Capítulo 64
Las semanas siguientes me pareció vivirlas sobre ascuas. Los meses séptimo y octavo habían pasado sin ningún cambio. Solo engordaba, y a veces tenía los tobillos tan hinchados como si quisieran convertirse en columnas.
Al llegar marzo, el doctor Bengtsen me dijo que debía prepararme para ponerme de parto en cualquier momento. Yo pretendía quedarme en la finca lo más posible, por mi madre y también por los negocios, pero al fin comprendí que, cuanto más esperara, mayor sería el riesgo. Me puse en contacto con Lindström y quedamos para reunirnos. Me explicó que sería bueno que me hospedase cerca del hospital por si las contracciones se presentaban de repente o había alguna complicación. Tuvo la amabilidad de ofrecerme la residencia del centro hospitalario, donde solían alojarse los familiares de enfermos graves de alta posición para así estar cerca de sus seres queridos. Acepté y esa tarde informé a Lennard.
—Pero deberíamos irnos pronto. ¿Crees que será posible?
—Por supuesto. En la finca todo sigue su curso, Lasse tiene los establos muy por la mano, y ya hemos despachado la correspondencia más urgente para ambas fincas, creo.
—Sí, es verdad —repuse. Esos últimos días casi me había dejado los dedos escribiendo.
—Todo lo demás no es tan importante —dijo Lennard, y volvió a sumirse en sus pensamientos.
Unos días después partimos con Lena hacia Kristianstad. Mientras el carruaje se alejaba de la casa, sentí un extraño tirón en la barriga. No eran los niños, era el miedo. Miedo a no volver a ver la finca. Si algo salía mal en el parto…
Miré a Lennard. Me había asegurado que estaría junto a mí, pero habría preferido que me abrazara y me consolara. Cuando hablábamos sobre el parto inminente, sonaba como un médico que quería evitarme el miedo, pero que no lo lograba a causa de su distancia. Antes, cuando todavía éramos amigos, me había ofrecido más comprensión y calidez, pero mi confesión en el jardín de la finca Ekberg lo había transformado.
La vivienda estaba justo al lado del hospital. Por suerte, desde allí no se veía el patio trasero. Detrás había un pequeño jardín y, puesto que la casa tenía dos plantas y una estaba vacía, estábamos solos. En esa época del año el jardín no ofrecía mucho atractivo, claro, pero aquí y allá se veía un poco de verde que intentaba crecer en la tierra húmeda.
Pasaba mucho tiempo tumbada en el sofá, en una postura que me había costado mucho encontrar, ya que era difícil en mi estado. Cada dos días venían a examinarme el profesor Lindström y el doctor Neumann, el director de ginecología. Me auscultaban con sus estetoscopios y coincidían en que los gemelos estaban fuertes y sanos. Sin embargo, no se me escapaba que se preocupaban por mí. Una vez los oí hablar en voz baja con Lennard, y poco después él me contó que, al palparme, les había llamado la atención que uno de los niños no estaba bien colocado.
—Con gemelos es habitual —añadió—, y también es posible que aún se coloque bien. Esperemos lo mejor, ¿de acuerdo?
Sin embargo, de nuevo, no me abrazó. Me habría gustado gritarle. Su distanciamiento empezaba a volverme loca. ¿Por qué me había aceptado, entonces? Con esa actitud, su presencia era más un castigo que una ayuda. Solo con Lena podía conversar a gusto. Me hablaba de los libros que iba sacando de la biblioteca, y no hacía más que soñar con viajar por el mundo algún día.
Una noche desperté de repente sin saber qué me ocurría. Hacía tiempo que no dormía de un tirón, porque los niños se movían y me daban patadas, y a veces también me costaba respirar. Me quedé mirando el techo con los ojos muy abiertos. ¿Qué me pasaba? Atendí a mi interior, pero nada parecía diferente. Cambié de postura. Me dolía la espalda y tuve que quedarme un momento sentada en el borde de la cama para que remitiera la sensación de mareo. Veía estrellitas, como si me hubieran dado un golpe en la cabeza, pero se me pasó al cabo de un rato.
Lennard estaba dormido en su cama. No hablábamos mucho, en realidad todo era como siempre. Yo lo lamentaba, ya que allí habríamos tenido oportunidad de conversar más, pero sobre nosotros pendía la sombra de Max, que lo hacía imposible. Miré su rostro dormido. Casi parecía aún el niño con quien Hendrik y yo recorríamos los bosques. Solo que era más que eso, era un hombre adulto, era mi marido. ¿Lo habría sido también en otras circunstancias? ¿Por qué no había sabido ver lo bondadoso que era? ¿Lo buena persona que llegaría a ser?
Había soñado con el amor, con una pasión ardiente y arrebatadora a primera vista, pero de pronto comprendía que existía otra clase de amor. Un amor que no era tan evidente, que no se basaba en sentimientos ardorosos, sino en la fiabilidad, la amistad, los recuerdos comunes…
Adelanté la mano con cuidado, llevada del deseo repentino de acariciarle el pelo. Entonces sentí un dolor como si alguien me hubiera clavado un cuchillo en el costado. Por un momento incluso lo creí, hasta que comprobé que procedía de mi interior. De nuevo sentí esa puñalada despiadada y grité. Un líquido tibio me resbaló por la pierna y se vertió sobre la alfombra. ¿Era sangre? El siguiente fue un dolor tan espantoso que me hizo caer de rodillas.
Todo sucedió muy deprisa. Apenas un momento después tenía a Lena a mi lado. Lennard me ayudó a levantarme mientras me preguntaba qué ocurría. Le dije que seguramente habían empezado las contracciones. Lena estaba tan desorientada que tuvo que ser mi esposo quien me ayudara a vestirme. Después se adecentó él y, tras echarme un abrigo sobre los hombros, salimos de la casa.
Me alegré de no estar lejos del hospital. Lennard me sostenía mientras avanzábamos por los adoquines. Cada paso era una tortura, me sobrevenía una oleada de dolor tras otra. Jamás había sentido nada igual. Cuando por fin llegamos al hospital, me dejó en uno de los bancos de madera y llamó al timbre de la enfermera de noche, que apareció enseguida.
—Mi mujer ya tiene contracciones. ¡Avise al doctor Neumann y al profesor Lindström!
La enfermera iba a objetar, pero se apresuró en cuanto oyó que su paciente era la condesa Lejongård.
Percibí el olor a fenol y medicamentos que impregnaba las paredes del edificio. Cuando había visitado a Hendrik, mi inquietud me había impedido notarlo. ¿Estaría allí su espíritu en esos momentos? La idea de que mi hermano pudiera verme, de que estuviera junto a mí aunque solo fuera en forma espectral, me tranquilizó un poco.
Lennard regresó y se sentó a mi lado.
—Enseguida vienen —dijo, y se frotó las manos con nerviosismo—. Pronto habrá pasado.
Sonreí a medias, pero no pude contestar porque una nueva oleada de dolor me dejó sin respiración. Deseaba con fervor que Lennard me abrazara, pero él seguía inmóvil, mirándose las manos, y yo era demasiado orgullosa para pedírselo. Entonces apareció el doctor Neumann.
—Buenas noches —dijo, y se dirigió a mí—. ¿Sería tan amable de seguirme? La examinaré antes de entrar en la sala de partos.
—¿Puedo ir con ustedes? —preguntó Lennard, lo cual me sorprendió. ¿Qué iba a hacer él en la sala de partos?
—Lo siento, debe esperar aquí.
Me alegré, porque no quería tenerlo a mi lado. Se sentó otra vez en la silla y, cuando me volví, vi que estaba preocupado.
Neumann me llevó a su consulta. Allí me preguntó cada cuánto se presentaban las contracciones y cómo me encontraba. Después empezó a palparme el vientre y examinarme entre las piernas. Vi que arrugaba la frente.
—¿Algo va mal? —pregunté, y me encogí con una nueva contracción.
—La bolsa amniótica parece haberse roto. Me gustaría ir a buscar al profesor Lindström. —Pulsó un timbre y acudió una enfermera—. ¿Ha llegado ya el director?
—Sí, hace un momento.
—Llámelo ahora mismo.
En cuanto apareció Lindström, ambos hablaron ante la puerta. Yo ya no era capaz de ocultar mi miedo. Eso de la bolsa amniótica rota no sonaba nada bien. Cuando volvieron a entrar, Lindström parecía tan preocupado como Neumann.
—Bueno, condesa, ¿cómo se encuentra?
—¿Aparte de sentirme como un balón a punto de reventar? —contesté con humor negro.
Lindström forzó una sonrisa, pero no lo consiguió del todo.
—Como ya le ha dicho mi colega, la bolsa amniótica se ha roto. Debemos darnos prisa y provocar el parto, pero parece que los niños no se han movido —explicó—. Uno de ellos bloquea la salida, si me permite expresarlo así.
Entonces fue a mí a quien no le salió la sonrisa.
—Podríamos intentarlo por medios naturales, pero sería muy arriesgado. Una cesárea es lo más apropiado.
—¿Una cesárea? —Me invadió el pánico.
—No se preocupe —dijo Neumann—. Con la anestesia no notará nada.
—¿Anestesia? —repetí asustada.
—Un procedimiento para dormirla durante la operación. Le administraremos un medicamento que se llama Veronal, que la hará dormir profundamente y la dejará insensible al dolor.
—¿Es peligroso? —pregunté, y vi que ambos hombres cruzaban una mirada.
—Si no se usa de forma adecuada, sí. Pero nosotros tenemos experiencia. Le aseguro que sabemos lo que hacemos.
Inspiré hondo e intenté respirar a pesar de la roca que me oprimía el pecho. Tenían experiencia, pero no podían descartar que ocurriera algo.
—Si muero, ¿qué pasará? —quise saber, y pude ver que no se atrevían a descartarlo.
—Haremos todo lo posible para que eso no suceda, desde luego —dijo Neumann.
—Pero, si ocurriera, centraríamos nuestra preocupación en los niños y nos aseguraríamos de que vengan sanos al mundo —añadió Lindström.
Sentí una risa amarga en mi interior, pero logré contenerla, así que para los médicos tal vez sonó como un quejido gutural. Intenté tranquilizarme.
—Deberían hablar con mi marido —pedí—. Tiene derecho a saberlo.
—Por supuesto.
—Bien. Si él no pone objeciones, adelante con la cesárea —dije entonces, sabedora de que Lennard daría el visto bueno—. Al menos de momento me siento bastante fuerte, y ustedes tienen toda mi confianza.
Lindström pareció aliviado, y también Neumann. Debían de temer que me obstinara en intentarlo por la vía natural, pero no en vano era la propietaria de una finca de caballos. Aunque nunca había dado a luz, sabía la fuerza que exigía ese acto y las muchas cosas que podían salir mal. Sabía lo terrible que era cuando un potro venía torcido, y no quería sufrir esa tortura.
Poco después me encontraba en la mesa de quirófano. Una lámpara cegadora me deslumbraba. A los dos médicos se les habían unido varias enfermeras que los asistirían. Me sentía incómodamente desnuda bajo el camisón, y la idea de estar ante esos dos hombres con el bajo vientre expuesto me horrorizaba. Sin embargo, las oleadas de dolor llegaban cada vez más seguidas, ya no había tiempo para el pudor.
Lindström apareció a mi lado, con una jeringa enorme sobre una bandeja.
—Primero le daremos un poco de éter para que no sienta tanto dolor —dijo mientras eliminaba las burbujas de aire del émbolo—. Después le administraremos la anestesia. No notará nada y, cuando despierte, será la madre de dos niños sanos y hermosos.
—Ojalá pudiera garantizármelo —dije—. Si muero, díganle a mi marido que lo siento mucho. Él lo entenderá.
El médico asintió y me acercó una mascarilla. Al principio me dio miedo, y además de ella salía un olor extraño. Sin embargo, en cuanto me tocó la cara, se me nubló la vista y toda sensación desapareció.
Aún oía la voz del profesor, pero ya no entendía lo que decía. El mundo se desvaneció y me sumergí en la nada.
Solo es un sueño, pero la sensación de flotar parece real. Me he desprendido de mi cuerpo y me muevo hacia la luz, una luz cegadora, como si fuera una polilla que se acerca a la lámpara del quirófano.
Cuando la luz amenaza con tragarme, mi entorno se transforma y estoy en una pradera de un verde intenso y rodeada de una vegetación espesa. Se parece a los prados de mi finca y a la vez es completamente diferente. Giro sobre mí misma, extrañada. ¿Cómo he llegado aquí? Una figura aparece entonces entre el verdor y viene directa hacia mí. Conozco muy bien esa forma de andar, el pelo, la sonrisa. Es Hendrik.
¿Estoy muerta? ¿Es así como se reencuentra uno con sus seres queridos en el más allá? Contemplo como hechizada la figura, que por fin se detiene ante mí.
—¡Hendrik! —exclamo, pero él no se mueve—. Lo siento —añado mientras intento alcanzar su mano—. No quería que murieras. También habría preferido que supieras que padre había muerto, pero no podía decírtelo porque todavía había esperanza para ti.
Hendrik me sonríe, pero no dice nada.
—¿Significa eso que me perdonas?
Él asiente. ¿Por qué no habla? ¿Es que no hay voz en el mundo de los muertos?
—Tienes una hija pequeña, ¿lo sabías? —le cuento—. Susanna estaba embarazada de ti. La niña no podía crecer en nuestra familia, pero nos ocupamos bien de ella. Yo también tendré hijos. Dos, para ser exactos.
Tampoco esa noticia hace que mi hermano cambie de expresión.
Trago saliva, desesperada.
—¡Hendrik! —grito—. ¿Estás enfadado conmigo? ¿Con nosotros? Di algo, por favor. ¡Por favor!
Pero mi hermano no habla. En lugar de eso, levanta una mano y me acaricia la mejilla. Lo último que veo de él es un ligero asentimiento. Después, algo nos separa.
Cuando desperté, alrededor de mí todo era luz. Esto debe de ser el Cielo, pensé en un primer momento.
Después vi los pies de la cama de hospital. En el Cielo no hay camas de hospital, me dije. Poco a poco fui retrocediendo hasta encontrar el primer recuerdo. Era la decisión del médico de sacar a los niños mediante cesárea. Después habíamos entrado en la sala de partos, y lo que había sucedido allí ya no lo sabía, porque me había sumido en la oscuridad.
Ahora estaba tumbada en una cama. Cuando más se me aclaraba la vista, más buscaba detalles en la habitación. Encontré un reloj cuyas manecillas señalaban las cinco y siete minutos. Ya era por la tarde. ¿Y mis hijos? ¿Por qué no estaban conmigo?
Junto a la cama vi un cordón unido a una campanilla. Extendí la mano, pero no logré alcanzarlo. Inspiré con frustración y me embargó la preocupación. ¿Habrían nacido los dos con vida? Los médicos me habían dicho que tenían el corazón fuerte.
El temor por mis hijos acabó siendo tan grande que conseguí levantar el brazo. Lo intenté dos veces sin suerte, pero al final alcancé el cordón. No llegué a tirar de él, solo dejé caer el brazo, pero la campanilla sonó de todas formas. Por si acaso, repetí el gesto y entonces mi mano se quedó sin fuerza.
Poco después se abrió la puerta y entró una enfermera joven con una cofia almidonada.
—Buenos días, señorita, soy la enfermera Hilda —dijo con una sonrisa—. Avisaré al profesor Lindström de que ya está despierta.
—¡Espere! —Noté la lengua muy pesada. ¿Era eso lo que se sentía con la anestesia? Tal vez no había expulsado del todo la sustancia de mi organismo.
La enfermera se volvió.
—¿Sí?
—Mis hijos. ¿Dónde están? —Sentí que se me aceleraba el corazón. Seguro que si había malas noticias no me diría la verdad.
—Ah, todavía no se lo han dicho —contestó, y sus ojos brillaron—. Ha dado a luz dos niños en perfecto estado. Su marido nos ha dicho que quería esperar a que se despertara usted para ponerles nombre.
¡Ponerles nombre! Todavía no habíamos pensado en eso, ni siquiera yo. El rechazo de Lennard me tenía demasiado triste, y los negocios también me habían entretenido. A fin de cuentas, mi matrimonio solo era un negocio más…
Aparté ese amargo pensamiento y le hice sitio a la alegría. ¡Dos hijos sanos! La continuidad de la casa Lejongård estaba asegurada, aunque los niños no fueran de su supuesto padre. Nadie más que Lennard y mi madre lo sabría. Se me saltaron las lágrimas.
—¿Puedo verlos? ¡Quiero verlos!
—Se lo diré al profesor Lindström. Enseguida vendrá a visitarla. —Y salió.
Me dejé caer sobre las almohadas. ¡Casi no podía creer lo que había ocurrido! Había traído al mundo a dos hijos y ni siquiera tenía nombre para ellos. Sentí vergüenza. ¿Por qué no me había parado a pensarlo? Unos pasos me sacaron de mi autocompasión. Poco después, el director del hospital apareció ante mí.
—Buenas, condesa, ¿cómo se encuentra?
—Bien, creo. Aunque me noto muy débil.
—Es por la pérdida de sangre, no es extraño. En los próximos días le administraré fármacos para fortalecerla y favorecer la producción de sangre. Pero de eso ya hablaremos más adelante. Antes debo felicitarla. —Me sonrió y añadió—: Ha dado a luz a dos niños sanos. Los dos pesan más de tres kilos, lo cual no siempre sucede en el caso de gemelos.
—Pero ¿es normal?
—Normal y muy bueno. Estoy seguro de que los dos le traerán muchas alegrías.
—¿Y cuándo podré verlos?
—En cualquier momento. Las enfermeras pediátricas les están cambiando los pañales y se los traerán en cuanto acaben. La primera toma de los pequeños se la ha perdido, lamentablemente, porque todavía estaba sedada, pero a partir de ahora serán todas para usted.
¡Tenía dos hijos sanos y yo también seguía viva! ¿Podía desear algo más?
—Su marido ha estado antes con usted, ha querido verla enseguida —me informó Lindström—. Por desgracia, solo estaba consciente a medias, así que supongo que no lo recuerda.
Así era, no lo recordaba.
—De todos modos, se ha quedado muy tranquilo. Y nosotros también. Nos hemos permitido enviarle un telegrama a su señora madre. Debía de estar muy preocupada.
—Gracias, profesor —dije, y sentí alivio de no tener que comunicarle a mi madre ninguna muerte.
Un instante después llamaron a la puerta.
—Ah, las enfermeras pediátricas —dijo el director, y abrió.
Entraron dos mujeres, una mayor y otra más joven, cada una empujando un carrito.
—Permítame presentarle a los futuros condes de Lejongård.
Una indescriptible oleada de dicha me embargó e hizo que mi corazón, que todavía se resentía de las heridas de los últimos meses, sintiera por primera vez en mucho tiempo algo que no era dolor ni decepción. Era un amor que le hacía sombra a todo lo que antes había sentido y creído que era amor. Resplandecía como el sol y desvaneció cualquier rastro de amargura.
Con cuidado, las enfermeras me dejaron un bebé en cada brazo, dos pequeños farditos con rizos rojizos pegados a la cabeza. Tenían naricillas respingonas e intentaban moverse dentro de sus arrullos, aunque apenas lo conseguían. Sus ojos eran grandes y de un azul claro, como el cielo un día de primavera. Dos pequeñas oruguitas que algún día se convertirían en espléndidas mariposas. Los ojos se me llenaron de lágrimas al recordar las palabras de Max. Había regresado a mí en forma de dos pequeñas mariposas.
Hice a un lado ese pensamiento. La ausencia de Max no debía estropearme ese momento. Esos dos niños eran mis hijos, ¡dos auténticos Lejongård! Mientras los acariciaba con delicadeza, sentí que los pechos se me tensaban y casi me dolían de lo repletos de leche que estaban.
—Si quiere, puede darles el pecho —dijo la enfermera—. Como usted estaba anestesiada, de momento les hemos dado leche de un ama de cría, pero ahora no hay razón por la que no deba intentarlo.
Miró al médico, que asintió y luego se dirigió hacia la puerta.
—Pasaré más tarde a verla.
—¡Gracias! —dije en voz baja, y volví a mirar al milagro que tenía en mis brazos.
Esa misma tarde, algo después, vino a examinarme una enfermera mayor. Los analgésicos iban perdiendo su efecto y me sentía como si alguien me hubiera arrancado el bajo vientre, pero las piernas seguían ahí y podía moverlas, aunque no quería ni tocarlas de lo mucho que me dolían. La enfermera Krista me cuidaba como una gallina clueca a sus polluelos. Me dio más analgésicos y luego me animó a tomar un poco de sopa de verduras.
—Habría tenido que ver a su marido —dijo, como si eso me resultara un consuelo—. Estaba loco de preocupación. No hacía más que caminar de un lado para otro y preguntarle a cada enfermera que veía. Algunas decían que se moría de miedo. Cuando supo que tanto usted como los niños habían superado el trance, se echó a llorar. El doctor lo ha enviado a casa para que duerma y descanse, porque estaba agotado.
¿De verdad hablaba de Lennard? El hombre al que había dejado en la sala de espera era contenido y discreto, ni siquiera me había consolado. ¿Y después se ponía dramático en los pasillos del hospital?
—Se veía claramente lo mucho que la quiere —prosiguió la enfermera, que no parecía esperar ningún comentario por mi parte.
¿Qué habría dicho si supiera cómo era en realidad nuestro matrimonio? Que no podía hablarse de amor, ni siquiera de cariño. Para mí era casi como si describiera a otro hombre. Max, tal vez. No, me dije, Max no está. ¡Olvídate de él! Eso ya queda a medio año de distancia, no ha dado señales de vida, no ha ofrecido ninguna explicación. ¡No te merece! Esa idea me transmitió una extraña sensación de paz.