Capítulo 19

A la mañana siguiente, temprano, fui al despacho de padre. Antes no había día en que él no tuviera allí una cita con alguien. A los socios comerciales más importantes ya se les habían notificado los cambios en la finca, pero seguramente esperaban también una carta mía.

La habitación se había ordenado a fondo desde mi conversación con el inspector, pero el olor de los puros de mi padre seguía ahí. Impregnaba los infolios y las cajas de expedientes, los sillones de cuero y las altas librerías. En el escritorio se amontonaban las cartas. Aunque las habían dejado en varias pilas, algunas habían resbalado hacia un lado. Tal vez debiera empezar por ahí. Me senté en la silla alta que había tras la mesa. Era incómoda. A mi padre le gustaba que el mobiliario de trabajo no fuese confortable. Hojeé los sobres. Algunos contenían pésames retrasados; otros, las cuentas y la correspondencia habitual entre proveedores y clientes. Mi padre debía de haberse interesado por nuevos sementales hacía poco, y las respuestas acababan de llegar. ¿Estarían ya informados todos esos criadores de caballos de la nueva situación? Unos golpecitos en la puerta me sacaron de mis elucubraciones. ¿Había decidido mi madre ayudarme con la correspondencia?

—¡Adelante!

Bruns apareció en el umbral.

—Disculpe, señorita, un tal Max von Bredestein está aquí. Afirma que tenía una cita con su padre. Tal vez quiera hablar con él.

—¿Una cita? ¿Para qué?

—Bueno, por lo que sé, su padre estaba valorando contratar un administrador.

—¿Un administrador?

Pero si padre tenía a Hendrik, que lo ayudaba a dirigir la finca. ¿Para qué necesitaba otro administrador? El último al que conocí era el viejo Gridholm. Murió cuando Hendrik tenía catorce años. Solo unas semanas después, padre empezó a involucrar a mi hermano en los negocios.

—Está bien. Hágalo pasar.

Me levanté y me alisé el vestido. No sabía nada de ese plan de mi padre. ¿Habría informado a mi madre?

Poco después volvieron a llamar.

—¡Adelante!

El señor Von Bredestein resultó ser un hombre muy atractivo, de unos treinta años. Su pelo oscuro y rizado parecía alborotado, y quizá lo llevaba un poco más largo de lo que correspondía a la moda, pero atrajo mi mirada tanto como sus brillantes ojos azules, que contemplaban el mundo por debajo de unas bonitas cejas curvas. Habría sido un modelo ideal para cualquier pintor. De cuerpo atlético, vestía pantalones negros, camisa blanca y una americana de tweed beis. Por lo visto, había llegado a caballo, ya que sus botas de montar, que esa mañana sin duda habrían estado impolutas, exhibían numerosas salpicaduras de barro. Su aparición me dejó tan prendada que por un momento se me olvidó lo que debía decir.

También él parecía asombrado. ¿Había pensado que sería mi madre la condesa Lejongård a la que vería?

—Buenos días, señor Von Bredestein —conseguí decir al fin—. Me alegro de conocerlo.

—Lo mismo digo —repuso él con leve acento—. El caso es que esperaba encontrar a su señor padre.

De modo que nadie le había dado la noticia.

—Mi padre, por desgracia, falleció hace dos semanas —expliqué.

Von Bredestein se quedó atónito.

—Vaya… Lo siento mucho. Yo… —Me miró, desconcertado—. Mi más sentido pésame.

—Gracias.

—Entonces, seguramente llego en mal momento, ¿verdad? —Abochornado, jugueteó con los puños de su camisa, que asomaban bajo las mangas de la chaqueta.

—Bueno, quizá sea mejor que nos sentemos —propuse—, y así podrá informarme, si es tan amable, de lo que habían acordado con mi padre. No hace mucho que soy la señora de la finca. Hoy es mi primer día, para ser exactos.

—Oh. —Me dirigió una sonrisa tan cautivadora que por un momento deseé haberlo conocido en otras circunstancias—. Entonces, es una situación inédita para ambos, ¿verdad?

A mí, sin embargo, me costaba imaginar que ese hombre tan maravilloso no lograra arreglárselas en cualquier situación. El hecho de que, aun así, dejara entrever cierta inseguridad hizo que me cayera simpático. En Estocolmo había conocido a hombres muy diferentes. Le indiqué que se sentara frente al escritorio. Debería haberlo llevado al tresillo de la ventana, pero eso me ponía nerviosa. Detrás de la mesa me sentía más segura.

—Vi a su padre en Estocolmo, hará un mes —empezó Von Bredestein, una vez sentado—. Entablamos conversación en una subasta de caballos.

—¿Quería usted comprar caballos?

—Sí, para la finca de mi padre.

Enarqué las cejas. Si su padre tenía su propia finca, ¿por qué estaba en Lejongård?

—¿Y mi padre quiso contratarlo?

—No, fue decisión mía ofrecerme, aunque puedo entender que ahora no necesiten de mis servicios. Seguro que su marido pronto se hará cargo de la administración de la finca.

Al verlo sonriéndome, tan encantador, sospeché que solo me había hecho esa pregunta para descubrir si estaba casada.

—No tengo marido —repuse—. Me he propuesto llevar la finca yo sola.

—Bueno, siendo hija de la casa, tendrá la experiencia necesaria.

—Así es, pero eso no quita que no me venga bien un poco de ayuda. —Me lo quedé mirando. Su aplomo desprendía cierta arrogancia que, no obstante, lo hacía muy atractivo—. Dígame, ¿por qué quiere abandonar la finca de su padre? —añadí—. Seguro que él no se alegrará de perder su ayuda.

Una sonrisa triste asomó a su rostro e hizo refulgir sus ojos.

—Pues eso espero —repuso—, aunque él y yo nunca nos hemos entendido demasiado. Además, soy el segundo hijo. Mi hermano mayor se hará cargo de la finca algún día. De una forma u otra, no seré más que un empleado.

—¿No se lleva bien con su hermano?

—No, en absoluto. Se alegrará de mi marcha. —Hizo una breve pausa y preguntó—: ¿Usted tiene hermanos? Su padre no me contó mucho de la familia.

—Tenía uno —respondí, y sentí que se me encogía el corazón—. Murió con mi padre.

—Oh, lo siento mucho…

Asentí con la cabeza.

—Era mayor que yo, y nos llevábamos muy bien. Él tendría que haberse quedado con la finca, pero ahora la heredera soy yo…

—No parece que le entusiasme mucho.

—Sí, claro que me entusiasma, pero he tenido que pagar un precio muy alto. —Nos miramos a los ojos, y no supe qué veía él en los míos—. En cualquier caso, pienso tomar las riendas de mi vida. —Entorné un poco los ojos. Ese hombre tenía algo que me resultaba extraño. No era sueco, pero ¿de dónde procedía?—. Es usted alemán, ¿verdad? —pregunté—. ¿De qué parte?

—De cerca de Stralsund, en Pomerania.

—La ciudad que Wallenstein quiso pero no pudo conquistar en la guerra de los Treinta Años —comenté.

De niña había oído contar cómo los habitantes de Stralsund se organizaron para defenderla y, gracias a la ayuda de nuestro rey Gustavo Adolfo, habían resultado victoriosos.

—Así es, en ese aspecto tenemos mucho que agradecerle a Suecia. Aunque después las tropas suecas no fueron precisamente remilgadas con los campesinos. El «trago sueco» era un método de tortura bastante pérfido que puso a muchas personas en contra de sus compatriotas.

Lo observé un momento. Me gustó que supiera de historia. Por lo visto tenía otros intereses, además de los caballos.

—Pues menos mal que esos tiempos terribles ya pasaron —comenté—. Según parece, los pomeranos han firmado la paz con nosotros.

—Mi padre incluso se casó con una sueca. —Sonrió satisfecho—. Por eso hablo un poco su lengua.

—Habla usted un sueco excelente —lo alabé, consciente de que él buscaba un cumplido, ya que estaba claro que dominaba perfectamente el idioma de su madre. Aun así, decidí seguirle la corriente.

—Gracias, es usted muy amable. —Su sonrisa confirmó mi suposición—. También por eso decidió mi padre enviarme a buscar caballos media sangre suecos. Nuestras cuadras necesitan sangre nueva, y aquí tienen animales extraordinarios.

Ladeé la cabeza.

—Pues quizá fuera un gran error por parte de su padre, ¿no? Ahora corre el peligro de perderlo. ¿Ha sido una decisión repentina o barajaba desde hace tiempo la idea de jugarle una mala pasada?

—No le deseo ningún mal a mi padre, aunque Dios sabe que se lo tendría merecido. Solo quiero ser independiente y no tener que verme siempre comparado con mi hermano. Ya que mi madre es sueca, como le he dicho, pensé que sería estupendo empezar de nuevo aquí, en su patria.

Me recliné en el respaldo y, mientras contemplaba su rostro, reflexioné. No parecía haber traído referencias, solo el rechazo hacia su familia. Mi padre debió de considerarlo lo bastante interesante para invitarlo a Lejongård y conversar con él. Von Bredestein quería ser independiente, un anhelo que compartíamos.

¿Debía darle una oportunidad? Tenía algo que me atraía, pero ese no podía ser un criterio para contratarlo, sobre todo porque acabábamos de perder cinco mil coronas en un dudoso préstamo y no podíamos permitirnos gastos innecesarios.

—¿Cuenta con experiencia en la administración de una finca como esta? —pregunté—. ¿Qué tamaño tienen las cuadras de su padre?

—En total tenemos unos trescientos caballos. De modo que no son demasiado grandes, pero tampoco pequeñas. Su finca es mucho mayor, desde luego, aunque no creo que su funcionamiento sea muy diferente. Por desgracia, no puedo entregarle ninguna carta de recomendación de mi padre… No me atreví a pedírsela, por motivos obvios.

Asentí con la cabeza, me incliné y apoyé las manos sobre el escritorio.

—Le seré sincera. Hace apenas un par de semanas, yo aún estudiaba en Estocolmo. Todo estaba muy claro. Sin embargo, ahora estoy aquí, y no ocultaré que me iría bien algo de ayuda. Mi madre nunca se implicó en los negocios y hace mucho que no disponemos de administrador. Aun así, sinceramente, me extraña un poco que mi padre hablara con usted sobre un puesto de administrador, cuando en realidad mi hermano recibió la formación necesaria para hacerse cargo de la finca.

Hice una breve pausa y dejé que mis palabras calaran. Su mirada rezumaba curiosidad y se lo veía algo tenso. Era evidente que necesitaba el trabajo.

—Pero las cosas son como son —proseguí—, y, como le digo, me hace falta alguien que pueda aconsejarme en la gestión de la finca. Así que… ¿cuándo podría empezar?

Von Bredestein enarcó las cejas con sorpresa.

—¿Significa que quiere contratarme?

—Sí, en efecto. Primero a prueba, durante medio año. A fin de cuentas, no tengo ninguna referencia suya.

—Le prometo que no la defraudaré.

—Eso espero. Disponemos de una pequeña vivienda independiente en los terrenos, donde puede instalarse por el momento. El antiguo administrador también vivía allí. Le pagaré ochenta coronas al mes, más alojamiento y manutención. ¿Dónde se hospeda ahora?

—Bueno, había esperado poder instalarme enseguida, pero quizá sea mejor que pase esta noche en la fonda. Seguro que todavía habrá que acondicionar esa vivienda.

Asentí con la cabeza.

—Está bien. Venga mañana temprano y se lo enseñaré todo. La fonda del pueblo es muy buena, pida que carguen la habitación a la cuenta de la finca.

—Es muy generoso por su parte —repuso Von Bredestein, algo sorprendido—. Gracias.

—No hay de qué. Si cumple con mis expectativas, el gasto habrá valido la pena.

—Ya habla como toda una mujer de negocios.

—Dios sabe que no lo soy, pero con su ayuda tal vez me convierta en una —contesté, y le sonreí.

—Hasta mañana, pues, condesa Lejongård. —Hizo una breve reverencia y se volvió hacia la puerta.

—Si quiere comunicarle con rapidez a su padre su nueva situación laboral, en el pueblo hay una oficina de telégrafos.

—¿Y por qué debería comunicárselo con rapidez? —repuso Von Bredestein, sonriendo, antes de marcharse.


Contemplé la puerta sin saber muy bien qué me había ocurrido. Mi padre tenía buen ojo para el talento, por lo menos cuando se trataba de la finca y los caballos. ¿Lo había visto en Von Bredestein? Probablemente sí, pues de otro modo no le habría ofrecido el puesto de administrador, y yo, aun sin estar preparada para la vida como propietaria de la finca, sabía que era inteligente aceptar consejos. Si de verdad Bredestein era tan bueno como mi padre había intuido, podría serme de gran ayuda.

Me costaba creer que padre me hubiera hecho ese favor póstumo, aunque seguía preguntándome por qué no había confiado en Hendrik para que llevara la finca él solo.

Llamaron a la puerta. ¿Sería otra visita? Más me valía echar un vistazo a la agenda de mi padre. Sin embargo, esta vez no fue Bruns el que entró para anunciarme una visita, sino mi madre. En la mano llevaba un sobre.

—¿No es tarea del servicio traer el correo? —comenté medio en broma.

Como siempre, ella fue al grano.

—El conde Bergen ha avisado que nos visitará hoy —dijo, y me entregó el telegrama.

—¿El mayordomo mayor del rey? —Hacía mucho tiempo que no veíamos a Bergen. Sin embargo, el telegrama que me tendió mi madre lo confirmaba.

—Sí. Desea hablar con la nueva condesa Lejongård.

—¿No es una visita muy precipitada? —me extrañé. Lo habitual era que el mayordomo mayor avisara con semanas de antelación.

—Bueno, es posible que esté motivada por la muerte de tu padre.

—Pero ¿no habría tenido tiempo más adelante? No seré formalmente condesa hasta dentro de un par de semanas.

Leí el telegrama, pero no daba ningún motivo.

—Supongo que será una visita de carácter general. A fin de cuentas, ahora diriges nuestra casa. Querrá hablar contigo por deseo del rey, de modo que preséntale tu mejor cara. Le diré a Linda que te prepare alguno de mis vestidos. Los que tienes en tu armario son demasiado juveniles, deberías hacer algo al respecto.

Como si no tuviera ninguna preocupación más que ir a encargar vestidos nuevos a la modista.

—Tal vez Linda pueda ir a comprarme un par de prendas a los almacenes de Kristianstad —propuse, aunque sabía que mi madre despreciaba la ropa de los grandes almacenes. Llevar uno de esos vestidos en una ocasión oficial era para ella una pequeña catástrofe.

—Será mejor que mandes llamar a nuestra modista. Así, por lo menos no correrás el peligro de que te confundan con un ama de llaves. Si quieres, le pido cita para que te enseñe los últimos modelos.

Cuando era más joven, me encantaban los pases de vestidos en el taller de la modista. Allí todo brillaba, relucía, resplandecía: tafetán, brocados, sedas, cuentas de cristal, lentejuelas doradas. Rodeada de ese sinfín de telas y accesorios me sentía como una princesa. Con el tiempo acabó pareciéndome algo anticuado, pero no me apetecía discutir con mi madre.

—Está bien, avisa a la modista. Como todavía tendremos que llevar luto una temporada, lo que sí necesitaré es un vestido oscuro. No puedo estar siempre tomando prestadas cosas de tu vestuario.

—Bueno, pero esta tarde no me dejes mal paseándote por ahí como una sufragista. —Y dio media vuelta.

Iba a preguntarle qué aspecto tenía una sufragista a sus ojos, pero entonces se detuvo y me miró de nuevo.

—Por cierto, ¿quién era el joven con el que acabo de cruzarme?

—Max von Bredestein. Padre lo conoció en Estocolmo y quería contratarlo como administrador.

Stella levantó fugazmente las cejas.

—¿Contratar a un administrador? ¿Y eso por qué?

—No lo sé. ¿Tal vez para contar con algo de ayuda?

—¡Pero si tenía a su hijo!

Justo lo que había pensado yo, pero tenía tan pocas explicaciones para ello como para el contrato de préstamo.

—Von Bredestein es de Pomerania, donde su padre tiene una finca —seguí explicando—. Padre lo conoció en el mercado de caballos y debió de ver en él a un hombre útil.

—¿Su padre tiene una finca, dices? Entonces, ¿por qué quiere trabajar aquí?

—Es el segundo hermano, madre. Además, la relación con su padre no es la mejor del mundo y quiere independizarse. Puedo entender esa sensación.

Ella me fulminó con la mirada.

—Nunca es bueno dejar a un padre en la estacada, no importa lo que haya ocurrido.

Esa pulla no me pasó por alto, pero no pensaba dejarme provocar.

—¿Vas a contratarlo? —siguió preguntando mi madre.

—Ya lo he hecho. No tengo idea de cómo se dirige una finca, y estoy segura de que podrá ayudarme mucho en ese aspecto.

Mi madre me lanzó una mirada críptica antes de retirarse.