. Han matado al archiduque Francisco Fernando de Austria en Sarajevo.

Max asintió.

—Sí, nos lo ha dicho uno de los cocheros. Ahora todo el mundo especula sobre si habrá guerra, claro.

—Hace mucho que Suecia no participa en ningún conflicto y, si conozco a nuestro rey, creo que no querrá involucrarse.

—Podría ser, pero para Alemania es diferente. Si el emperador Francisco José decide atacar a los serbios, Guillermo se pondrá de su parte.

—Pues esperemos que no llegue tan lejos —dije.

De nuevo nos quedamos callados, hasta que él habló:

—Sobre lo de anoche… lamento mucho que…

—Chsss… —Le puse un dedo en los labios—. No tienes nada que lamentar. Lo lamento yo. No debería haberte presionado. No sé cómo se me ocurrió, la verdad. Mi madre me ha hablado tanto de matrimonio… Aquí todo el mundo parece al acecho, esperando a que por fin escoja un marido. Creo que quería quitarme todo eso de encima y por eso me decidí a pedírtelo. Pero estuvo mal, ahora lo veo y me disculpo.

Max no dijo nada, pero volvía a tener esa arruga entre las cejas. Yo no hice caso. Había retirado mis pretensiones y me había disculpado. Más no podía hacer.

Un instante después, dio un paso hacia mí y me estrechó entre sus brazos.

—No hay nada que disculpar —dijo—. Hiciste lo que te pedía el corazón. Cuando llegue el momento, seré yo quien te haga la proposición. Pero dame tiempo, por favor.

Asentí, aunque noté que algo se había quebrado en mi interior. Lo amaba, y cuando lo miraba quería perderme en las profundidades de sus ojos, pero el rechazo era una sombra contra la que no podía luchar. Esa noche nos besamos y nos amamos, y todo fue como siempre, pero después estuve un rato mirando por la ventana y preguntándome qué nos depararía el futuro.