Capítulo 6

A la mañana siguiente, después de tomar un rápido desayuno en mi habitación, salí de la mansión para dar un paseo.

El día anterior no había tenido tiempo de visitar la finca, así que me quedé maravillada contemplando la majestuosidad de los blancos muros de Lejongård, que seguían firmes frente al paso del tiempo.

En Estocolmo también había muchas construcciones espléndidas, algunas más grandes aún que nuestra mansión. Sin embargo, la casa de mis padres siempre ejercía en mí un efecto casi intimidante. Mi mirada pasó por las altas ventanas en que se reflejaban las nubes. El rostro de la casa señorial se había ido transformando con los años. Cada conde había dejado su huella. De la época del fundador de nuestro linaje, Axel Lejongård, que había recibido la finca en el siglo XVII de manos del rey Carlos XI por su lealtad en la guerra de Escania, ya solo quedaban los cimientos. Axel había preparado la tierra para el cultivo, iniciado la cría de caballos y contribuido a que el poder sueco se estableciera en Escania después de que su rey se anexionase la región unos años antes.

La residencia principal había recibido en varias ocasiones disparos de rebeldes daneses, que libraban una guerra de guerrillas contra los administradores suecos. Algunos impactos seguían visibles en la parte trasera de la casa, conservados como recordatorio.

Las transformaciones arquitectónicas más importantes las había realizado mi bisabuelo, que había sido buen amigo y gran defensor del primer rey de la dinastía Bernadotte. Él convirtió el viejo edificio renacentista, que algunos habitantes de ascendencia danesa de la región odiaban con inquina (pues nos consideraban unos intrusos ilegítimos), en una elegante mansión clasicista admirada por viajeros y elogiada por literatos. Los descendientes de las familias que nos habían odiado hicieron entonces las paces con nosotros, al parecer, hartos de la campaña de difamación iniciada por sus antepasados.

El último conde que cambió algo en la mansión fue mi abuelo. Para enfatizar los leones de su nombre —Lejongård, «Finca de los Leones»—, hizo instalar encima de todas las ventanas pequeñas cabezas de león, cada una con una expresión diferente.

Hendrik y yo les poníamos nombres a esas cabezas y nos inventábamos historias sobre ellas. En nuestra imaginación, los leones hablaban entre sí por la noche, a veces ponían verdes a nuestros padres, o a nosotros, o tenían miedo cuando les caía una tormenta encima.

Una sonrisa involuntaria cruzó mi rostro cuando levanté la mirada hacia Sture, el león que protegía una de las ventanas del gran salón de baile y que siempre había sido mi preferido. Le había imaginado un carácter gruñón pero magnánimo. Bror, el león de al lado, era el preferido de mi hermano, curioso y listo. Los dos nos contaban siempre los bailes de la casa, a los que todavía no teníamos permitido asistir.

Tal vez debiera llevarle a Hendrik novedades sobre Bror y Sture. ¿Se acordaría mi hermano de ellos? ¿Habría pensado últimamente en los leones al pasar por delante de esas ventanas, o las ocupaciones diarias no le dejaban tiempo para esas cosas?

Con un cálido sentimiento en el pecho, me volví y eché a andar hacia los pastos de los caballos. Hendrik y yo habíamos jugado mucho allí de pequeños. A madre no le gustaba que recorriéramos solos las inmediaciones, pero padre siempre decía que los niños de una finca debían conocer lo que algún día heredarían. Tenían que saber orientarse en sus tierras y en los alrededores, y no debían temer a la naturaleza.

De camino a los prados había que pasar por los establos. La visión de los escombros negros que habían quedado del más grande me dejó muy afectada. Alguna que otra vez se había declarado un incendio en la propiedad, pero casi siempre en un campo o una zona boscosa. Nunca se nos había quemado ninguna construcción.

El sentimiento de bienestar que me había embargado al ver los leones de las ventanas se esfumó. De pronto sentí en el pecho una especie de remolino oscuro que se tragaba toda la alegría que había sentido jamás. Añoré a Michael, intenté imaginar que me abrazaba, pero no sirvió de nada. El remolino siguió arrastrándome.

En mi frente aparecieron gotas de sudor, las manos empezaron a temblarme. ¿Por qué demonios no habían limpiado ya todo aquello?

Por fin conseguí alejarme de allí, aunque con esfuerzo. Giré sobre los talones y eché a correr todo lo deprisa que pude hasta que mis pulmones aguantaron. Los guijarros que pisaba pasaron a ser briznas de hierba que mi abrigo y el dobladillo de mi falda apartaban a lado y lado. El suelo se volvió más irregular y la maleza crecida desde el año anterior empezó a rozarme las mejillas. Cuando sentí que me quedaba sin aire, me detuve y vi que alrededor no había más que árboles. El remolino del pecho perdió fuerza y poco a poco me tranquilicé. De aquella negrura ya solo quedaba un eco que el viento acabó de llevarse.

Sin darme cuenta había llegado al mismo lugar al que huía con catorce años cuando quería estar sola o, una vez más, no conseguía satisfacer las expectativas de mis padres. El pequeño claro no se encontraba lejos de los pastos, y allí podía imaginar que me encontraba en una sala hecha de árboles y aislarme del frío que tan a menudo me perseguía desde la mansión.

Arranqué un manojo de hierba medio seca y la retorcí con las manos. Hendrik y yo solíamos jugar a «gallo o gallina», que consistía en arrastrar la inflorescencia de la hierba hacia arriba a lo largo del tallo, de manera que se formaba una especie de plumero, pero antes había que adivinar qué saldría. La «gallina» era un plumero sin ninguna brizna que sobresaliera de las demás; el «gallo», en cambio, tenía «colita». Era un juego que dependía del azar, aunque Hendrik a veces intentaba hacer trampa. Nos encantaba y pasábamos horas jugando, hasta que teníamos que volver a casa.

Ese recuerdo me hizo sonreír, y me quedé allí un momento más antes de regresar a los pastos, que estaban rodeados de altos tilos y robles. Debía de hacer poco que habían revisado la valla, porque los postes parecían muy nuevos. Recorrí un rato el vallado hasta ver los caballos. Para evitar robos, los ejemplares más valiosos se llevaban al establo por la tarde, mientras que los caballos de trabajo pasaban casi toda la primavera y el verano fuera, en los prados.

Cuando me detuve, uno de los animales se separó de los demás. En un primer momento creí que se trataba de Edwina, la yegua preferida de mi padre. Al mirar con más detenimiento, sin embargo, vi que era Talla, la yegua que siempre montaba yo. Igual que Edwina, era de tonalidad isabelina, ya que ambas habían nacido de la misma madre. Talla era mayor que Edwina y también mucho más tranquila, por eso mi padre la había escogido como caballo de silla para mí.

Era sorprendente que aún me recordara. Vino directa y sacó su gran cabeza por encima de la valla. Los ojos se me llenaron de lágrimas de emoción cuando inspiré su aroma, a pelaje cálido y heno.

—Eh, Talla —dije, y reprimí un sollozo mientras le tocaba la nariz.

Ella sacó la cabeza un poco más, hasta alcanzar mi pelo, y lo acarició con los ollares. Nuestro antiguo saludo. Había olvidado cuánto lo echaba en falta. Resolló en mi pelo y apoyó la cabeza contra la mía. Era como si hubiéramos salido a cabalgar juntas el día anterior.

A causa de su edad, Talla ya no pertenecía a los animales más valiosos, pero por lo visto había estado entre los caballos del establo grande, porque al examinarla de cerca descubrí en su lomo un trozo de pelaje chamuscado. Debía de haber escapado por poco de las llamas.

—Bueno, bonita, ¿cómo estás? —pregunté, y le acaricié los ollares con cuidado. Ella intentó roerme la mano, y lamenté no haber llevado alguna golosina para darle—. Menudo susto, ¿eh?

Talla resolló, aunque seguramente de decepción al ver que no había ninguna zanahoria para ella. Después se estremeció un poco y levantó la cabeza.

—Vaya, si es la señorita… —dijo una voz detrás de mí.

Talla lo había visto antes que yo, claro. El hombre rubio que se acercaba con rudas botas, pantalones de montar y una camisa de cuadros era Sören Langeholm, nuestro caballerizo. Era uno de los mejores expertos en cría de caballos de sangre caliente suecos. A él teníamos que agradecerle que nuestros ejemplares estuvieran desde hacía años en lo más alto de las listas de los mejores sementales del país.

—Señor Langeholm —respondí, y le tendí la mano—. Me alegro de verlo.

Talla me dio un golpecito en el hombro desde atrás. Nuestra despedida. Después regresó trotando hacia los demás caballos.

—El placer es todo mío —contestó Langeholm—. Aunque habría deseado que nos visitara usted en otras circunstancias. La muerte de su señor padre nos ha afectado a todos. Lo siento mucho por su familia.

—Es muy amable por su parte.

Su fuerte apretón de manos me sentó bien.

—Su padre y su hermano lucharon como dos héroes por las yeguas. Menos a una, pudieron sacarlas a todas antes de que el techo se viniera abajo.

Sabía lo importantes que eran los caballos para mi padre, y también para Hendrik, pero deseaba que no hubieran puesto su vida en peligro por ellos.

—¿Cómo pudo ocurrir? —pregunté. Ya que mi madre no me explicaba nada, tal vez pudiera sonsacarle algo de información a Langeholm.

—Bueno, nadie se lo explica. La policía llegó poco después de que el fuego se extinguiese. Los agentes estuvieron removiendo los escombros, pero nadie quiso decirnos nada. Tal vez lanzaron un cigarrillo encendido. A veces la paja también se prende sola. Los últimos días habíamos tenido un tiempo muy bueno y soleado.

Yo nunca había oído hablar de que la paja se prendiera sola en marzo, pero quizá fuera posible.

—¿Había más hombres en el establo?

—Sí, dos mozos de cuadras. Lasse y Sven. Su padre les ordenó salir cuando el humo se volvió demasiado denso. Su hermano intentó sacar de allí también al señor, pero él no quiso, así que al final se quedó. Querían salvar a todos los animales… Y entonces el techo cedió de pronto bajo las llamas y les cayó encima. Solo quedaba una yegua en el establo, pero su padre no quería abandonarla.

Cerré los ojos. Imaginar lo sucedido me provocaba escalofríos.

—¿Qué yegua no lo consiguió? —pregunté con la garganta cerrada.

Sigursdottir. De hecho, la sacamos viva de los escombros, pero muy malherida, así que tuvimos que darle el tiro de gracia.

El nombre de esa yegua me decía algo. Había sido madre de varios buenos potros. Nos la vendió un criador de Noruega y, aunque hacía mucho tiempo que nuestra familia no tenía contacto con él, el caballo sí se había quedado con nosotros.

—Ojalá mi padre y Hendrik hubiesen salido antes del establo. Los caballos pueden remplazarse, pero las personas…

La pérdida de la yegua noruega era amarga, pero no arruinaría a la finca. El establo podía reconstruirse. A mi padre, en cambio, a quien tal vez le hubieran quedado otros veinte años de vida, no nos lo devolvería nadie. Y también Hendrik quedaría marcado para siempre. Eso me enfurecía, y deseé que padre hubiese sido más inteligente.

—Sí, a su padre nadie podrá sustituirlo.

Asentí con la cabeza y nos quedamos un momento en silencio.

—Ha dicho que la policía estuvo aquí. ¿Puede contarme algo más? —pregunté entonces.

—En fin, como el fuego se extendió muy deprisa, no puede descartarse que fuera provocado. A mi entender es un disparate, pero los investigadores quieren interrogar al personal a lo largo de los próximos días.

Me habría gustado que mi madre me informara de ello.

—Eso inquietará a la gente —opiné—. Nadie querrá que lo consideren sospechoso de ser culpable de la muerte de su señor.

Se oyó un crujido seco y ambos nos volvimos casi al mismo tiempo. Lasse Broderson, uno de los mozos de cuadra, venía corriendo por el camino.

Por un momento se me paró el corazón. ¿Le había ocurrido algo a mi hermano?

—¡Ya empieza! ¡Ha llegado el momento! —gritó.

Respiré con alivio. Ocurriera lo que ocurriese, no parecía tener nada que ver con Hendrik.

—¡Aurora va a tener a su potro! —añadió Lasse.

—¿Estás seguro?

—Se ha tumbado. Todo parece indicar que ya está preparada.

Langeholm me miró.

—Bueno, señorita, me parece que va a tener que pensar pronto en un nombre. A veces los partos de los potros van rápidos, y no es la primera vez que Aurora da a luz.

En realidad, poner nombres le correspondía al propietario de la finca, que en esos momentos era mi hermano, puesto que la línea sucesoria de nuestra familia determinaba que el primogénito heredaba la finca y el título. En eso no nos diferenciábamos de la familia real.

—¿No debería decidirlo Hendrik? Ahora el señor es él.

—Me temo que su hermano estará todavía algún tiempo en el hospital, de modo que el honor será de usted…

Me habría gustado argüir que el bautizo de un potro no corría prisa, que se le podía poner nombre hasta medio año después, pero eso iba contra la tradición de la casa. Nuestros potros se bautizaban nada más nacer. Antiguamente se esperaba ahuyentar así los malos espíritus que podían perjudicar al animal. Ya no quedaba nadie que creyera en espíritus, pero la costumbre se había conservado.

Corrimos de vuelta al establo. Los mozos de cuadra ya se habían reunido con el viejo Linus, nuestro «sabio de los caballos». El hombre estaba junto a Aurora y le acariciaba el cuello con suavidad mientras le hablaba en un antiguo dialecto que casi sonaba como una lengua mágica.

Mi mirada pasó por la pequeña ventana del establo y vi los añicos de espejo esparcidos en el alféizar para ahuyentar las pesadillas de los animales. A mis ojos era algo irracional, una costumbre incluso peligrosa. Los añicos podían caerse y, en el peor de los casos, acabar incluso en el forraje. Era cierto que los caballos tenían fama de poder encontrar hasta una aguja entre el heno con sus delicados belfos, pero no me fiaba. Sabía que a mi padre tampoco le hacía demasiada gracia, pero a Linus, que todavía creía en troles y espíritus, no había forma de hacerle abandonar la costumbre.

—Ah, la señorita Agneta —dijo el viejo cuando llegué—. Me alegro de volver a verla.

—Gracias, Linus. Me alegro de que esté usted bien.

—Hmmm, bueno… Los huesos me crujen bastante, y lo demás tampoco rejuvenece. Pero mientras Dios me deje abrir los ojos por las mañanas, me doy por satisfecho.

Linus no era solo un experto en caballos, la gente de pueblo también recurría a él para poner remedio a pequeños achaques. Nuestra familia había establecido una consulta médica en el pueblo hacía más de ciento veinte años, y nos encargábamos de que siempre hubiera allí un buen facultativo, pero aun así la gente tenía una fe ciega en el viejo curandero. Debía de tener ya más de ochenta años y, por lo tanto, conocía a todos los vecinos desde que habían nacido.

—¿Cuánto tardará? —pregunté, inclinada sobre la valla.

—Una hora más, a lo sumo. Quizá menos. Esta chica de aquí ya sabe lo que es parir.

La yegua había apoyado la cabeza en el suelo y resollaba. Su flanco se movía arriba y abajo con ímpetu. Aun sin ser experta en caballos, yo misma veía que tenía dolores.

Langeholm se acercó al viejo. Llevaba unos guantes largos, un invento moderno que se había puesto de moda, como sin duda pensaba Linus, o al menos eso me pareció intuir en su mirada. Los dos hombres nunca se habían caído muy bien, porque se veían uno al otro como competencia. Langeholm había estudiado y acumulado conocimientos en algunas fincas excelentes; Linus había heredado el saber de su padre. Ambos habían tenido sus roces, sobre todo al principio, hasta que Langeholm se dio cuenta de que Linus tenía cosas que ofrecer, de esas que no se aprenden en una universidad, sino que proceden de una experiencia centenaria. Linus, por su parte, tuvo que reconocer que algunos de sus métodos habían quedado anticuados.

A esas alturas ambos se respetaban. A veces un poco a regañadientes, pero lo hacían. Si no se daba ninguna circunstancia grave, Langeholm le cedía el terreno a Linus, ya que mi padre tenía al viejo en mucha estima. Jamás lo habría despedido, y yo estaba segura de que tampoco Hendrik querría prescindir de él.

—Sí, así, chica, vas a conseguirlo —le dijo Linus a la yegua sin dejar de acariciarle el cuello. Después se levantó y se dirigió a nosotros—: Será mejor que nos apartemos un poco y la dejemos sola. Creo que enseguida se incorporará y empezará con los pujos.

El viejo se apartó de Aurora y se quedó de pie junto a la valla. Yo miraba fascinada a la yegua.

Lo que se desarrolló en los siguientes minutos era algo que conocía desde los días de mi niñez. Hendrik y yo, de pequeños, nos colábamos a menudo en el establo cuando una yegua iba a dar a luz para contemplar el parto, aunque padre no quería tenernos allí.

Ojalá ahora mi hermano estuviera aquí para demostrarle que la vida continuaba, que había esperanza.

Aurora pataleó con los cuartos delanteros y todo su cuerpo tembló cuando empezaron las contracciones. Entonces se tumbó, pero solo para volver a incorporarse poco después y seguir empujando. Por fin se levantó del todo y empezó a trotar. Linus le estuvo susurrando todo el tiempo una especie de conjuro, o por lo menos eso me parecía. Sus palabras ya me habían resultado incomprensibles cuando aún conservaba todos los dientes, y no había logrado entenderlas más con los años.

Al fin apareció la primera pata del potro, negra como la noche. Aunque eso no quería decir nada. Muchos nacían negros y luego se volvían blancos, y el padre de este era un caballo blanco. Seguramente acabaría siéndolo él también.

Cuando el potro estaba ya medio fuera, la yegua volvió a agacharse. La bolsa de aguas había dejado al descubierto la cabeza al pequeño, que se movía, pero la agotada madre seguía resollando con los cuartos traseros en el suelo.

—Bueno, vean eso, un pequeño semental —dijo Linus, y se ganó una mirada de incredulidad por parte de Langeholm.

—¿Cómo puede saberlo ya?

—Lo sé y punto —respondió el viejo—. Se lo veo en la cabeza, que es un método igual de fiable que verle los atributos.

Se me aceleró el corazón. Había olvidado la emoción que sentía al ver un potro recién nacido, la alegría de comprobar que estaba sano y lleno de vida. Me daba lo mismo que fuera macho o hembra. La dulce emoción ante ese precioso nuevo ser ahuyentó por un momento el dolor de mi pecho. Entonces me pareció que todo había terminado. Cuatro delicadas patitas, cada una con una mancha blanca en la rodilla, una cabeza con una pequeña estrella en la frente, una colita mojada que se le pegaba a los cuartos traseros, un pelaje mojado y brillante que parecía barniz, y unos ojos que lanzaban destellos oscuros, como dos canicas. Se me saltaron las lágrimas, pero esta vez de alegría.

El potro (seguro que Langeholm comprobaría enseguida el verdadero sexo del animal) intentó entonces ponerse en pie, pero Aurora no se lo permitió. Ella siguió un rato más en el suelo, aunque los movimientos de sus flancos se habían calmado un poco. Cuando se levantó, casi toda la bolsa de aguas se desprendió del potro, y su madre empezó a secarlo a lengüetazos.

—Buena chica —dijo Linus, y se volvió hacia Langeholm—. Ya puede quitarse el guante, la madre sabe lo que se hace.

—Aun así, tengo que comprobar el sexo —replicó el caballerizo, visiblemente emocionado por que el parto hubiera llegado a buen término.

Todavía tardó un rato, pero, cuando Aurora lo tenía casi del todo seco, el pequeño por fin se levantó y nos miró.

—Bueno, ¿y qué nombre vamos a ponerle? —preguntó Linus, que no solo ejercía de comadrona de caballos, sino que también bautizaba a los animales.

Para ello, ese día no había llenado su petaca con aguardiente casero, sino con auténtica agua bendita. O al menos eso decía él. El pastor y Linus tenían una relación peculiar. El viejo no era el feligrés más entusiasta, pero insistía en bautizar a los caballos con agua de la iglesia.

—¿Qué le parece Lucero Vespertino? —propuse. En realidad, lo que yo dijera no era más que una sugerencia. Si a Linus no le gustaba, el nombre quedaría descartado.

—¿Y eso?

—Bueno, la aurora es la madre del atardecer. Y cuando atardece se ve el lucero vespertino. Además, es un nombre que puede ir igual de bien para un semental que para una yegua.

—¿Acaso no se fía de mi juicio, señorita? —preguntó el viejo, algo molesto, por lo que enseguida negué con la cabeza.

—No, Linus, no lo digo por eso. Solo ha sido un comentario.

Miré a Langeholm en busca de ayuda, y en su cara vi un esbozo de sonrisa. Nadie podía dudar de Linus en público… al menos hasta que se comprobase que estaba equivocado. Me ardían las mejillas, de repente me sentía como si volviera a tener doce años.

Linus lo pensó un momento y asintió con la cabeza.

—No es un nombre demasiado original, pero es bonito y tiene un significado apropiado. La mayoría de la gente teme a la noche, creen que con ella todo llega a su fin, pero la noche solo es la preparación de un nuevo día. No se puede separar lo uno de lo otro. Así que muy bien. —Destapó su petaca con ceremonia y bautizó al potro echándole agua en la frente. El pequeño se estremeció, y Linus habló, solemne—: Yo te bautizo con el nombre de Lucero Vespertino.


Salí del establo con el dobladillo de la falda lleno de paja y una sonrisa en los labios que ni yo misma era capaz de explicarme del todo. Entonces vi a mi madre: una mancha negra en los escalones de la entrada, como una corneja extraviada que se hubiera posado allí. ¿Me estaba buscando? Al menos no podría echarme en cara que no me preocupaba por los asuntos de la finca. ¡Acababa de ayudar a traer un nuevo potro al mundo! Corrí hacia ella llena de euforia.

—¡Aurora ha dado a luz! —anuncié—. Tenemos un potro nuevo.

Ella se quedó impertérrita. ¿Por qué iba a reaccionar de modo alguno frente a su hija, que de pronto no parecía abatida? Lo cierto era que el potro me había hecho olvidar unos instantes mi dolor y también el rencor que sentía hacia Stella Lejongård. Su rostro parecía tallado en piedra.

—Tengo que hablar contigo —fue lo único que dijo.

—Subo un momento a cambiarme de ropa —repuse.

No obstante, cuando pasé por su lado me agarró del brazo y me obligó a mirarla. Me puse rígida. Mi entusiasmo desapareció como la escarcha bajo el sol de la mañana.

—Hendrik ha muerto —dijo casi sin voz—. Acaba de venir un mensajero del hospital. Falleció hace una hora.

Aunque oí las palabras, no logré asimilarlas. ¿Que Hendrik había muerto? ¡Si lo había visto el día anterior!

—Eso no puede ser —logré decir, y sentí que el pánico me embargaba.

Lo vi de nuevo, con sus párpados temblorosos, pidiéndome que le contara cosas de Estocolmo. Su comentario sobre que no sentía el tacto en las manos. En aquel momento yo no había sospechado nada, no me pareció que fuese extraño.

Los labios de mi madre se convirtieron en una línea fina.

—¿Le contaste lo de tu padre?

Negué con la cabeza.

—No, el profesor Lindström me lo desaconsejó, así que le dije que padre estaba bien.

No, madre, no vas a culparme de la muerte de Hendrik, pensé, y entonces sentí como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago. Hendrik estaba muerto. Mi hermano había fallecido un día después de verme y arrancarme una promesa. Me llevé un puño apretado a los labios. Las lágrimas resbalaron por mis mejillas, aunque eso no importaba, y entré corriendo en la casa.

Me derrumbé junto a la escalera, las piernas ya no querían sostenerme. La herida de mi dolor volvió a abrirse y esta vez se hizo más profunda, me dejó sin respiración, estalló en mi cabeza. Por un momento sentí que solo existían los latidos de mi corazón resonando en mis oídos y tuve la sensación de que mi pecho se vaciaba. Ni siquiera oí mi propio lamento.