Capítulo 41
La mañana se levantó encapotada y plomiza sobre la casa señorial. Desperté de una noche sin sueños sintiéndome como si no hubiera pegado ojo. Notaba la humedad de las mantas, echaba de menos los sonidos a los que estaba habituada. El luto que envolvía aquella casa parecía haberse llevado incluso el gorjeo de los gorriones, el trino de las aves matutinas y el rumor del servicio.
Tenía por costumbre levantarme muy temprano. Poco después habría salido a los prados con Max. Una profunda nostalgia se apoderó de mí. ¡Tres días más! El funeral tendría lugar al día siguiente, y luego nos quedaríamos otro para que mi madre pudiera dar apoyo a la viuda. Al final no aguanté más bajo las mantas, las aparté y salí de la cama.
A pesar de las temperaturas veraniegas, en esa casa hacía frío. Seguro que para Lennard era normal, pero yo me helaba de frío y me pregunté si la gelidez no vendría de los espíritus que rondaban por sus estancias.
Algunos antepasados de Lennard habían perdido la vida en circunstancias misteriosas. A uno le dispararon por la espalda unos rebeldes de Escania creyendo que había traicionado a sus compatriotas ante los suecos. Los Ekberg fueron originariamente una familia danesa que se había sometido y había jurado lealtad al rey sueco Carlos. Era posible que ese antepasado asesinado siguiese rondando por ahí, como otros Ekberg que habían tenido que despedirse del mundo antes de tiempo.
Lena seguía en la cama, así que me lavé con agua fría del aguamanil que había en un taburete junto a la mesilla de noche. Después me puse uno de mis sencillos vestidos negros. Aunque era de muselina fina, fue como ponerme una armadura sobre los hombros. La armadura del luto, de la que me había librado hacía solo unos meses. Por suerte, solo cargaría con ella el tiempo que durara nuestra visita.
Cuando estuve lista, salí de la habitación. Me conocía al dedillo la fría casa. De niños, con Lennard a veces nos colábamos en el desván para buscar fantasmas. Bajé la escalera hacia el vestíbulo y allí me detuve bajo la araña de cristal. La débil luz de la mañana entraba por las altas ventanas y acariciaba el parqué.
—¿Quieres salir ya a cabalgar? —preguntó alguien entre las sombras.
Me volví de golpe y vi que Lennard se levantaba de una silla que había junto a la escalera. ¿Por qué estaba ahí a oscuras?
—¿Qué haces aquí? —pregunté a mi vez.
Se lo veía cansado y con los ojos hinchados, pero tenía una sonrisa en los labios.
—No podía dormir más y, antes de que las mantas me aplastaran, he preferido bajar a sentarme un rato en el vestíbulo, a ver cómo despertaba la mañana.
—Lo mismo que yo. Solo que fuera.
—Bueno, también es buena idea. ¿Te importa que te acompañe?
Habría preferido salir sola para poder imaginar lo que estaría haciendo Max, cómo recorrería nuestro camino y pensaría en mí. Sin embargo, no podía enviar a Lennard de vuelta a la cama. Aquella era su casa y podía hacer y dejar de hacer lo que quisiera.
—En absoluto, pero deberías ir por unos zapatos. —Señalé sus pies descalzos.
—¡Oh! —exclamó—. Ni me había dado cuenta.
—Ya que tienes que subir, ponte también algo más que esa bata. La gente se espantará si te ve así. ¡Y en compañía de una dama, además!
Subió la escalera con sigilo y regresó poco después, llevando un pantalón oscuro y una camisa blanca arremangada. También se había calzado unas botas.
—¿Lo ves? —dije—. Mucho mejor.
Me ofreció su brazo y salimos por la puerta.
La mañana todavía era fresca, pero se notaba que pronto empezaría a hacer calor. Caminamos un rato en silencio, uno junto al otro. Sentí un leve desconcierto. Por un lado, temía que volviera a sacar sus planes de boda; por otro, me encontraba a gusto y segura en su presencia. ¿Por qué tenía ese dilema? ¿Acaso me daba miedo acabar sintiendo algo por él?
¡Pero esos sentimientos estaban ahí desde hacía tiempo! Desde hacía mucho. Era mi amigo y, tras la muerte de mi hermano, mi único vínculo con la infancia. De no haber aparecido Max, ¿habría podido enamorarme de él? ¿Habría reaccionado con menos rechazo a su proposición?
—Esto es muy bonito —dijo Lennard, interrumpiendo mis reflexiones—. Se me había olvidado cómo es ver salir el sol en plena naturaleza.
—Seguro que las últimas semanas han sido muy duras para ti. En esas circunstancias, un amanecer puede parecer poco importante.
—Tienes razón. Las últimas semanas han hecho que olvidara todo lo demás. Ha sido… horrible.
—Te creo.
—Debo decir que incluso habría preferido que mi padre nos dejara de repente. A ti la noticia seguro que te conmocionó y te entristeció, pero en esta casa reina la tristeza hace años. Y él cada vez estaba peor. Las últimas horas fueron terribles. Mi padre quería que estuviera a su lado cuando llegara el final, pero yo habría preferido salir corriendo. Contemplar una muerte lenta y dolorosa es algo que no le deseo a nadie.
—¿Por qué no estaba también tu hermana? —pregunté. Tenía la impresión de que Lisbeth ponía como pretexto a su familia para no tener que asumir ninguna responsabilidad.
—Ya sabes. La familia, su esposo, su hijo.
Lennard se encogió de hombros. Era difícil pasar por alto la amargura de su voz. Podía imaginar lo que pensaba en realidad.
Su madre lo presionaba para que encontrara una esposa, y tal vez a sus ojos yo era la candidata perfecta, pero él no había tenido ni un segundo para pensar en ello. Nunca había tenido tiempo para buscar novia ni enamorarse de verdad. Eso me apenaba y a la vez me enfadaba un poco. Lisbeth, que tenía esposo e hijo, habría tenido que preocuparse más. Habría tenido que darle a Lennard la oportunidad de vivir su propia vida, de encontrar algo en lo que apoyarse durante las horas más difíciles. En cambio, no le había quedado más opción que ofrecerle una torpe proposición de matrimonio a una amiga de la infancia a quien hacía años que no veía.
En ese momento me alegré de no haber aceptado. Con ello había evitado que cometiera un gran error.
—Bueno, aunque sea triste y lo sienta por tu padre —dije—, también me doy cuenta de que ahora se te abre un mundo de posibilidades.
—Debo hacerme cargo de la finca —repuso Lennard, algo abatido.
—Pero eso ya lo sabías. Te has preparado para ello y ya has desempeñado el papel de señor durante la enfermedad de tu padre. Ahora no me digas que preferirías hacerte capitán de barco.
Lo miré. Una breve sonrisa apareció en su rostro. La idea de ser capitán de barco parecía divertirle.
—No, claro que no —dijo—. Perdona, hablo como un viejo llorón.
—Hablas como un hijo que tiene miedo de lo que traerá el futuro. Pero deja que te diga una cosa: tú lo tendrás más fácil que yo. Conmigo, mucha gente todavía teme que no sepa nada de los negocios. Muchos no me aceptan a menos que lleve un hombre a mi lado. A ti no te pasará eso. Tu madre te apremia para que te cases, y la mía también, pero nosotros deberíamos mantenernos firmes. Hasta que encontremos a la mujer y al hombre adecuados.
Me miró.
—¿Y si ya he encontrado a la mujer adecuada?
Aun a mi pesar, una oleada de calidez se extendió en mi interior. Miré al frente y respondí:
—No, todavía no la has encontrado. No puedes haberlo hecho, porque aún no has visto nada del mundo. —Lo miré y vi sus ojos suplicantes—. Te aconsejo que, cuando el luto haya terminado, viajes un poco. Acepta invitaciones. Conoce a las hijas de las casas amigas y pasa una temporada en Estocolmo. Verás y conocerás a tantas mujeres que te marearás. Entonces comprenderás que tu amiga de la infancia no es la única. Estoy segura de que en algún lugar hay una joven preciosa que moriría por ser tu esposa. Y cuando eso ocurra, yo seré testigo en tu boda. —Me puse de puntillas y le di un beso en la mejilla.
Lennard asintió, pero no parecía convencido. Sin embargo, yo no podía facilitarle esa decisión.
Después de haber dado una vuelta completa al jardín, regresamos a la casa.
—¿Nos vemos después para salir a montar? —propuso él, que parecía algo derrotado.
Me sentía fatal, pero ¿los amigos no debían decirse siempre la verdad?
—Por supuesto. A menos que quieras salir ahora mismo a buscar novia.
Lennard rio y sacudió la cabeza.
—Hasta luego —dijo.
—¡Hasta el desayuno! —repuse, y subí de nuevo a mi habitación.
Después de desayunar me puse el vestido más cómodo para cabalgar. Me habría gustado llevar mi traje de montar, que ese otoño había causado tanto desconcierto como sensación. Sin embargo, no lo había mandado meter en la maleta.
Cuando estuve lista, bajé. Lennard, que me estaba esperando, dio un gran bostezo al verme.
—¿Ya te estoy aburriendo? —pregunté con burla.
—Disculpa —dijo—, no he dormido mucho.
—No me extraña, te has levantado muy temprano.
—¿Cómo puedes estar tan descansada? —preguntó, y volvió a bostezar.
—Es la costumbre. Todas las mañanas me levanto a las cuatro y doy un pequeño paseo antes de que la casa se ponga en marcha.
Lo miré con atención. Tal vez lo que le había dicho esa mañana lo había preocupado más aún.
—No tienes por qué entretenerme, si te resulta difícil —dije, aunque él negó con la cabeza.
—Créeme, mi invitación ha sido del todo interesada. Tengo que salir de esta casa. Tengo que aclararme las ideas.
—Bueno, en tal caso me encantará acompañarte.
En realidad, yo también me alegraba de salir de allí.
Cuando uno mismo estaba de luto, no le llamaba la atención la oscuridad que traía una muerte a una casa. Sin embargo, cuando te afectaba solo indirectamente, percibías el dolor en cada rincón del edificio. A mí me afligía muchísimo.
Lennard me llevó a los establos. La finca Ekberg era famosa por sus campos. La familia de Lennard siempre había vivido del cereal. Trigo, centeno, cebada, avena. En toda Suecia no debía de haber nadie que no hubiese probado un pan hecho con harina de la finca Ekberg. Si los Lejongård eran los condes de los caballos, los Ekberg eran los condes del cereal.
En cuanto a riqueza, los Ekberg eran incluso superiores a nosotros. Cereales se necesitaban siempre, mientras que los caballos perdían cada vez más relevancia con la creciente incorporación de maquinaria, y los tiempos en los que Suecia libraba guerras en las que hacía falta mucha caballería también habían pasado a la historia. No es que yo lo lamentara. Sin embargo, intuía que a alguna generación le tocaría encontrar otras vías de supervivencia para nuestra finca. De todos modos, no era momento para pensar en eso. Ante el establo nos aguardaban un caballo castaño y un tordo rodado, ya ensillados.
—¿Cuál de los dos es menos terco? —pregunté, y reprimí la punzada que sentí al recordar a Lucero Vespertino.
Qué lástima que el teléfono aún no estuviera muy extendido en la zona. ¡Podría haber llamado para preguntar por él! Si había una novedad que quería introducir en Lejongård, era esa.
—Llévate el rodado. Es un bendito.
—¿Cómo se llama?
—Rajá. Mi padre le puso el nombre por un indio al que conoció una vez.
Los viajes a la India del viejo conde Ekberg habían sido un tema habitual de conversación en nuestras visitas mutuas.
—¿Y el castaño?
—Trol, y hace honor a su nombre. Muerde a los mozos de cuadra cuando le da por ahí, pero como caballo de silla es imbatible. Si alguna vez vuelvo a montar en una cacería, lo escogeré a él.
—Entonces, ¿este año tampoco vendrás a nuestra cacería de otoño?
—No, pero tal vez el próximo sí. La vida continúa, ¿verdad?
Esbozó una sonrisa melancólica. Dos cacerías del zorro después, ya haría más de un año que sería el nuevo conde. Ese tiempo lo transformaría igual que había hecho conmigo mi época de señora de la finca.
Montamos y nos alejamos cabalgando.
Los campos se extendían como un manto dorado ante nosotros. Aquí y allá había matices que iban del amarillo brillante al más verdoso, como en una joya iluminada desde diferentes direcciones. Nunca se me había ocurrido pintar esos campos, pero al cabalgar por allí pensé que resultarían un cuadro maravilloso.
—¿Cuánto crees que tardaréis en recoger la colza?
Como la finca Ekberg quedaba más al norte que la nuestra, casi siempre empezaban más tarde con la cosecha.
—Puede que un mes, quizá algo más. Depende del sol que haga.
Lo miré mientras hablaba. El año anterior, cuando me hizo la proposición de matrimonio en la fiesta del solsticio, parecía inseguro y desbordado. Esta vez, sin embargo, hablaba igual que su padre. En ese momento vi con claridad que, desde la visita que les habíamos hecho en Navidad, se había transformado. Le costaría, pero encajaría en el papel de señor de la finca mejor que yo misma desde hacía más de un año. Ya lo desempeñaba muy bien.
Cabalgamos un trecho más por el bosque, hasta un pequeño lago.
—¿Te acuerdas? —preguntó Lennard, y señaló una casita que apenas se veía entre el cañaveral.
Arrugué la frente y luego caí en la cuenta. La pequeña cabaña de pescadores. En nuestra época no estaba escondida entre las cañas. Cuando Hendrik y yo íbamos de visita, los tres nos escapábamos a ese lugar y contábamos historias de terribles piratas y monstruos marinos. El lago nos parecía un mar, y la frontera que nos ponía la orilla la borrábamos con la imaginación.
—Seguro que ya no se puede entrar ahí dentro —dije mientras me acercaba con cuidado a la orilla.
Las hierbas eran traicioneras. Antes de darte cuenta, podías hundir los pies en el agua.
—No, por desgracia. Pero aun así vengo de vez en cuando. Después de la muerte de Hendrik me acerqué muchas veces a recordar las aventuras que vivimos aquí.
—También yo he ido mucho a los lugares de Lejongård que compartíamos. Casi esperaba que se me apareciera su espíritu, pero siempre estaba sola.
—No estás sola. Me tienes a mí, aunque no esté físicamente a tu lado.
—Lennard… —repuse con torpeza. No quería que volviera a empezar con eso. ¡Mi perorata de esa mañana tendría que habérselo dejado claro!
—No temas, no volveré a proponerte matrimonio —dijo, y me tomó de las manos para mirarme a los ojos.
¿Leería en ellos que había otro hombre? Me habría gustado apartar la mirada, pero no podía. Lennard era mi amigo, no un extraño cuyos sentimientos me dieran igual.
—Solo deseo —dijo— que sepas que puedes contar conmigo cuando lo necesites. No importa lo que me pidas, lo haré por ti.
—Eres muy amable, pero ¿no deberías ser tú quien reciba consuelo en estos momentos?
Lennard rio.
—Dudo que a nadie más le preocupe eso. Mi madre está atrapada en su dolor. Me alegro de que Stella le haga compañía, tal vez se deje consolar por ella.
—Puedes contar conmigo —le aseguré—. Tal como nos juramos en aquel entonces, Hendrik, tú y yo.
—Ah, ¿todavía te acuerdas? El viejo ídolo junto al mar.
—¡Por supuesto! —Asentí con la cabeza.
Las dos familias habíamos pasado el verano a orillas del mar, en nuestra casa de Åhus. Bueno, no toda la familia, porque nuestros padres tenían que ocuparse de las fincas, pero sí las dos condesas con sus hijos y los criados. En algún lugar del bosque, cerca de la playa, encontramos una vieja estela con una cara tallada.
Hendrik dijo que era un ídolo vikingo ancestral; el lugar ideal para jurarse lealtad eterna. Y eso hicimos, Lennard, Hendrik y yo. Un vínculo que no podía romperse.
—¿Crees que seguirá allí? —preguntó, ensimismado.
También él parecía recordar el momento en que los tres entrelazamos brazos y manos.
—¿El ídolo? —Me encogí de hombros—. No lo sé. Puede. La madera ya estaba casi petrificada. —Lo miré—. Deberíamos ir a verlo si vamos por allí. Si tienes tiempo, podríamos ir allá algún día. Solo nosotros dos, para buscar el ídolo… y una novia para ti. En Åhus hay muchas chicas guapas.
A Lennard pareció gustarle la idea, porque le brillaron los ojos.
—Me encantaría. Sin embargo, me temo que este año no lograré salir de casa.
—Entonces iremos al siguiente. Pero, por favor, prométeme que empezarás a fijarte en las mujeres que tienes más cerca. Míralas bien y no las compares conmigo. Ninguna es como yo, pero tampoco yo soy como ninguna. Cuando tengas una candidata que te guste, dime quién es. Yo te diré si merece la pena.
Me abrazó y me dio un beso en la frente.
—Está bien, así lo haré.
No estaba segura de si mantendría su palabra, pero en ese momento sentí un gran alivio.