Capítulo 22
Durante las semanas siguientes, el tiempo cambió y la naturaleza floreció. Junio trajo consigo unas espléndidas tormentas de verano. Por todas partes se notaban los dulces aromas que cargaban el aire, el sol brillaba en un cielo azul profundo y las abejas competían con los abejorros por las coloridas y brillantes flores.
Max von Bredestein resultó ser una gran ayuda en la administración de la finca. Me enseñó a llevar los libros y me explicó con paciencia los usos y costumbres del comercio de caballerías. Una vez incluso viajamos con Langeholm a Estocolmo, al mercado de caballos. Aunque no necesitábamos animales nuevos, consideraba que también debía aprender esa parte del negocio. Durante mi infancia, madre siempre había insistido en que me quedara en casa mientras los hombres salían de viaje.
La cría de caballos era un mundo masculino, por supuesto, así que en el mercado me recibieron con asombro. Tampoco ayudó el hecho de que fuera vestida con sencillez e intentara aparentar la menor feminidad posible. Más de una vez tomaron a Max —como yo lo llamaba para mis adentros desde hacía un tiempo—— o a Langeholm por mi esposo. Cuando explicaba que la interesada era yo, me ganaba unas miradas de sorpresa nada disimuladas, casi como la primera vez que me presenté en clase de arte.
Aun así, poco a poco fue gustándome mi papel. Cierto era que seguía habiendo noches en las que lloraba por Hendrik, y a veces también por Michael, o que sufría pesadillas. Sin embargo, de día empezaba a tener bastante control de la situación, e incluso mi madre parecía estar más suave conmigo. Naturalmente, solo era porque volvía a estar en la finca y hacía en gran medida lo que se esperaba de un miembro de la familia.
A esas alturas también me había hecho con un vestuario nuevo. Entre otras prendas, tenía ya un traje de montar para las cacerías de otoño. Mi madre lo consideraba un escándalo y me advirtió que no me dejara ver así en público, pero no pretendería que participara en la caza del zorro con una silla de amazona, ¿verdad?
Lo de Susanna cada vez me preocupaba más. Aunque a principios de abril Marit había accedido a buscarle un hombre en Estocolmo, o por lo menos a un médico discreto, todavía no tenía noticias suyas. No tardaría mucho en llegar el momento en que la muchacha no podría ocultar su estado. Las pocas ocasiones en que me la encontraba, constataba que el embarazo no le estaba sentando nada bien. Tenía ojeras y parecía estar adelgazando, a pesar de que la señora Bloomquist se ocupaba de que comiera bien. ¿Sospecharían algo las demás criadas? ¿Le hacían el vacío, chismorreaban sobre ella? Por algún motivo tuve un mal presentimiento.
Ya casi estábamos en el solsticio de verano, así que se acercaba el gran baile. En nuestras circunstancias, no estaba segura de si debía enviar invitaciones y encargar los preparativos. Apenas habían pasado tres meses desde la muerte de mi padre y mi hermano. ¿Podía permitirme celebrar una fiesta y bailar?
—Por supuesto que sí —opinó madre cuando se lo comenté a principios de mayo, mientras desayunábamos—. Tenemos una obligación social. Las casas amigas, entre ellas la casa real, vinieron a rendirles un último homenaje a mi marido y mi hijo. Ahora esperarán que cumplamos con nuestro deber y organicemos el baile.
Seguramente nunca entendería por qué una casa que había enviado representación al funeral de mi padre y de Hendrik esperaba que, solo tres meses después, estuviéramos bailando y festejando.
—Muy bien, madre, lo tomaré en consideración.
—¿Que lo tomarás en consideración? —se encolerizó—. No lo dirás en serio. ¡La fiesta del solsticio es una tradición! Jamás hemos dejado de celebrarla.
—Pero ¿no pareceremos irrespetuosas si nos ponemos a organizar una fiesta? Todavía no ha pasado suficiente tiempo ni para llevar medio luto.
Su mandíbula empezó a contraerse.
—Hay que celebrar ese baile. Quizá más tranquilo y sobrio que otras veces, pero el solsticio tiene que celebrarse.
Suspiré y bajé la taza de café. ¿Qué debía hacer? ¿Enzarzarme en una discusión tremenda con ella, o acceder a sus deseos? Lo que más me gustaba de la fiesta del solsticio era que había arenque fresco y nubbe, el típico aguardiente casero.
—Está bien —accedí—. Celebraremos la fiesta.
—¡Muy bien! Organizaremos…
—Organizaremos una celebración lo más sencilla posible. Sin demasiada pompa, solo una agradable reunión con buena comida. Y tal vez deberíamos renunciar también al baile.
—¿Un solsticio sin baile? —preguntó horrorizada—. ¿Qué clase de fiesta es esa? La gente del pueblo no nos lo perdonaría.
—Los invitados podrán bailar, desde luego, pero nosotras deberíamos abstenernos.
A mí no me resultaría difícil, porque tenía muy claro que todos los solteros de la zona estarían pendientes de mí. Mi madre me miró con escepticismo, pero al final asintió.
—Está bien. Nos impondremos la prohibición de bailar, pero contrataremos una orquesta.
—¿Por qué no el violinista del pueblo? Domina su oficio, a la gente le gustaría.
—¿Es que has perdido la cabeza? ¿Y cómo van a bailar sus altezas reales? ¿Como campesinos?
Una sonrisa se coló en mi rostro.
—¡Te burlas de mí! —exclamó mi madre, furiosa—. ¿Es que siempre tienes que hacer lo mismo? A la modista ya la espantaste. La pobre casi no termina por culpa de tus extraños deseos.
—¿Qué hay de malo en tener un vestuario moderno? —repliqué—. Con lo pasajeras que son las modas, sin duda es mejor optar por las novedades más elegantes.
—En nuestros círculos nos preocupamos de la calidad, no de la novedad.
—¿Y por qué no de ambas cosas? Dudo que tus viejos polisones y crinolinas vuelvan a ponerse de moda. Esos molestos accesorios son justo lo que las mujeres jóvenes quieren olvidar.
—Sí, yendo a unos almacenes, ¿verdad? Ya me veo comprando en Kristianstad.
No pude contener la risa, pero ella parecía decirlo muy en serio.
—Está bien, dejémoslo. Contrata una orquesta si quieres, pero, aun así, insisto en el violinista. Estoy segura de que tendrá mucho éxito entre los invitados.
Mi madre suspiró.
—Por mí…