Capítulo 54

—Cuéntame con pelos y señales cómo te va, por favor —pidió Marit mientras nos dirigíamos al andén.

El tren llegaría al cabo de nada, así que no nos quedaba mucho tiempo. Menos mal que la noche anterior habíamos hablado largo y tendido. Yo todavía no estaba muy segura de hacer lo correcto, pero las palabras de mi amiga me habían dado fuerzas para enfrentarme a los días siguientes.

—Lo haré, e intentaré escribirte más —prometí.

—Te tomo la palabra. Y si se te viene todo encima, ven a verme.

—Lo mismo te digo. Tráete a Peer en la próxima visita. Como médico, seguro que le vendrá bien un descanso en el campo.

—Ya veremos si se atreve a ir a la famosa finca de Lejongård. —Se echó a reír y me abrazó—. Todo irá bien, lo sé.

Justo entonces llegó el tren, envuelto en una nube de vapor.

Nos abrazamos de nuevo, luego subí al vagón y me senté en mi sitio. Marit se quedó en el andén, y comprendí que, cuando volviera a verla, sería una mujer diferente, por una cosa u otra. Me despedí con la mano e intenté ocultar el miedo que me daba esa idea.

Cuando el tren se puso en marcha y Marit desapareció entre el vapor, me recliné en el respaldo. Estaba exhausta, y esa mañana había vuelto a tener náuseas. Todavía me parecía notar la bilis. ¿Hasta cuándo durarían? ¿Cuánto llevaba el niño creciendo en mi interior?

Mientras pensaba en eso, me tiraba nerviosa de las mangas de la blusa. Los pasajeros sentados frente a mí me miraban extrañados, seguramente preguntándose qué me provocaba ese nerviosismo, pero me daba igual.

Vi pasar los campos cosechados y una bandada de cornejas que levantó el vuelo y siguió un rato al tren. La mañana dejó paso a la tarde y, cuando el sol ya no era más que un punto rojizo en el horizonte y nos acercábamos a Kristianstad, por fin supe lo que haría.


August me estaba esperando con el carruaje.

—Qué bien que haya vuelto ya, señorita —dijo, y se encargó de la maleta—. Su madre se alegrará de volver a verla.

—No vamos a Lejongård —dije—. Lléveme a la finca Ekberg.

August me miró con sorpresa.

—¿A la finca Ekberg? ¿Ahora? Pero si…

—No pregunte, August, haga lo que le pido y punto. Es muy importante.

—¡Pero es que su madre la espera! Si no vuelvo a casa con usted, se preocupará. Además, ya está oscureciendo. Nos pasaremos toda la noche viajando.

—No me importa. Y en cuanto a mi madre, nos detendremos en la oficina de telégrafos para enviarle una nota. Es muy importante que hable con el conde Ekberg.

August asintió y resopló antes de decir:

—Muy bien, señorita.

—No se preocupe, mi madre no lo castigará por esto. Yo se lo explicaré todo.

Subí al carruaje. Una tensión cargada de miedo se extendió en mi pecho. Lo que pensaba hacer era arriesgado, pero también la única posibilidad de salir del aprieto.


La finca Ekberg estaba sumida en la niebla matutina cuando el carruaje llegó a su patio. También podría haberles enviado un telegrama a Lennard y Anna, pero había preferido no hacerlo. No quería que especularan con antelación sobre el motivo de mi visita.

—Descanse, August —le dije, sabedora de que podría echarse a dormir en las cocheras de la finca—. Lo que tengo que hablar con el conde me llevará un rato.

Tras esas palabras, me alisé el vestido y subí los escalones de la entrada.

Poco después de llamar, Lundt apareció en la puerta. Parecía aún medio dormido, pero su cansancio desapareció nada más verme.

—¡Condesa Lejongård! ¿Qué hace usted aquí?

—Buenos días. Debo hablar con el conde. Es urgente.

Apenas el mayordomo desapareció en el interior de la casa, Anna se asomó a la puerta.

—¡Cielo santo, Agneta! ¿Qué ha ocurrido?

Muchas cosas, me habría gustado contestar, pero no fui capaz.

—Quisiera hablar con Lennard. ¿Está en casa?

—Sí, desde luego. ¿Le ha pasado algo a tu madre? ¿O a la finca?

Negué con la cabeza.

—Nada de eso. Solo tengo que hablar con él. —Después todo volvería a ir bien. O eso esperaba.

—Desde luego, pasa. Estábamos a punto de desayunar.

Me llevó al comedor. El desayuno olía estupendamente, pero dudaba que pudiera probarlo siquiera después de ver a Lennard.

Anna me miraba con extrañeza.

—Debo reconocer que me asustas un poco —dijo, y me miró como examinándome.

—Por favor, Anna. Lo explicaré todo, pero antes debo hablar con Lennard —insistí.

—Por supuesto.

Pensé que tal vez le enviaría un telegrama a mi madre preguntando si su hija había perdido la cabeza. Por suerte, Lennard apareció unos instantes después.

—¡Agneta! ¿Qué ocurre? —Miró a su madre, que se encogió de hombros.

—Tengo que hablar contigo —dije, y lo así del brazo—. Vamos a dar un paseo, por favor, y te lo explicaré todo.

—Está bien —accedió, y nos dirigimos al jardín.

Me sentía como una fugitiva, y tal vez sí había perdido la cabeza, pero no podía evitarlo. Nadie podía enterarse de lo que iba a decirle a Lennard.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó cuando dejamos la casa un trecho atrás.

Yo no sabía cómo empezar. Me sentía fatal y al mismo tiempo tenía un miedo espantoso.

—¿Todavía somos amigos? —pregunté, y vi que arrugaba la frente.

—¿Por qué no íbamos a serlo? ¡Pues claro!

—Entonces, escúchame, por favor. —Miré hacia la casa como si temiera que alguien pudiera oírnos. Allí no había nadie, por supuesto, todos los criados estaban dentro—. Me ofreciste tu ayuda si alguna vez la necesitaba. Pues ahora la necesito.

Lennard arrugó el entrecejo.

—¿Estás en apuros? —preguntó—. ¿Qué ha pasado? ¿Son cuestiones financieras?

—Es otra cosa, y el caso es que debo hacerte una petición. Puedes acceder o no, pero prométeme que guardarás silencio.

—Esto es cada vez más misterioso —señaló—. Por el amor de Dios, Agneta, ¿qué ocurre?

—¿Me prometes que guardarás en secreto lo que voy a contarte?

—¡Sí! Pero dime de una vez qué ha sucedido.

¡Ojalá no resultara tan difícil!

—Quería… preguntarte… si todavía estarías dispuesto a casarte conmigo.

Me miró atónito.

—¿Y a qué se debe ese cambio de opinión? Hace un par de meses dijiste que debía buscarme a otra.

—Sí, y en realidad todavía lo pienso, pero… mis circunstancias han cambiado.

Cerré un momento los ojos y deseé encontrarme en otro lugar, un sitio donde no fuera importante que una mujer estuviera casada o soltera. ¿Acaso existía un lugar así en el mundo?

Pronunciar las siguientes dos palabras me resultó más duro que cualquier discusión que hubiese tenido jamás con mi madre.

—Estoy… embarazada.

Lennard se quedó boquiabierto. Tardó un momento en reaccionar.

—No lo dices en serio. ¿Cómo…?

Respiré hondo. Ese era el instante en que lo ganaría todo o lo perdería todo.

—Había un motivo por el que no quería aceptar tu proposición. Estaba enamorada de otro, de mi caballerizo, y…

Lennard profirió un sonido que me hizo callar. ¿Había sido una risa? ¿Le divertía mi situación? ¿O sentía una profunda repugnancia?

—¿Tu caballerizo? —repitió—. ¿Te refieres a ese que se creía demasiado fino para ir a la fiesta del Midsommar?

—No era de aquí y, además, ¿qué tiene eso que ver? Lo amaba, pero ahora ha desaparecido y yo estoy encinta.

Ya no profirió ningún sonido más. Se me quedó mirando, adusto.

—¿Tienes idea de dónde te has metido? —Se llevó las manos a las caderas y miró un momento al cielo, como si implorara asistencia divina. Luego me miró con ojos refulgentes—. ¿Cómo te pudiste entregar a un tipo así? ¿Cómo pudiste permitir que te dejase encinta?

Se me cerró la garganta.

—No fue algo planeado, pero ocurrió. En Estocolmo también tuve una relación, siempre fui cuidadosa y nunca pasó nada, pero esta vez… Sé que he sido una tonta, pero aun así te pido…

Se volvió de lado. Noté claramente su ira, y también su decepción. En su lugar, también yo me habría sentido decepcionada, sin duda. La mujer a la que amaba, y que lo había rechazado, había permitido que otro la preñara y luego acudía a él para que asumiera las consecuencias.

Había sido una insensatez esperar su ayuda.

Dejé caer los hombros. No habría tenido que ir allí. Huir habría sido mejor opción.

—O sea, me pides que me case contigo aunque no me amas. Pero debo hacerme cargo del niño que esperas. ¡Para eso sí valgo!

Se me saltaron las lágrimas. Quería evitarlo, pero no pude. Mis ojos se desbordaron y unos finos riachuelos me resbalaron por las mejillas.

—Perdona —dije, y también me volví de lado—. No sabía qué hacer, y no quería mentirte. Si me rechazas, no pasa nada, pero no se lo cuentes a tu madre, por favor.

Tras decir eso, eché a andar. August todavía no se habría dormido y…

De repente me sentí arrastrada por un torbellino. Me oí sollozar y un momento después el mundo empezó a dar vueltas tan deprisa que perdí el equilibrio. El prado húmedo de rocío se acercó a mí a una velocidad de vértigo y aterricé en él. Me quedé sin aire, aunque no sentí dolor ni miedo. Un velo blanco me cubrió los ojos y el mundo desapareció.