Capítulo 4

Pese a que August se esforzaba por evitar los baches que el invierno había dejado en el camino, el trayecto hasta Kristianstad estuvo tan lleno de sacudidas como mi regreso a Lejongård el día anterior. Casi deseé que nuestra familia poseyera ya uno de esos automóviles que solía ver en Estocolmo. Pero mi padre opinaba que los mejores medios de transporte privado eran el caballo y el carro. Cuando llegamos al hospital, me alegré de poder apearme y caminar otra vez.

—Vuelvo en una hora. Repóngase un poco y dese una vuelta por ahí —le dije a August, que se me quedó mirando con los ojos muy abiertos después de ayudarme a bajar.

Sabía por qué. Mi madre nunca le dejaba tiempo libre mientras ella se ocupaba de sus recados. En el peor de los casos, August tenía que servirle incluso de burro de carga.

—Muy bien, señorita.

Me despedí con un gesto de la cabeza, luego así mi bolso con ambas manos y me volví hacia el hospital, una alta construcción de ladrillo rojo con grandes ventanales.

Había dos entradas: la principal, para visitas y pacientes que podían andar; y otra por la parte trasera, adonde llevaban con carruaje a los enfermos que estaban postrados en cama. Conocía el hospital de haberlo visitado con mis padres, que contribuían desde hacía décadas al avance de la medicina y se sentían especialmente vinculados a esa institución y a su director, el profesor Lindström. Como mi familia les hacía llegar todos los años un generoso donativo, el hombre aparecía a menudo en nuestras recepciones de tarde o concertaba reuniones privadas en las que informaba a mi padre de cómo se gastaba el dinero.

De niños, cuando nos llevaban a esos recorridos, Hendrik y yo siempre nos escabullíamos. Corríamos a la entrada trasera para ver la llegada de los pacientes, y a veces algún carruaje del que dos celadores sacaban a alguien en camilla. Algunos enfermos gemían de dolor, otros estaban inconscientes. Algunos tenían heridas, otros se veían sonrojados, y otros, pálidos como la pared. A pesar de nuestros limitados conocimientos, siempre intentábamos adivinar qué tenía el paciente en cuestión. Los que presentaban heridas visibles habían sufrido un accidente en una obra, los de la cara sonrojada tenían la escarlatina, y los pálidos, apendicitis. En ese momento me horroricé al imaginar cómo habrían metido los celadores a Hendrik por esa puerta trasera.

La enfermera de recepción me dijo que mi hermano estaba en la habitación 17, pero que el profesor Lindström quería hablar antes conmigo. En el libro de entradas y salidas, por lo visto, habían hecho una anotación indicándolo.

Me dirigí al despacho del director y llamé a la puerta, pero no contestó nadie. La salita de espera estaba vacía, así que me senté y miré por la ventana. Daba al parque de fuera, donde paseaban algunos pacientes, varios de ellos acompañados por una enfermera. Deseé que también Hendrik estuviera ya ahí abajo y lo bastante recuperado para disfrutar del sol y bromear haciendo chistes sobre su salud. Unos pasos me sacaron de mis ilusiones. Miré hacia un lado.

El profesor Lindström era un hombre alto y delgado. Me recordaba un poco a nuestro rey, Gustavo V, también de gran estatura y algo flaco. Como él, el director llevaba barba y un bigote con las puntas torcidas hacia arriba. Lindström sostenía unos informes bajo el brazo, y del bolsillo de su bata sobresalía un estetoscopio. Debía de haber visitado a algún paciente. Cuando se encontró frente a mí, se sorprendió.

—Señorita Lejongård —dijo tras recuperar la compostura, y me ofreció una mano—. Veo que ha conseguido regresar de Estocolmo.

—Sí, he venido lo antes posible. ¿Cómo se encuentra mi hermano?

El hombre apretó los labios y me miró con gravedad.

—Será mejor que lo comentemos en mi despacho. ¿Ha venido también su señora madre?

—No, tenía cosas que hacer. Organizar los preparativos para el funeral de mi padre.

—Bien, entonces sígame, por favor.

Yo tenía veintisiete años y estaba legalmente emancipada, así que, aun en ausencia de mi madre y mi hermano, me estaba permitido representar los intereses de la familia. También podía casarme con quien yo decidiera, pese a que en las familias nobiliarias los relojes marchaban a otro ritmo y aún se esperaba que una hija consiguiera el beneplácito de sus padres.

El despacho del director era grande e infundía respeto, sus altos ventanales recordaban un poco a los de una iglesia. Tenían vidrieras de colores con dibujos simétricos: aquí y allá pequeñas flores, luego extensiones de amarillo y blanco. A través de ellas, el sol proyectaba un colorido estampado sobre el parqué, tan encerado que brillaba, como si fuera una alfombra de retazos. A su lado, las estanterías con pesados infolios y archivadores parecían oscuras y amenazadoras. Yo había estado pocas veces allí, pero siempre me había preguntado para qué serviría el esqueleto que había junto a una ventana. ¿Para dejarle claro a quien entrara que la muerte era un visitante habitual en un hospital? ¿Para enfrentarlo a su propia mortalidad?

—Como tal vez sepa ya, a su hermano nos lo trajeron ayer sobre las nueve y media. Presentaba quemaduras de segundo y tercer grado, además de un grave traumatismo causado por los escombros que le cayeron encima. También sufrió intoxicación por humo, que fue lo más sencillo de tratar.

Sentí náuseas al imaginar cómo el carruaje habría recorrido los baches del camino a toda velocidad con mi hermano dentro, y mi indisposición empeoró al pensar en las quemaduras. ¡Mi apuesto hermano lleno de heridas causadas por el fuego!

—Intentamos extraerle el humo de los pulmones administrándole oxígeno y le entablillamos las fracturas, pero las quemaduras nos han dado serios problemas. Las tratamos con cataplasmas todo lo que fue posible.

Tuve ganas de salir corriendo. Sentí una presión terrible en el pecho, la saliva afluyó a mi boca como si estuviera a punto de vomitar y un sudor frío perló mi frente. Me agarré a los brazos de la silla. No quería echarme atrás. ¡Tenía que ver a Hendrik! El profesor Lindström notó mi inquietud y calló un momento por consideración. Cuando recuperé el control de mí misma, pregunté:

—¿Cómo se encuentra ahora? ¿Está consciente? ¿Puedo verlo?

—Sí, está despierto, pero será mejor que no lo visite vestida así.

Enarqué las cejas. Seguía sintiendo náuseas, pero esas palabras consiguieron que me las tragara.

—¿Cómo que vestida así? —Bajé la mirada hacia mi ropa.

Susanna y Lena habían encontrado una falda negra aceptable y una blusa negra de volantes que llevaba bajo una chaqueta corta de mangas abombadas. Esa prenda era de mi madre, y me sorprendía que Linda me la hubiera cedido. Aparté ese pensamiento, junto con el rencor hacia Stella.

—Viste usted de luto —señaló el médico.

—Sí, mi padre falleció ayer.

El director ya lo sabía, claro.

—Mi más sentido pésame —dijo, y añadió—: En estas circunstancias es comprensible, desde luego, y también apropiado, solo que su hermano… No me parece aconsejable hacerle saber que su padre ha muerto.

—¡Oh! —se me escapó, y entonces me derrumbé contra el respaldo de la silla.

—Su madre ha insistido en que, pase lo que pase, no le comuniquemos el fallecimiento de su padre, por lo menos hasta que su recuperación esté algo más avanzada. Es un milagro que haya sobrevivido con las quemaduras que tiene. Sería demasiado arriesgado poner en peligro su proceso de recuperación enfrentándolo a la terrible realidad.

Tuve que asimilar esas palabras. ¡Mi hermano estaba demasiado grave para que pudiéramos contarle la verdad!

—¿Cuál es la gravedad de sus heridas? —pregunté.

Recordé que en Estocolmo, poco después de mi llegada, hubo un incendio en nuestro barrio. A una mujer la rescataron de entre las llamas y la gente contaba que se le había quemado casi la mitad del cuerpo. No había sobrevivido.

—Aproximadamente un cincuenta por ciento de su cuerpo se ha visto afectado. —El médico inspiró hondo—. Como ya le he dicho, es un milagro que haya sobrevivido a esta noche. Tal vez se deba a que fueron sobre todo sus extremidades las zonas más afectadas. El tronco apenas presenta quemaduras leves, porque su padre intentó protegerlo con su propio cuerpo.

Mi padre había intentado protegerlo. Esas palabras resonaron en mi cabeza como un grito en el bosque. Volví a verlo ante mí, pálido, con el rostro embadurnado con aquella extraña pasta. No tenía las manos dañadas, si recordaba bien, pero el maquillaje tapaba las quemaduras sufridas en el rostro. Ahuyenté esa imagen antes de que me hiciera llorar.

—Bueno, es que no he traído otra ropa porque nadie me informó del estado de mi hermano —me oí decir. Esperaba que el reproche hacia mi madre no resultara demasiado evidente—. Pero quiero verlo. Le consolará verme, siempre hemos estado muy unidos.

Vi que el doctor sopesaba consigo mismo lo perjudicial que podría ser mi vestimenta negra para el estado de mi hermano. Entonces se me ocurrió una idea.

—¿Podrían dejarme un uniforme de enfermera? —propuse—. ¿Una falda y una blusa, por lo menos? A Hendrik podríamos decirle que ha sido necesario para que la suciedad de la calle no afecte a sus heridas.

Él me miró con sorpresa y luego asintió.

—Muy buena idea, señorita Lejongård. Espere un momento, pediré que preparen todo lo necesario. —Dicho eso, se levantó y salió del despacho, quizá demasiado deprisa.

Parecía alegrarse de dejarme allí. En cualquier caso, no tuve que esperar mucho para tener mi ropa de enfermera.

Los siguientes minutos me parecieron surrealistas. Detrás del biombo del despacho me transformé en otra persona. En un ángel blanco, para mi hermano. Nunca le había dado muchas vueltas a qué profesión habría elegido de haber crecido en otras circunstancias. Las hijas de la burguesía tampoco solían trabajar, esperaban, igual que las de la nobleza, a que un hombre las desposara y les proporcionara una buena vida a cambio de que ellas se encargaran de la casa y los hijos. Y aun así existían esas otras mujeres: las enfermeras, las comadronas, las criadas, las modistas, las secretarias y las profesoras.

Poco después me miré en el espejo. Por primera vez en mi vida llevaba la vestimenta de una mujer trabajadora y, aunque no tenía pensado hacerme enfermera, me gustó. Solo me resultó desagradable el hecho de llevarla para engañar a Hendrik. Si yo estuviera herida y al borde de la muerte, ¿no querría saber la verdad? De niños, mi hermano y yo habíamos odiado que los adultos nos ocultaran cosas o las disimularan. Cuando lo hacían, a menudo buscábamos la verdad, aunque para ello tuviésemos que espiar. De todos modos, si el director opinaba que enterarse de la muerte de nuestro padre perjudicaría a Hendrik, intentaría interpretar mi papel lo mejor posible. Solo me distinguía de la enfermera que me acompañó a su habitación porque yo no llevaba mandil ni cofia.


Tal como correspondía a su posición social, lo habían instalado en una habitación individual.

—Por favor, no se espante —dijo la enfermera—. En un primer momento, verlo así puede resultar muy duro. Si se le revuelve el estómago, llame al timbre. Una enfermera vendrá a ayudarla.

¿Llamar al timbre? ¿Había en las habitaciones una campana con tirador como las que teníamos en casa? ¿O sería una simple campanilla en la mesita de noche? La enfermera metió la mano en el bolsillo del mandil.

—Tenga, es bálsamo de tigre. Por si el olor le resulta insoportable.

Sus palabras me asustaron. Las pronunció mirándome como si a ella misma le costara mantenerse entera, y eso que estaba acostumbrada a ver heridos. Asentí con la cabeza, respiré hondo y cerré la mano sobre la latita, que estaba decorada con un chino de aspecto feliz.

Entonces abrí la puerta. Dentro no había más mobiliario que un armario metálico, una silla y la gran cama de metal. Un cuadro con una sosa marina colgaba sobre el cabecero, donde el paciente no podía verlo. La decoración era de lo más insulsa, ni siquiera unas flores alegraban la pequeña mesita que había junto a la cama.

La enfermera no había exagerado; a pesar de que habían entreabierto la ventana, el olor allí era indescriptible. Yo estaba acostumbrada al hedor de los orines porque, en mi barrio de Estocolmo, la gente no se preocupaba mucho por la limpieza. Pero nunca había olido nada semejante. Tuve la sensación de que el estómago se me volvía del revés y enseguida abrí el bálsamo. El olor a menta era fuerte, pero sin duda mejor que el hedor a carne quemada y heridas purulentas. Me dio igual ver marcas de aplicaciones anteriores en la pasta antes de ponerme un poco bajo la nariz.

El aspecto de mi hermano también era espantoso, pero no al extremo de resultar insoportable. Después de haber visto el cadáver de mi padre embadurnado de maquillaje, casi resultaba un alivio comprobar que su tórax subía y bajaba al respirar, que la sangre y otros fluidos empapaban sus vendas. No estaba muerto, aunque apenas se le veía debajo de tantas gasas. Para que las heridas no se le abrieran al moverse, le habían atado brazos y piernas a un armazón. Casi parecía flotar sobre la cama. Esa postura debía de ser incomodísima, pero solo así podrían sanar las lesiones y la piel.

Por lo menos su rostro había quedado casi intacto. Tenía un vendaje alrededor de la frente y un rasguño en la mejilla, pero todavía se podía reconocer en él a mi hermano. Hendrik tenía los ojos cerrados. ¿No se había dado cuenta de mi presencia?

—¿Hendrik? —llamé, y tendí la mano para acariciarle la mejilla.

Estaba caliente, como si todavía tuviera el fuego bajo la piel, pero era por la fiebre. Con unas quemaduras tan graves, no era de extrañar.

Tardó un rato, pero por fin abrió los párpados trémulos. Tenía las pestañas pegadas y al principio parecía desorientado. Entonces me vio y centró la vista.

—Hola, hermano —dije con una sonrisa, aunque quería echarme a llorar.

—Neta —repuso él con debilidad.

El apodo de mi infancia.

—Sí, soy yo. Estoy aquí.

Hendrik intentó sonreír, pero algo hizo que se le congelara el gesto.

—¿Cuándo has llegado? —preguntó.

—Ayer por la noche.

El pecho casi me estallaba… ¡Cómo me habría gustado explicarle lo que había hecho nuestra madre! Lo ocurrido la noche anterior y lo mucho que odiaba a Stella Lejongård. Solo que entonces tendría que desvelarle que nuestro padre había muerto, y eso no podía hacerlo de ninguna manera.

—Madre me envió un telegrama y vine enseguida. Ya sabes que se tarda un poco en llegar desde Estocolmo. El tren va cada vez más lento cuanto más al sur estás.

—Sí, es verdad —dijo él. No consiguió reír de verdad, pero sí torció los labios para formar una sonrisa—. ¿Cómo está padre? —preguntó entonces.

La pregunta que más me temía.

—Bueno… —Me resistía a mentirle, pero la verdad podía costarle la recuperación.

—Dicen que está aquí —continuó—. Que lo han ingresado en otra ala.

Sus palabras me provocaron un gélido escalofrío en la espalda. Nuestro padre ni siquiera había llegado al hospital. No había querido preguntarle a mi madre por los detalles porque estaba demasiado enfadada con ella, pero al parecer el médico que había acudido para los primeros auxilios había decidido no trasladarlo. Seguramente Hendrik no se enteró de nada de eso porque estaba inconsciente.

—Está… —empecé, pero tampoco esta vez logré proseguir—. Padre está mejor —me obligué a mentir al fin, porque cualquier indecisión más le haría sospechar que ocurría algo malo—. Ya no… ya no tiene dolores.

Nada más decir eso me di cuenta de que casi había desvelado demasiado; de los muertos solía comentarse que ya no padecían ningún dolor. Sin embargo, mi hermano pareció aliviado.

—Me alegro. Entonces seguro que salió mejor parado que yo.

—Bueno, será por los medicamentos que le dan. —Ahora que ya se había creído esa versión y parecía más tranquilo, me resultaba más fácil inventar el resto de la historia—. Está más o menos igual de grave que tú, al fin y al cabo quiso protegerte. O eso me ha dicho el médico.

Hendrik apretó los labios e inspiró aire por la nariz, temblando. Sería mejor que no llevara tan lejos mi historia.

—El incendio se declaró de repente —explicó—. Padre acababa de llegar de su cabalgada matutina. Intentó apagar el fuego, pero se propagó rápidamente a su alrededor. Sacamos los caballos… —Hizo una pausa para tomar aire y prosiguió—: Habría tenido que salir corriendo cuando se lo dije. Ya solo quedaban un par de caballos dentro, habríamos podido renunciar a ellos. Ahora nos ha caído encima una desgracia. No podremos ocuparnos de la finca en bastante tiempo. Eso sin contar las preocupaciones que os daremos a madre y a ti.

El sudor le resbalaba por las sienes. Debía de cansarse muchísimo al hablar. Posé la yema de los dedos en su mejilla, porque no me atrevía a tocarle el cuerpo, temerosa de provocarle dolor. Noté que temblaba bajo mis dedos.

—Ssssh… —susurré—. Tranquilízate, por favor. Todo saldrá bien. Madre y yo nos ocuparemos de todo. Padre tenía que protegerte. Eres su hijo.

Hendrik volvió a relajarse un poco. Por un momento me sorprendí creyendo lo que le había dicho: que todo saldría bien. Él se tomó un momento para recuperar fuerzas y ladeó un poco la cabeza para mirarme mejor.

Pareció contrariarle que fuera vestida de blanco. Le leí el pensamiento y expliqué:

—El director me ha pedido que me cambiara. Es por el polvo de mi ropa. No quieren que te contamine las heridas.

Hendrik esbozó una sonrisa.

—Eso era lo que decía siempre la señora Bloomquist. ¿Te acuerdas de aquella vez? ¿Cuando me quemé con una olla de agua hirviendo?

Asentí y reprimí las lágrimas. En aquel entonces, que se escaldara con un poco de agua nos había parecido una catástrofe, pero a veces la vida le depara a uno golpes tan duros que hacen palidecer todos los anteriores.

Mi hermano me miró un rato y luego volvió la vista hacia la ventana, donde el viento balanceaba las oscuras ramas de los tilos.

—Ahora nuestros padres habrán visto que sí te importan —dijo entonces.

—¿De verdad pensaban que no? —pregunté. Era extraño, pero ya no me dolía hablar sobre lo que opinaban mis padres de mí.

Apenas unos meses antes, me había jurado no asistir más a ningún festejo que organizase mi familia. En la comida de Navidad, que siempre celebrábamos con muchos invitados, mi madre había vuelto a invitar a unos cuantos candidatos a marido junto con sus padres. Eso por sí solo no habría sido motivo de discusión, ya que era algo que solía ocurrirme en los acontecimientos públicos y siempre conseguía salir del apuro.

Uno de los candidatos en cuestión era Daniel Oglund. Su padre, Pelle Oglund, era funcionario del Consejo de Estado y en el ágape defendió la tesis de que las mujeres no tenían capacidad para servir al país, de que se hacía bien en privarlas de derechos civiles a causa de su falta de madurez intelectual. No solo habló de forma peyorativa de las sufragistas, sino de las mujeres que tenían una opinión propia en general. Yo podría haber simulado no oír esas ocurrencias, pero al final no aguanté más y me dirigí a él. Le reproché que, con su arrogancia masculina, menospreciara los progresos sociales que habían sido posibles gracias a las mujeres.

—¡Mire a Marie Curie! —exclamé—. ¿Acaso esa mujer también le parece tonta? ¿O la profesora Kovalévskaya, que ocupó una cátedra de Matemáticas en Estocolmo? Si es así, seguro que se encontraría usted muy bien en compañía de August Strindberg, el escritor, que las consideraba unos monstruos. Si es que sabe quién era ese misógino de Strindberg…

Me ardía el rostro. Quizá había bebido demasiado, pero ese hombre, con aquel frac que le quedaba tan mal, me había enfurecido.

—Yo no considero a nadie un monstruo —intentó tranquilizarme mientras le lanzaba miradas inseguras a mi padre—. Solo he dicho que las mujeres no son aptas para desempeñar cargos importantes.

Con eso no hizo más que echar leña al fuego.

—¡Se planta usted aquí y se vanagloria de un puesto que sin duda le concedieron porque alguien intercedió por usted! —exclamé. Sabía que estaba a punto de pasarme de la raya, pero me sentía batalladora y quería demostrarle al joven pretendiente y a su familia con quién se estaban haciendo ilusiones—. ¡Probablemente haya en todo el país decenas, si no centenares, de mujeres más capaces que usted, pero a las que nunca se les da una oportunidad porque ustedes, en sus clubes masculinos, siguen esforzándose por fomentar la opinión de que las mujeres somos inferiores! ¿Acaso también somos inferiores cuando sus amigos y usted montan a sus esposas o amantes?

En ese momento mi padre estalló, empezó a gritarme e intentó enviarme a mi habitación como si fuera una niña pequeña. Me negué, por supuesto, y en cambio le pregunté si no preferiría adoptar a Daniel, en lugar de intentar meterlo en la familia mediante un matrimonio para compensar la inferioridad de su hija.

Mi padre se puso granate, me agarró del brazo y me sacó del salón a la fuerza.

—¡Cómo se te ocurre! —me gritó—. ¡Los Oglund son nuestros invitados! ¿Cómo puedes insultarlos así? ¿Es que te has dejado los modales en Estocolmo? ¿Te has convertido en una fresca?

—Pero ¿no lo has oído, padre? —repliqué—. Considera a las mujeres como yo unas imbéciles y unas retrasadas. ¡Es él quien ha insultado a tu hija! ¿Cómo puedes defenderlo y, encima, llamarme a mí fresca?

—¡Porque tiene razón! —contestó él, furioso—. El lugar de la mujer no está en la universidad ni ocupando ningún cargo. Dios la creó para un único cometido. Además, una mujer necesita a un hombre. Si no, es poco más que una…

—Una fresca, ¿verdad? ¿Eso es lo que piensas de mí? ¿O sea que tengo que tirar mi talento por la borda para llevar una existencia aburrida en alguna casa señorial donde a los cuarenta años se me habrá acabado la vida y tendré que dedicarme a emborracharme a escondidas?

—¡Olvidas que naciste en una de esas casas señoriales!

—No lo olvido —siseé. Me temblaba el cuerpo—. Pero si mi propio padre piensa que no soy capaz de tomar las riendas de mi vida, si cree que soy una fresca porque quiero llegar a algo, entonces desearía no haber nacido en una casa como esta.

Tras esas palabras, di media vuelta y subí corriendo la escalera. En el fondo, esperaba que mi padre me siguiera para disculparse. Y que mi madre subiera a darme ánimos. Pero no ocurrió nada de eso. Nadie vino a consolarme, me dejaron a solas conmigo misma. El viernes siguiente, la frialdad entre nosotros era ya tan insoportable que me marché sin despedirme. El único con quien había mantenido el contacto era Hendrik, que me escribió para contarme la conmoción que había supuesto mi partida.

De pronto mi padre ya no tenía ninguna posibilidad de replantearse su rencor hacia mí, y mi madre… Ella, que siempre había cuidado de no causar mala impresión en sociedad y a quien tanto le importaba la opinión de los demás, jamás me perdonaría la afrenta que había cometido. Como tampoco que hubiese intentado romper con la vida de Lejongård.


A veces incluso pensaban que querías romper todo vínculo con nosotros. —La voz de Hendrik me sacó de mis recuerdos—. No olvides que, desde que te emancipaste, ya no debes rendir cuentas ante nadie. Pero ahora estás aquí, así que comprenderán que se equivocaron. —Hizo una breve pausa y añadió—: Cómo me gustaría tocarte, pero ahora mismo siento como si ya no tuviera manos. —Intentó sonreír otra vez, pero le salió peor que antes.

—Siguen ahí, y pronto volverás a asir cosas con ellas —le prometí, aunque sin ninguna certeza.

Sus párpados se agitaron, exhaustos.

—Estoy cansado —dijo—. ¿Volverás a visitarme, o te marchas ya a Estocolmo?

—De momento me quedaré aquí, y claro que vendré a verte —aseguré, intentando contener el temblor de mi voz.

Aunque era lo que más deseaba, no podía irme a Estocolmo. El entierro de padre se celebraría en los días siguientes. Hasta entonces, estaba obligada a quedarme allí.

Hendrik, sin embargo, no sabía nada de eso. Solo se alegró de verme pronto otra vez.

—Qué bien —dijo—. Tienes que contarme cómo te va en la universidad, y si tienes algún admirador.

En mis últimas visitas no había mencionado a Michael, ni siquiera a Hendrik. Siempre había tenido que defenderme de la tormenta que me esperaba en casa, y no quería empeorar la situación informándoles de que tenía un amante indecoroso.

—Ya sabes que mis profesores son estrictos y tengo mucho que hacer —repuse—. Eso no deja mucho espacio para el amor y los hombres. Sabes de lo que hablo, ¿verdad? Seguro que padre te ha tenido muy ocupado.

—Sí… Es cierto. —Estaba a punto de quedarse dormido.

—Descansa. Mañana te explicaré todo lo que quieras saber.

Me incliné sobre él y le di un beso en el trocito de frente que conservaba intacto. Y me dirigí hacia la puerta.

—Neta —me llamó.

Me detuve. El pánico crecía en mi interior, el aplomo empezaba a abandonarme. Mi cuerpo reaccionaba con una indisposición que me hacía sudar la nuca. Reuní toda la serenidad que pude y me volví. No quería dejarlo allí tumbado sin que pudiera decirme qué le afligía.

—¿Sí? —Me acerqué de nuevo a su cama, pues cada vez le costaba más hablar.

—Si no lo consigo… —empezó.

Me habría gustado taparle la boca. Tenía que conseguirlo, ¡tenía que recuperarse!

—¡No digas eso! —exclamé, jadeante, y le toqué la parte ilesa del rostro.

—Neta —insistió, y tragó con esfuerzo por la sequedad de su boca—. Por favor, escúchame.

Asentí, aunque habría querido salir corriendo. ¡Mi maravilloso hermano no podía morir! No podía permitir que se rindiera.

—Si no lo consigo, tendrás que ocupar mi lugar en la familia. Ya sé que preferirías cortarte un pie, ¡pero eres la última Lejongård! ¡Después de mí, eres la heredera!

—No vas a rendirte, ¿me oyes? —dije entre lágrimas—. No vas a dejarme sola.

Volvió a tragar saliva.

—No tengo pensado hacerlo, pero, si sucediera, quiero que seas la señora de la finca. Sé que tienes otros planes, que quieres convertirte en una pintora famosa. Sin embargo, sabes que perteneces a esta tierra, que eres parte de la finca. De nuestra familia. Por favor, no los dejes en la estacada, ¿de acuerdo?

Su mirada era tan suplicante que le habría prometido cualquier cosa. No fue hasta un instante después cuando comprendí lo que me estaba pidiendo.

—Sabes que por ti sería capaz de hacer casi lo que fuera —dije. Tomé su mano vendada y la apreté contra mi mejilla—. Pero…

—¡Sin peros, Neta, por favor! —Temblaba, le fallaban las fuerzas—. Prométeme que, aunque no dejes la pintura, cuidarás también de la mansión y de la finca. Y de nuestros padres. Sabes lo mucho que significa eso para mí.

—¿Y yo? ¿Es que no significo nada?

—Pues claro que sí, hermanita. Te quiero por encima de todo, y por eso deseo que encuentres tu hogar en la casa señorial. Es tu destino.

Hendrik se veía cada vez más intranquilo, casi al borde de la desesperación. Me sentía dividida. No quería hacerle ninguna promesa que no pudiera cumplir, pero tampoco deseaba inquietarlo.

—Con una condición —dije entonces.

—¿Y cuál es?

—Que te pongas bien —respondí—. El día que mueras, ocuparé tu lugar, pero todavía no. Aún eres demasiado joven y tienes muchísima vida por delante. Me niego a quitarte ese peso de encima para que puedas escaquearte.

Una sonrisa asomó a su rostro.

—O sea que es un sí.

—No. Te prometo que me ocuparé de la finca, pero no tendré que hacerlo porque lo harás tú.

—Y padre también —añadió él, y cerró los ojos sonriendo.

Lo miré con espanto. Sin saberlo, acababa de darme una puñalada en el estómago. No quería corroborarle eso, pero tampoco podía decirle que no.

—Ahora duerme —le aconsejé en voz baja, y le acaricié el pelo que salía por entre las vendas—. Mañana seguiremos hablando.

—Querrás decir peleando. —Volvió a sonreír, pero su rostro hizo una mueca.

—Hasta mañana, Hendrik —dije en un susurro, y me marché.