Capítulo 34

Una tenue bruma matutina se extendía sobre los campos, pero el sol pronto la borraría y haría un día resplandeciente. Marit seguía durmiendo, y ni siquiera el servicio se había levantado aún.

Me lavé deprisa y me puse un vestido. Luego salí de la casa. Hacía bastante que no visitaba el panteón familiar y, antes de llevarnos a Susanna a Estocolmo, quería contarle a Hendrik que su hijo estaría a salvo.

Por el camino intenté imaginar lo que habría dicho al enterarse y qué decisiones habría tomado. Seguía sin querer verlo como a un seductor despreciable. Tal vez sí habría intentado casarse con Susanna. Eso habría supuesto un escándalo, pero seguro que padre no habría llegado a desheredarlo en mi favor. Al cabo de una temporada, las aguas habrían vuelto a su cauce y, aunque la alta sociedad hubiese puesto mala cara, Susanna habría sido la siguiente condesa Lejongård. El triunfo del amor, aunque ya no sería posible.

La hierba que flanqueaba el camino estaba húmeda y las gotas de rocío brillaban como diamantes mientras me acercaba al cementerio. Unas semanas antes habían muerto dos ancianos, y el tañido de las campanas había llegado hasta la mansión. Les hice una visita a los familiares para darles el pésame, tal como era mi deber de señora de la finca.

Las flores se balanceaban ya sobre los montículos de sus tumbas, y por encima de todas se alzaba el panteón de nuestra familia. La verja rechinó un poco cuando la abrí. Me acerqué al nicho en el que descansaba mi hermano. Tanto a mi padre como a él les habían colocado ya una lápida. La rosa esbozada sobre el nombre de Hendrik la había dibujado yo; por suerte, el grabador había podido utilizar mis bocetos. Puse una mano en la piedra e intenté sentir a mi hermano a través del granito, algo imposible, desde luego.

—Me… —Mi voz resonó ronca y hueca—. Me habría gustado mucho que me hablaras de ella. —No fui capaz de pronunciar su nombre, como si todavía fuera necesario ocultarle el secreto a mi padre—. Probablemente te habría entendido. —Callé un instante y añadí—: Tendrías que haberte ocupado de ella. A menos que no significara nada para ti, pero eso no lo creo. Eres mi hermano. No tenías un corazón negro. Tu hijo crecerá en Estocolmo y quizá no sepa nunca quién fue su verdadero padre. No llegará a conocerte, y eso me parte el corazón.

Se me saltaron las lágrimas y no pude seguir hablando. El pulso me palpitaba en los oídos. Por un instante, volví a experimentar todo el dolor de cuando me dieron la noticia de su muerte, pero respiré hondo y me enderecé. La vida seguía y, aunque el hijo de Susanna no sería un auténtico Lejongård, algo de mi hermano sobreviviría en él. Tal vez yo consiguiera seguirle la pista al niño.

—Espero que estés bien, Hendrik —dije al fin.

Repasé con el dedo el contorno de la rosa, di media vuelta y salí del panteón.

El canto de los pájaros sonaba en la copa de los árboles que rodeaban el camposanto y me envolvió a mí también. Me quedé inmóvil un momento, cerré los ojos y dejé que el sonido me llegara al alma. Era como si hubiera cruzado el umbral a un reino mágico, el reino de los pájaros, que me daban la bienvenida o me señalaban como intrusa. Sin embargo, al abrir los ojos seguía allí, en el cementerio del pueblo, con el panteón familiar a mi espalda. Salí del recinto y recorrí los campos. No sabía muy bien qué hora era, pero mi instinto me decía que no tenía por qué apresurarme.

Cuando ya había dejado el cementerio un buen trecho atrás y volvía a acercarme a los prados de nuestra finca, vi una figura que venía hacia mí. Llevaba una chaqueta oscura y andaba despacio, casi absorta. Al acercarme, reconocí a Max. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Iba al pueblo? ¿Tal vez a enviar una carta?

Al verme, se detuvo y se quedó mirándome.

—Buenos días, Agneta.

No había olvidado nuestra decisión de tutearnos.

—Buenos días, Max —repuse, y de nuevo apareció aquella cálida sensación en mi pecho al ver sus ojos. Me habría gustado saber qué sentía él, qué pensaba.

—¿Qué está haciendo aquí tan temprano? —preguntó entonces—. Nunca la había visto a estas horas.

—Quería pasear un poco. Y visitar a mi hermano.

Asintió con la cabeza.

—¿Y usted? —pregunté—. ¿Suele pasear por los campos de buena mañana?

—Sí. Me da fuerzas para el día.

—¿De verdad? ¿O intenta tomarme el pelo otra vez?

Sonreí para mí. Que lo intentara de vez en cuando me había alegrado más de un día gris.

—No, esta vez lo digo en serio —repuso, y se acercó un poco más.

Yo permanecí inmóvil, como paralizada por un hechizo.

—Me gusta pasear. Así conozco mejor los alrededores, y es una sensación interesante estar despierto cuando los demás aún duermen.

—Bueno, no estará solo mucho más —comenté—. Seguro que los campesinos ya se han levantado.

—Pero aquí solo te encuentras con zorros y liebres. —Me miró antes de añadir—: ¿Qué me dice? ¿Le apetece que la próxima vez salgamos juntos a pasear? Podría contarme algunas historias. Sobre troles y elfos, por ejemplo.

—Pensaba que quería estar tranquilo un rato antes de que yo lo saque de quicio con mis indicaciones y preguntas.

Me tomó la mano y la sostuvo en la suya. Me transmitió su calidez y por un instante sentí que iba a diluirme en la luz del sol. Mi cuerpo era ligero, el corazón me latía con fuerza.

—Usted nunca me saca de quicio, Agneta, ni como condesa Lejongård ni como usted misma. Podría pasar horas y días a su lado, ya fuera en el bosque o en una cueva oscura, y me alegraría mucho que alguna mañana quisiera acompañarme. Sería un comienzo ideal para el día.

Nos miramos y, mientras intentaba encontrar desesperadamente una réplica a la altura de sus palabras, mi cuerpo se inclinó hacia él como por voluntad propia. Qué fácil habría sido besarlo, o dejar que me besara.

Sin embargo, se retiró un poco.

—A menos que mi compañía le resulte insoportable.

Lo miré y sacudí la cabeza.

—¡Oh, no, de ninguna manera! No me parece insoportable, y me… me gustaría mucho pasear con usted.

Respiró con alivio y sonrió.

—¿De verdad?

—Sí, de verdad. Si quiere, podemos empezar ahora mismo.

—Con mucho gusto. Aunque usted ya iba de camino a la finca. ¿Tiene tiempo?

—Un rato —respondí, y le indiqué la dirección de los prados—. Apuesto a que este camino todavía no lo conoce. Si tenemos suerte, veremos troles.

—¿En serio?

—Mi hermano y yo así lo creíamos cuando éramos niños. Tal vez nuestros corazones sean aún lo bastante puros para verlos.

Caminamos un rato por el estrecho sendero que llevaba a un lugar con altas píceas, yo delante y él detrás. Notaba su mirada y su calidez, y casi tuve que contenerme para no dar grititos de emoción como una niña boba. Era bonito que un hombre se interesara por mí, aunque solo fuera para pasear juntos. En ese momento fui consciente del gran cariño que le tenía a Max. Si lo amaba o no, aún no lo sabía, pero tal vez en un futuro próximo tendría ocasión de descubrirlo.


Una hora después regresé a la finca. Max se había despedido de mí antes de llegar porque quería pasar por su cabaña. Me sentía ligera y animada, casi como si no hubiera vivido esos días tan duros. Sin embargo, nada más llegar a la casa el peso de la responsabilidad volvió a caer sobre mis hombros.

Susanna. Mi madre. Lejongård. ¿Volvería a vivir algún día sin preocupaciones?

Después de desayunar, Marit y yo montamos en el landó.

—¿No quieren que las lleve? —se ofreció August, pero yo no quería que ningún criado supiera que íbamos a recoger a Susanna.

No podía obligar a August a guardar silencio, así que era mejor que no supiera nada. Tarde o temprano, el servicio se enteraría de que Susanna se había marchado, pero nadie debía saber adónde. Por Langeholm, pero también por la gente del pueblo. Nada debía estropear el comienzo de su nueva vida.

—No, August, déjelo. Tengo que practicar con las riendas. A mi padre también se le daba muy bien.

—Eso sí es verdad —dijo el cochero—. Pero tenga mucho cuidado, su señora madre me cortaría la cabeza si le ocurriera algo.

—¡August, que ya soy mayor! —contesté y, después de que Marit subiera su bolsa al landó, hice restallar el látigo por encima de los caballos.

Fuimos al lago por un pequeño desvío para que nadie nos viera desde el pueblo. Susanna ya nos esperaba en la linde del camino. Aunque hacía bastante calor, llevaba una chaqueta de gruesa lana encima del vestido. Se había recogido el pelo en una bonita trenza. Las ojeras seguían marcadas bajo sus ojos, pero la perspectiva de viajar a Estocolmo la hacía parecer algo más optimista. La ayudamos a subir y luego yo cargué su bolsa.

—¿No llevas nada más? —pregunté.

Ella negó con la cabeza.

—Es todo lo que tengo. Seguro que mis padres no me darían nada.

—Entonces, ¿no has hablado con ellos?

Sacudió la cabeza de nuevo.

—No. Les escribiré una carta cuando llegue.

Miré a Marit, que me indicó con la mirada que ella se encargaría de todo.

Entonces subí al pescante.

El viaje transcurrió sin incidentes, ya que el camino estaba seco y el sol brillaba cálido sobre nosotras.

Detuve el landó en la plaza de la estación de Kristianstad y eché el freno. Los transeúntes nos miraron con curiosidad. Un carruaje con tres mujeres, unas de las cuales ocupaba el pescante, seguía siendo algo peculiar, por lo visto.

Ayudamos a Susanna a bajar y luego abracé a Marit.

—La próxima vez avísame si no estás bien —dije—. Te enviaré a los mejores médicos que haya. Y si quieres, también puedes venir aquí a recuperarte.

—Gracias, eres un cielo. Pero ahora me espera mucho trabajo. —Miró a Susanna, que estaba junto a nosotras con cara de susto.

Cuando quise abrazarla, se apartó.

—Pero, señorita, yo…

—Ya no eres una criada —señalé—. Eres una mujer libre, y pronto la esposa de un contable. —Sonreí para animarla, y ella asintió y se dejó abrazar—. Cuida mucho del niño y de ti. ¡Os deseo mucha suerte!

Marit cargó con su bolsa y también con la de Susanna. Poco antes de llegar a la entrada de la estación, ambas se volvieron una vez más para mirarme. Me despedí con la mano y subí de nuevo al pescante.


Poco después de regresar a Lejongård, mi madre vino a verme. Estaba visiblemente afectada, así que me pregunté cuál sería el motivo.

—¿Ha sido puntual el tren? —preguntó mientras se toqueteaba los volantes de las mangas del vestido.

—Sí, todo ha ido bien.

Asintió.

—Lástima que tuviera que marcharse ya. Tu amiga me ha caído bien. Cierto es que no debieras relacionarte con una mujer así, pero es fuerte y decidida. Sigue su propio camino sin depender de nadie. Si encuentra al hombre adecuado, podrá prosperar mucho en la sociedad. Tiene madera.

—Seguro que prosperará también sin la ayuda de ningún hombre —repliqué, pero me alegré de ese comentario positivo de mi madre. La breve discusión con mi amiga a la mesa parecía haberla cambiado—. Por cierto, Marit se ha llevado a Susanna. Ese era el motivo principal de su visita.

El semblante de Stella se endureció un poco.

—En fin…

—Madre, por favor —dije, porque quería que lo entendiera—. Se trata del niño. Del hijo de Hendrik. Sé que solo tenemos su palabra sobre quién es el padre, y que para ti sigue siendo una ladrona, pero deberías haberla visto cuando hablamos de Hendrik. Lo amaba de verdad.

Mi madre guardó silencio, pero en su cabeza se arremolinaban las ideas.

—Se casará con un contable y tendrá al niño con la ayuda de una buena doctora. El hombre reconocerá a su hijo, así que no debes temer que venga a exigir nada más adelante.

—¿Y qué hay de nuestras exigencias? —preguntó—. Si de verdad ese niño es de Hendrik, entonces es un Lejongård.

—Aunque por sangre sea un Lejongård, crecerá como hijo de un contable. No puede ser de otro modo, a menos que queramos provocar un escándalo.

—¿Y si fuera el único descendiente de nuestra familia? —insistió, preocupada.

—Pues encontraremos una solución. Tomaré la decisión que sea mejor para nuestra casa.

Nos miramos un momento y ella asintió.

—Tienes razón, eso será lo mejor. No te molestaré más. —Y se retiró.

De algún modo, me quedé con la sensación de que no había expresado lo que de verdad quería decirme.