Capítulo 52

Estocolmo me recibió con el cielo cubierto. Me dio la sensación de que hacía una eternidad desde la última vez que había estado allí. Nada parecía haber cambiado y, sin embargo, todo era diferente. Yo había cambiado. Ya no era una muchacha, sino una mujer. Y estaba embarazada. No me sentía mucho mejor que esas incautas que se entregaban con frivolidad a un hombre esperando conseguir un futuro mejor gracias a él, y que acababan decepcionadas. ¿Acaso importaba que tuviera sangre noble? A fin de cuentas, no era más que una mujer…

Le había enviado un telegrama a Marit desde la estación de Kristianstad. Ojalá no estuviera demasiado ocupada. Un par de semanas antes me había escrito contándome que había conocido a un joven médico. Era algo mayor que ella y trabajaba en la consulta de un colega que estaba a punto de jubilarse; seguramente podría hacerse cargo de la consulta entonces. Al principio me extrañó que Marit, que nunca había querido a ningún hombre en su vida, escribiera tan enamorada, pero me alegré por ella y así se lo dije, aunque eso me hiciese recordar una vez más que a mí el amor me había abandonado. Nuestra correspondencia se había interrumpido después de eso. No era de extrañar, porque seguro que ese médico ocupaba casi todos sus pensamientos, igual que me había pasado a mí con Max. Sin embargo, sabía que la tendría a mi lado cuando la necesitara.

Agarré el asa de mi maleta y recorrí el andén. Había sido ilusorio esperar que fuera a buscarme a la estación. Al cruzar el vestíbulo tuve la extraña sensación de regresar a casa. ¿Cómo habría sido mi vida si mi padre y Hendrik no hubiesen muerto? ¿Si no hubiese existido aquel espantoso día de marzo del año anterior?

—¡Agneta!

Divisé una mano que sobresalía por encima de la multitud de viajeros. Marit tardó un momento en abrirse paso, y entonces la vi.

Llevaba el pelo un poco más corto, e incluso a mí me pareció algo atrevido. El vestido de verano gris oscuro le sentaba de maravilla. Ya no parecía una mujer del Ejército de Salvación que en sus horas libres se ganaba un dinerillo haciendo labores de costura. Su joven médico parecía ocuparse bien de ella.

Un año antes habría esperado cualquier cosa, menos que mi amiga llevara una vida burguesa algún día. Aunque su felicidad me alegraba de todo corazón.

—¡Marit! —exclamé, y corrí hacia ella.

Cuando nos abrazamos, fue como si no hubiese pasado un año desde nuestro último encuentro.

—¡Cuánto te he echado de menos! —dije, y la estreché.

Qué bien sentaba. ¿Por qué había esperado a tener problemas para visitarla?

—Me alegro de verte —dijo ella, y me miró bien.

—No digas que tengo buen aspecto —me adelanté—. No tengo buen aspecto y tampoco me encuentro bien.

Marit arrugó la frente.

—¿Qué ha ocurrido?

—Prefiero contártelo en un lugar más tranquilo —repuse, y la tomé del brazo—. Lamento no haber venido a verte hasta estar en apuros.

—Para eso están las amigas. Vamos, conozco una cafetería acogedora. Después te enseñaré mi nuevo apartamento. Puedes quedarte allí un par de días tranquilamente, si quieres.

—¿Un nuevo apartamento?

—Sí, en el centro histórico. Peer insistió en que dejara el antiguo.

—¿Tu joven médico?

—Sí, eso es. Le dije que no quería depender de él, pero con el apartamento fue inflexible.

—¡Tú, en el centro histórico! —dije sonriendo—. ¿Alguna vez habías soñado con que vivirías allí?

—Pues no. Tampoco había pensado que un día me gustaría algún hombre, pero así es. De todos modos, eso no significa que no siga siendo la de siempre. Todavía organizamos manifestaciones, y también continúo en el Ejército de Salvación. Allí fue donde nos conocimos. Peer es un socialista apasionado y me apoya en mi trabajo por los derechos de las mujeres.

—Has tenido mucha suerte. —Un sentimiento cálido inundó mi pecho, aunque al mismo tiempo me sentí a punto de echarme a llorar de autocompasión.

—Ven, iremos en coche —dijo, y me llevó a uno de los vehículos de alquiler que esperaban frente a la estación.

En el trayecto hacia Gamla Stan reparé en que había bastantes más automóviles en las calles. Por lo visto, muchos ciudadanos ricos habían seguido el ejemplo del rey y se habían comprado uno.

—¿No te parece espantoso lo que está ocurriendo al otro lado del Báltico? —comentó mi amiga mientras recorríamos las estrechas callejas—. Nosotros nos quedamos conmocionados al enterarnos del inicio de la guerra.

—Nosotros también —dije—. Solo espero que el rey se mantenga firme y no nos involucre.

—Peer opina que el rey no puede hacer otra cosa. Hay numerosos miembros del gobierno que reclaman que Suecia apoye a los alemanes, pero si lo hiciera, y con ello enviara al país a la guerra, perdería el respaldo del pueblo.

—Ese Peer tuyo parece muy listo.

—Sí, y sobre todo es un hombre que no quiere encerrarme en la cocina.

—¿Ya te ha presentado a sus padres?

—Todavía no, pero tenemos pensado hacerlo dentro de dos meses.

—¿Es de casa burguesa?

Marit negó con la cabeza.

—No, de una familia de artesanos. Su padre es carpintero y tiene su propio taller. No se tomó a mal que su hijo estudiara medicina, aunque habría preferido que siguiera adelante con el taller.

—¿No tiene hermanos?

—Una hermana, pero su marido es funcionario.

—Qué pena para el padre de Peer.

Marit le quitó importancia con un gesto de la mano.

—Tiene un oficial de mucho talento. Si algún día le traspasa el taller a él, no se habrá perdido nada. Peer dice que al muchacho se le da mejor la madera que a su padre.

—Pero no es de la familia —señalé.

—No, pero eso no importa, ¿no crees?

Negué con la cabeza e intenté imaginar que mi padre se hubiese visto obligado a dejar la finca en manos de alguien ajeno a la familia. Habría sido algo impensable, pero Lejongård tampoco era una carpintería.

—No, en realidad no importa —reconocí—. Y tal vez sus nietos redescubran el gusto por la madera.

—Bueno, para eso primero tendrían que estar de acuerdo en que Peer se case conmigo. Su hermana tiene ya dos hijos, pero son niñas, y el padre cree que las mujeres no pueden trabajar en una carpintería.

—Tal vez lo hagan algún día —comenté con una sonrisa.

Nos detuvimos frente a una pequeña cafetería que, según Marit, quedaba muy cerca de su apartamento. Nos sentamos en un reservado y mi amiga pidió una cafetera para las dos. Cuando el camarero dejó la infusión humeante ante nosotras, empecé a explicarle lo que me había ocurrido esas últimas semanas.

Le conté que me había sentido muy unida a Max, que nos habíamos amado y que durante un tiempo había soñado con que nos casaríamos. Le hablé de su transformación tras el estallido de la guerra, de la visita de los militares alemanes, de su desaparición y de mi consulta al doctor Bengtsen.

—En fin. Según parece, resulta que estoy embarazada —concluí—. Jamás pensé que pudiera pasarme algo así.

Mi amiga frunció el entrecejo. Su expresión era muy seria.

—Qué tipo despreciable —masculló—. Puede que hubiera esperado muchas cosas de él, pero no eso.

—A mí me pasa igual. Confiaba en él. ¡Veía un futuro con él! Era tan rebelde, tan libre… Llegué a creer que había encontrado a mi alma gemela.

Las lágrimas me afloraron. ¿Estaba destinada a pasar el resto de mi vida sin un hombre? ¿Sin un hombre que me amara?

Sentí la mano de Marit en mi brazo.

—Equivocarse es humano —dijo con delicadeza—. Sobre todo en cuestión de amores. Ya sabes que yo nunca he querido casarme, pero Peer ha entrado en mi vida. Estoy segura de que también tú encontrarás a un hombre que esté a tu lado y no te deje en la estacada, como Michael o ese Max.

—Pero eso significa que, igual que Susanna, tendré que buscar un falso matrimonio —susurré, y me eché a llorar.

—Ya se nos ocurrirá algo —dijo Marit, y se inclinó para besarme la frente.


Más tarde, ya en su apartamento, sentadas en el sofá rojo que había conservado de su antiguo piso, Marit me presentó todas las opciones.

—Puedes ir a una abortera, aunque es peligroso. Podrías perder la vida en la operación. O tu hijo podría nacer tullido.

—Descartado —dije.

Solo con pensarlo sentí un horror indescriptible, porque cuando vivía en Estocolmo había visto el caso de alguna mujer muerta a manos de una abortera. Tampoco las hierbas producían siempre el efecto deseado. Y la idea de matar a mi hijo… ¡No! ¡Jamás sería capaz!

—Otra posibilidad es la adopción. Darías a luz en secreto y entregarías el niño a otra mujer. Nadie se enteraría.

—Descartado.

—O sea, ¿quieres tenerlo aunque te suponga problemas?

Asentí.

—Sí, lo quiero —respondí casi a mi pesar—. Me parece inadmisible que las mujeres caigan en descrédito si tienen un niño pero no a un legítimo esposo a su lado. Por mí, jamás me casaría.

La ira estalló de pronto en mi interior. ¿Por qué existían todas esas obligaciones? ¿Por qué nos ponían tan difícil a las mujeres decidir por nosotras mismas?

Marit suspiró.

—Tienes razón. Esto no debería ser ningún problema, y menos para una mujer como tú. Podrías contratar a una niñera y ofrecerle al niño un hogar acomodado, por no mencionar que tu linaje familiar seguiría adelante. Pero la sociedad no tiene compasión. Seguro que la finca se vería perjudicada, sobre todo porque dependes de la venta de tus caballos.

—De ser un hombre, nada de eso sería un problema. Podría esconder a mi amante en la habitación contigua. O en un jardín secreto.

—Pero no eres un hombre, sino una mujer. De ti se espera que te cases según tu posición, que cumplas con tu deber. El solo hecho de que dirijas la finca sin marido ya es un escándalo.

—Entonces, tal vez debería atreverme a provocar otro. ¿Quién va a impedirme que traiga al mundo a mi hijo y lo incluya en la línea sucesoria de la familia? También debería haberlo hecho con la hija de Susanna.

—La hija de Susanna está muy bien atendida. Si quieres, ve a verla mañana y así conocerás a tu sobrina. —Me dio unas palmaditas en la mano—. Naturalmente, nadie puede impedirte que tengas a tu hijo. Tampoco tiene por qué haber ningún marido pantalla. Tú posición es otra y, por tanto, tienes medios y posibilidades para hacerte cargo del niño.

—Sí, pero mi reputación se resentirá.

—La gente dejará de ir a tus recepciones, y ya no te invitarán a las suyas. ¿Y qué?

—Es cierto, para mí no sería ningún perjuicio.

Por mi agria sonrisa, Marit debió de comprender lo que estaba pensando, porque añadió:

—Pero sí lo sería para la finca, ¿no? Un perjuicio para la reputación de tu familia. Siempre pensamos que los nobles lo tienen más fácil, pero no es así. Tú también debes pensar en esas cosas. —Me dio un abrazo y me estrechó un momento—. Me temo que la única posibilidad de salir indemne de este asunto es un matrimonio, sí —añadió—. Aunque en tu caso será difícil encontrar a alguien de tu posición. Las mujeres sencillas lo tienen más fácil.

—Creo que ni siquiera Lennard querrá aceptarme cuando se entere.

—¿Lennard?

—El amigo de la infancia que me propuso matrimonio —aclaré—. Pero sería el último al que quisiera poner en ese brete. No se lo merece.

—Aun así, no deberías tacharlo de la lista —sugirió Marit, y se tensó—. Si es tu amigo, tal vez esté de acuerdo en hacer un trato. Tú podrías darle a entender que puede buscarse una amante, o acordar una separación al cabo de cierto tiempo.

—No, con alguien como Lennard eso está descartado. Además, tengo la sensación de que no quiere a ninguna otra.

—Bueno, ¿y qué te detiene?

—No lo veo como a un hombre del que pueda enamorarme.

—Pues hay muchos matrimonios que no se contraen por amor. Yo no he estado casada, aunque sí he conocido a bastantes parejas. Con el tiempo, las que son más felices no siempre se casaron por amor, pero sí eran personas similares, en esencia, en energía y en la voluntad de hacer que su matrimonio funcionase. ¿Por qué no habrías de conseguirlo con Lennard?

Miré a mi amiga sin salir de mi asombro. En el año que llevaba fuera de Estocolmo había cambiado mucho. Había madurado y hablaba de una forma más sosegada que antes. Más que yo. Frente a ella, me sentí como una niña inmadura.

—No lo sé —dije con un suspiro—. Es que no quiero… perder mi libertad.

—¿Crees que es de los que te quitarían la libertad?

—No, pero…

—Entonces, inténtalo por lo menos. Si dice que no, ya pensaremos otra cosa. ¡Y habla con tu madre!

La sola mención de Stella me sobresaltó. Todavía tenía que enfrentarme a ella, y también al hecho de que algunos nobles no volverían a presentarse en nuestras fiestas de Navidad o del Midsommar, lo cual me asustaba aún más.

—Mi madre se escandalizaría. Seguro que haría las maletas ese mismo día, aunque eso no sería ningún castigo.

—No creo que hiciera eso. Seguro que se alegraría mucho ante la perspectiva de que te casaras con el amigo de juventud que ella misma te proponía como futuro marido. Así es como deberías exponérselo.

Sacudí la cabeza.

—Aún habría otra posibilidad —me oí decir—. ¿Y si huyo de todo? ¿Igual que Max?

—Esa es la segunda peor idea. No llegarías muy lejos. ¿Y qué sería de Lejongård? Desde que te hiciste cargo de la herencia, ya no eres solo responsable de ti misma, también son responsabilidad tuya todas las personas que viven en la finca. Cuentan contigo. Te necesitan. Si Lejongård cae, no solo se extinguirá tu familia, también esas personas perderán su modo de vida. Provocarías una desgracia inimaginable. —Hizo una breve pausa antes de añadir—: Además, ¿qué pasa con todos los cambios que quieres introducir? ¡Sin ti, Susanna estaría ahora en el arroyo, con niña incluida! ¡Sin ti no habrían atrapado al incendiario que mató a tu padre y tu hermano! ¡Quién sabe cuántas cosas más puedes hacer aún! Es posible que tu finca sea algún día un lugar donde las mujeres encuentren refugio. Un lugar desde el que transformar la sociedad.

Oyendo a Marit, de repente me sentí fatal. Tenía razón. Y yo, una vez más, había sido una egoísta que solo se preocupaba por su bien. Me incliné hacia ella. Volvía a tener ganas de llorar.

—Venga, primero nos tomaremos una gaseosa —dijo—, y luego seguiremos pensando.

Asentí, aunque sabía que no había más opciones que la entrega en adopción o el matrimonio. La primera ya la había descartado. Tal vez mi hijo no conociera nunca a su padre, pero su madre debía estar con él.

Pensé en Susanna. Tampoco su hija conocería nunca a su verdadero padre, así que quizá no sería mala idea ir a visitarla.