Capítulo 29

La cabaña del lago era pequeña, precaria y no ofrecía ninguna comodidad, pero al menos Susanna tenía un techo y estaba fuera de la vista de la gente del pueblo.

Até a Talla a un árbol y me acerqué por la hierba crecida. En la distancia oí el pitido de un tren; las vías no quedaban lejos de allí. Llamé a la puerta.

Al principio no contestó nadie. Habrá salido, pensé. Pero de repente se abrió la puerta.

Me sobresalté al ver a Susanna en un estado aún peor que unos días antes. Tenía la tez grisácea a pesar de que le había dado mucho el sol, y sus facciones parecían hinchadas. Su mirada y su pelo habían perdido todo el brillo. El niño parecía estar consumiéndola de una forma espantosa. No parecía haber comido nada decente desde su marcha de Lejongård, y seguramente esas últimas noches tampoco había dormido suficiente. ¿Cuántas veces le habría exigido Langeholm esos encuentros?

—Condesa Lejongård —consiguió decir, y me miró casi con miedo—. ¿Qué… qué hace aquí?

—Buenos días, Susanna —respondí, pero no hice ademán de entrar. Debía invitarme ella, no quería imponerle nada—. Me gustaría hablar contigo.

—Pero es que…

—Anoche estuviste en la finca, ¿verdad? Vi por casualidad cómo te reunías con Langeholm.

La muchacha se tambaleó hacia atrás. Casi tuve miedo de que se cayera, pero recuperó el equilibrio, aunque me miraba como si hubiese visto un fantasma.

—No he venido a castigarte por eso, Susanna —la tranquilicé—. Pero habla conmigo. ¿Qué asuntos te traes con el caballerizo?

—¿Por qué? —replicó. Sus ojos refulgían de odio.

—Porque quiero ayudarte, y advertirte para que no cometas más tonterías.

Susanna resopló.

—¡Míreme bien! ¡Qué otras tonterías podría cometer para empeorar mi situación!

Extendió los brazos y sacó la barriga. La vestimenta la había ocultado, pero entonces sobresalió en todo su esplendor.

—¿Tal vez perjudicar más a la finca? ¿Hacer algo de lo que luego puedas arrepentirte?

—A los ojos de la gente soy una ladrona y una furcia —replicó con acritud—. Ya no me importa.

—Susanna, no eres ninguna furcia. —Tendí una mano hacia ella, pero no logré alcanzarla—. No pienses eso de ti, ¡es del todo falso! Los hombres quieren hacernos creer que las mujeres somos las únicas culpables de quedarnos embarazadas, pero no es así. —Suspiré y bajé la cabeza—. Susanna, de verdad quiero ayudarte. Veo que pronto tendrás a tu hijo. ¡Necesitas por lo menos una buena comadrona! Y en cuanto a lo del robo que querías cometer… Lo entiendo. Una mujer en una situación como la tuya…

—¡No entiende nada! —me gritó—. Nunca ha estado en una situación así.

—No, pero en Estocolmo conocí a muchas mujeres como tú. Se unían al movimiento feminista porque querían cambiar las cosas, y a muchas podíamos ayudarlas.

—¿Es que quiere que acuda a las feministas? —soltó con burla.

—No, quiero que me dejes ayudarte. Ahora ya no soy tu señora, así que puedes hacer lo que quieras, pero sigo teniendo conocidas en Estocolmo que podrían echarte una mano.

—¿Y la condición es que le diga el nombre del padre? —Sacudió la cabeza y apretó los labios. En sus ojos brillaban lágrimas.

¿Era Langeholm el padre? ¿Por eso tenía miedo? Después de la escena que había presenciado la noche anterior, parecía probable.

—Nos esforzaríamos en conseguir que asumiera su responsabilidad —le aseguré, y me propuse leerle la cartilla al caballerizo—. Tenemos abogados que se ocuparían de que pagara la manutención del niño. No podríamos obligarle a casarse, pero sí a que se hiciera responsable.

Me miró con una expresión extraña. De pronto, gran parte de la tensión pareció abandonar su cuerpo. Casi se desplomó.

—Me temo que eso es imposible —dijo—. Ya no podrá hacerse responsable de nada.

La miré con sorpresa.

—¿Y por qué? Langeholm…

—¿Langeholm? —repitió con asombro—. ¿Por qué cree que es él?

—Pensé que…

Negó con la cabeza.

—Es su hermano. Hendrik Lejongård es el padre de mi hijo.


Por un momento me pareció que el tiempo se detenía. Esas palabras me perforaron la cabeza y tardé en conseguir tomar aire.

—¿Hendrik y tú…?

Una expresión de desdén asomó al rostro de Susanna.

—Sí, quién lo diría, ¿verdad? Que su hermano, de tan alta cuna, se liara con una criada.

—No es por eso —dije enseguida—. Hendrik… Quiero decir que no me contó nada.

—Quería mantenerlo en secreto hasta que…

—¿Qué?

—Hasta que nos casáramos. Quería enfrentarse a su padre.

De nuevo me quedé sin habla. ¡Hendrik le había prometido matrimonio a Susanna! Y, conociéndolo, sabía que habría intentado salirse con la suya. Una idea terrible nació en mi interior. ¿Lo sabía mi padre? ¿Había querido comprar a Susanna con el dinero del préstamo? ¿Hacerla callar? Pero, entonces, ¿por qué no había aceptado ese dinero y había desaparecido con él?

—Susanna, yo… Tengo una pregunta. Una pregunta muy delicada. —El corazón me cerraba la garganta.

—¿Cuál?

No sabía cómo decirlo.

—Por favor, perdóname si es inapropiada, pero debo hacértela. ¿Conocía mi padre vuestra relación? ¿Intentó ofrecerte dinero para que callaras o abandonaras a mi hermano?

Sus ojos se abrieron con espanto.

—¡No! Hendrik aún no le había dicho nada. Quería que esperásemos hasta la primavera. Y no acepté ningún dinero. Nadie sabía nada. ¡Se lo juro!

Asentí con la cabeza.

—Gracias.

Susanna miraba al vacío, más allá de mí.

Estuvimos un rato calladas. Intenté imaginarme lo que diría mi madre. ¡Su modélico hijo había preñado a una criada! ¡E incluso quería casarse con ella! Pero ¿era verdad? Por un momento tuve dudas, después recordé que el primer amor de Hendrik había sido la hija del herrador. Siempre se había sentido atraído por la naturalidad de las mujeres sencillas. ¡Y Susanna era preciosa! Entonces comprendí también por qué la había encontrado llorando en la habitación de mi hermano aquel día. No había sido un afecto exacerbado hacia su señor, sino el dolor por la pérdida de su amado.

—¿Por qué no me dijiste nada?

—No podía. Seguro que no me habría creído. —Una lágrima resbaló por su mejilla, sus ojos reflejaban desesperación—. Cuando me enteré de que estaba gravemente herido, me desgarré por dentro. Todos los días rezaba y esperaba que lo superase. Sabía que nunca se casaría conmigo. Su madre es demasiado estricta, pero él me había prometido que se ocuparía de mí pasara lo que pasase. Y lo de quedarme embarazada… no fue a propósito. Nos dejamos llevar por la pasión. Me dijo que iría con cuidado, pero de todas formas ocurrió.

Marit se tiraría de los pelos. Su mayor queja de los hombres era que siempre les prometían a las mujeres ir con cuidado, y luego se olvidaban de todo y dejaban embarazadas a sus amantes.

—Enseguida fui a ver a la vieja Ida para pedirle unas hierbas, pero no sirvió de nada, como puede ver.

La observé. En un mundo sin clases ni vanidades sociales, seguramente habría sido una buena esposa para Hendrik. Tal vez mi hermano habría hecho algo revolucionario casándose con ella. Como señor de la finca, podría habérselo permitido.

—Susanna, escúchame, por favor.

Ella me miró. Casi se me partía el corazón al ver toda esa pena en sus ojos.

—Mi hermano se habría ocupado del niño, sin lugar a dudas. Como él ya no puede hacerlo, yo me encargaré de cuanto pueda.

—¿Quiere llevarse a mi hijo?

Negué con la cabeza y levanté las manos para tranquilizarla.

—¡No, eso no, no me has entendido! Solo digo que te ayudaré. ¿Me dejas pasar para que te cuente lo que he pensado? Si no te gusta, puedes decirme que no, y entonces me iré y te dejaré en paz. ¡Pero, por favor, dame la oportunidad de corregir los errores de Hendrik!

Susanna asintió.

—Está bien, pase.

Dentro había cierto desorden, normal en una cabaña tan desvencijada. Que Susanna quisiera criar allí a su hijo era casi impensable.

¡Ay, Hendrik, pero qué has hecho!

Aparté el recuerdo de mi hermano y me senté en un taburete.

—No puedo ofrecerle nada. Ni siquiera me quedan ortigas para hacer infusión.

—No es necesario. Bueno, ¿de cuánto estás ya?

—Puede que de seis meses. No lo sé muy bien. Hendrik y yo a menudo…

Levanté la mano.

—No necesito saber los detalles. Muy bien, supongamos que estás en el sexto mes. Necesitas un médico o una comadrona que no haga preguntas cuando des a luz.

—Yo… no puedo permitírmelo —balbuceó.

—Ni tienes por qué. Eso es cosa mía. Le he pedido ayuda a mi amiga Marit Andersson. Ella conoce a mucha gente. Además, entre las feministas también hay comadronas, y algunos médicos simpatizan con nosotras.

—O sea que traeré al niño al mundo en secreto. ¿Y después?

—Bueno, no sé lo que habrá pensado Marit, todavía no me ha contestado. Es posible que tengas que casarte para guardar las apariencias, para no figurar como madre soltera. Piénsate si estarías dispuesta a eso, y tal vez también convendría que te trasladaras a Estocolmo, lejos de las habladurías de aquí. No lo digo porque quiera librarme de ti, sino porque en Estocolmo podrás ganarte la vida. En la gran ciudad hay mucha demanda de servicio. Podrías empezar de cero y aprovechar lo que has aprendido aquí.

Negó con la cabeza.

—¡No quiero a ningún hombre! No después de lo que he pasado.

La creí, pero las reglas de la sociedad eran estrictas. Una mujer soltera con un hijo jamás encontraría un buen empleo. Solo eso podía salvar a Susanna.

—Bueno, no sería un matrimonio de verdad —le aseguré—. En Estocolmo hay algunos hombres que… digamos que no están interesados en la vida matrimonial con una mujer. Se ofrecen para ayudar a mujeres en apuros, puesto que conocen las represalias que sufren. Un hombre de esos no te acosaría ni te exigiría el cumplimiento de los deberes conyugales. Y si volvieras a enamorarte, enseguida se divorciaría de ti.

—Pero ¿eso no es pecado? ¡El matrimonio es para siempre!

Esbocé una sonrisa ladeada.

—Los tiempos han cambiado, sobre todo en la ciudad. Allí, las mujeres redactan capitulaciones matrimoniales para que sus maridos, en caso de separación, no puedan quedarse con todas sus posesiones. Todo eso tardará todavía un tiempo en llegar al campo, pero en las ciudades hay mucho movimiento. De ello se encargan mujeres como mis amigas.

Susanna asintió y pareció reflexionar. Debía de estar asimilando todo lo que había oído.

—¿Querrás contarme ahora qué asuntos te traes con el caballerizo? —pregunté al cabo—. ¿Acaso querías convencerlo de que se casara contigo?

—¿Casarme yo con ese? —Sacudió la cabeza, se sonó la nariz y me miró con furia—. ¡Eso no lo haría ni por todo el oro del mundo!

—Entonces, ¿por qué te viste con él?

—Porque… teníamos un trato.

—¿Qué trato? —No era capaz de imaginarme teniendo un encuentro con un hombre al que despreciara tanto como Susanna, por lo visto, despreciaba al caballerizo.

—Tenía que… —Se ruborizó y cerró los ojos con pudor.

—¿Tenías que… acostarte con él? —¿Sería eso? Pero ¿no era Langeholm un hombre respetable? ¿Era posible que tuviera un alma tan negra como para exigirle servicios sexuales a una muchacha caída en desgracia?

—Sí —respondió Susanna, y de nuevo se echó a llorar—. Ya sé lo que debe de pensar, pero no tenía otra opción. Y cuando ya no pude seguir haciéndolo, quiso que robara para él.

—¿Y por qué ibas a hacer eso? —pregunté, enojada.

—Para que no dijera de quién es el niño.

—¿Cómo dices?

—Langeholm lo sabe. Una noche me llevó aparte y me dijo que había visto cómo Hendrik y yo… —Bajó la cabeza, avergonzada—. Amenazó con contárselo a la señora. Y a todos los del pueblo. Yo no quería que arrastrara a Hendrik por el lodo.

¡Menuda atrocidad! ¿El caballerizo había chantajeado a Susanna, la había convertido en su prostituta personal y en una ladrona? Sentí náuseas.

—No volverás a verte con él, ¿está claro? —ordené con severidad.

—Pero si lo cuenta…

—No le dirá nada a mi madre, porque yo me adelantaré.

—Pero la señora…

Le puse las manos sobre los hombros.

—La señora no hará nada. Le dará un berrinche, quizá, pero tú ni te enterarás. Tampoco la gente del pueblo sabrá nada.

—¡No se lo cuente, por favor! —suplicó Susanna, y me tomó de las manos—. Hará lo que esté en su mano por perjudicarme. Y Hendrik…

—No te pasará nada, ¡te lo aseguro! —Apreté sus manos entre las mías—. También me encargaré de que comas bien.

Si se lo pedía a Ida y le daba dinero, seguro que le llevaría a Susanna todo lo necesario mientras estuviera allí. Y en el silencio de Ida sí podía confiar.