Capítulo 39

Pareces desanimada, ¿ha ocurrido algo? —preguntó mi madre un día después, en el desayuno.

Fuera se estaba levantando una mañana radiante y el verano empezaba a mostrar su lado más hermoso.

—Es por Lucero Vespertino. No está bien —contesté.

Linus había traído las hierbas, pero no parecían ejercer ningún efecto en el caballo. Cada vez se le veía más débil, y Max insistía en que llamásemos a un veterinario.

—¿Y qué? —preguntó Stella.

—Max… Quiero decir, el señor Von Bredestein sospecha que tiene algo en el corazón. Ayer vino Linus, pero él cree que solo ha comido una planta venenosa.

—Ese caballo tiene una maldición —murmuró mi madre—. Nació el día que murió Hendrik.

—Lo sé, pero no creo que esté maldito. Ha debido de pasarle algo estos últimos días. Tal vez alguien se coló en el establo y le dio veneno.

—¿Has comprobado que ninguna de las criadas se haya metido en un lío? —Mi madre seguía sin olvidar el incidente entre Susanna y Langeholm.

—No, que yo sepa. Además, ¿por qué habrían de envenenar a un caballo? Pero créeme, cuando pille al culpable le arrancaré las orejas.

Mastiqué con rabia un trozo del pan crujiente que me gustaba desayunar con nata y un poco de confitura.

—Si tan segura estás de que lo han envenenado, será mejor que avises a ese inspector. Él lo descubrirá.

—Creo que Hermannsson tiene cosas mejores que hacer que buscar a alguien que tal vez nos haya envenenado un animal.

Me quedé callada un momento. Una idea me pasó por la cabeza: si de verdad era veneno, ¿por qué no estaban afectados los demás caballos? ¿Tal vez alguno de los mozos de cuadra odiaba a ese potro en concreto? ¿Quería vengarse de él porque le había mordido? ¿O Linus se equivocaba y Max tenía razón? ¿Sufría del corazón?

Sería la primera vez que sucediera algo parecido en la finca. La madre de Lucero Vespertino tenía una salud de hierro, así que debía de venir por parte del semental. En ese caso, tendría que comunicárselo al propietario para que no lo usara para cubrir a más yeguas.

—Nosotras no somos cualquiera —dijo madre, sacándome de mis pensamientos—. Por nosotras, Hermannsson vendrá.

Sacudí la cabeza.

—No, será mejor esperar un poco. Tal vez encontremos otra explicación.

En ese momento oímos un timbre de bicicleta fuera. Me levanté y me acerqué a la ventana.

—Será el chico de los periódicos —comentó Stella, que ya no se exaltaba al ver que me levantaba de mi sitio antes de terminar. Mi padre también solía hacerlo, y siempre la sacaba de quicio.

Llegué a tiempo de ver a un joven con traje marrón y pantalones bombachos subiendo los peldaños a toda prisa.

—Parece el chico de la oficina de telégrafos.

Esperamos un momento en silencio, llenas de expectación. La puerta del comedor se abrió entonces y Bruns entró con una bandeja de plata en la mano. Se dirigió a mi madre.

—Un telegrama para usted, señora —anunció.

¿Un telegrama para mi madre? ¿Le habría ocurrido algo a algún viejo amigo? Demasiado bien sabía yo que los telegramas solían traer malas noticias.

Y así parecía ser también esa vez, ya que mi madre se tapó la boca con la mano.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

Stella no respondió. Su mano se quedó donde estaba.

—Gustav ha muerto —susurró entonces.

—¿Qué Gustav?

Por un momento temí que pudiera tratarse del rey, pero pronto caí en la cuenta: el padre de Lennard también se llamaba así. Rodeé la mesa para leer yo misma la notica.

—Pobre Lennard —dije en voz baja, de pie detrás de mi madre, mientras leía las palabras una y otra vez. Eran muy pocas, pero decían mucho.

También a mi amigo de la infancia le había llegado el momento de asumir toda la responsabilidad. La última vez que había hablado con él fue en Navidad. Lennard no había querido salir de casa, por su padre, de manera que me había desplazado yo hasta la propiedad de los Ekberg. La visita me afectó mucho, ya que Gustav Ekberg, antes fuerte y elegante, se había convertido en una tenue sombra que apenas parecía darse cuenta de lo que le rodeaba.

«Stella, ¿qué haces tú aquí?», preguntó al verme. Nunca había tenido demasiado parecido con mi madre, pero justamente eso fue lo que vio el padre de Lennard. Su mujer le explicó que yo era la hija, Agneta, pero él afirmó que no me conocía.

Había visto cómo sufría Lennard, y hasta cierto punto había deseado que su terrible situación acabara pronto. Ahora había que darle la razón al médico, pues el viejo conde Ekberg había vivido solo un año más.

—Pobre Anna —musitó mi madre, y dobló el papel—. La muerte de su marido la dejará destrozada.

—Es cierto, pero tiene a su hijo. Él la apoyará.

Mi madre me miró.

—Puede ser. Aunque Lennard aún no ha encontrado su camino en la vida, y estoy segura de que jamás podrá llevar la finca como lo hizo su padre.

—A mí nunca me ha parecido desorientado —repuse.

Intuía adónde quería ir a parar, pero pensaba decirle lo mismo que le había dicho a Lennard en aquella fiesta del solsticio de verano. No quería perder a mi mejor amigo accediendo a un matrimonio que tal vez no nos hiciera felices. No podía ni quería traicionar a mi corazón. Jamás.

—Sería mejor señor de la finca si tuviera a la mujer adecuada a su lado.

La mirada de Stella se hizo insistente. Para librarme de ella, regresé a mi sitio.

—Lennard empezará a buscar novia en cuanto lo considere oportuno. Estos últimos tres años apenas ha podido salir de casa.

Mi madre se tomó un momento antes de añadir:

—Las dos sabemos quién sería la mejor esposa para él.

—No, madre. Quizá creas saberlo, pero te equivocas. No me casaré con mi mejor amigo. ¿Qué sería de Lejongård?

—Podríais daros apoyo mutuo —insistió—. Siempre he soñado con que algún día acabaríais juntos.

¿De verdad? ¿Lo imaginaba ya cuando Hendrik, Lennard y yo regresábamos del bosque con el pelo lleno de ramitas y hojitas, y las rodillas verdes de musgo?

—Lennard siempre podrá contar con mi ayuda —repuse—. Los miembros de nuestra familia somos sus más viejos amigos, y lo apoyaré también sea cual sea su elección de esposa, siempre y cuando esa elección no recaiga sobre mí, puesto que no deseo casarme con él.

—¿Con quién, entonces? —preguntó mi madre, algo irritada.

—Eso ya se verá.

—¡Pero si ya has cumplido los veintiocho!

—Increíble, ¿verdad?

Todavía recordaba la fiesta de mis veinticinco años en noviembre de 1910. Fue algo extraña, porque no estaba acostumbrada a celebrar mi cumpleaños con cien invitados. Lennard no pudo asistir a causa de la enfermedad de su padre, pero sí otros jóvenes a quienes apenas conocía. Fue la ocasión ideal para anunciar que había solicitado mi emancipación y que ese día la conseguiría. Mis padres se quedaron estupefactos, igual que la mayoría de los invitados. Aunque era muy común que las mujeres solteras solicitaran su emancipación en los tribunales, seguramente todo el mundo había esperado que, en lugar de eso, anunciara mi compromiso con algún esperanzado pretendiente.

Mi último cumpleaños había sido mucho más agradable. Cuando Max se enteró, me compró un almanaque astronómico. «Para que por fin creas que todo eso de ahí arriba son soles, y no simples piedras preciosas», me dijo, y me amenazó con preguntarme los nombres de las estrellas, casi todos de origen árabe o griego. No llegó a hacerlo, pero yo guardé el almanaque en mi habitación como si fuera un tesoro secreto, bajo la cama. Así, por lo menos podía imaginar que Max estaba un poco conmigo.

—Antes de que te pongas a planear mi matrimonio o de que me llames solterona —proseguí—, quizá deberíamos pensar qué vamos a hacer con lo de Gustav. Es evidente que asistiremos al funeral, pero tal vez deberíamos visitarlos antes. Si no está mal visto.

Me miró con asombro.

—¿Acaso te importan las costumbres de nuestra posición?

—Sí, en efecto —contesté—. Por lo menos cuando se trata de ocasiones tan tristes como el fallecimiento de un viejo amigo. ¿Crees que podríamos molestarlos haciéndoles una visita? Ellos no vinieron después de la muerte de padre y Hendrik, pero sin duda fue a causa del precario estado de salud de Gustav.

—Lo pensaré. Y tú deberías pensar qué vestuario vas a llevar.

Eso era un claro sí. Tal vez quería consultar primero con Anna si le parecía bien.


—¿Cuántos días nos quedaremos? —preguntó Lena con emoción cuando le hablé del viaje a la finca Ekberg.

Puesto que era mi doncella, podía acompañarme, igual que Linda a mi madre. La finca estaba a un día entero de trayecto y, como mi madre insistiría en que fuese bien vestida en presencia de la condesa Ekberg, necesitaría a la muchacha.

—Cinco —dije, e intenté ocultar mi desazón. Se me hacía una eternidad sin ver a Max. Además, estaba preocupada por Lucero Vespertino—. Pero piensa que no es un viaje de placer. Vamos por un motivo muy triste. El conde estuvo enfermo mucho tiempo, y vamos a presentar nuestros respetos y asistir al funeral. Compórtate bien, por favor, igual que aquí en casa.

—Lo haré —prometió Lena, pero en sus ojos seguía chispeando la emoción.

Dejé que disfrutara de esa alegría, que yo por desgracia no compartía. Por un lado, porque la muerte del viejo conde me entristecía de verdad. Por otro, porque temía que volviera a ponerse sobre la mesa un posible matrimonio entre Lennard y yo. Sin embargo, eso no era cosa de mi doncella. Juntas buscamos las mejores piezas de mi vestuario de luto, que habíamos guardado no hacía mucho. Me recorrió un escalofrío al tocar el vestido que había llevado para el entierro de padre y Hendrik.

—Este no —dije, y se lo devolví a Lena—. Mejor guárdalo bien. No quiero volver a ponérmelo.

Mi doncella asintió e hizo desaparecer el vestido.

Cuando terminamos, mandé a Lena retirarse y me tomé un momento para mirar por la ventana. Un par de mozos de cuadra pasaban por allí delante, y Max con ellos. Parecía que tenían algo importante que hablar.

Hice a un lado mi preocupación por Lucero Vespertino, me levanté y fui al despacho. Antes de salir de viaje tenía que resolver un par de cosas. Debía contestar la correspondencia más importante y luego indicarle a la señorita Rosendahl todo lo que había que hacer en nuestra ausencia. Hasta la noche seguramente no tendría tiempo de acercarme a los establos para ver cómo estaba el caballo.


Me dirigí a la cabaña, iluminada por la luna. Después de haber visto a Max apenas un momento esa mañana, quería hablar con él sobre los días siguientes. Las hierbas de Linus seguían sin obtener resultado y, a causa de la visita a los Ekberg, no podría ocuparme de que Lucero Vespertino recibiera los cuidados necesarios.

Cuando llegué, todas las ventanas estaban oscuras. ¿Dormía ya? Subí a la veranda y llamé a la puerta. No hubo respuesta. Estaba cerrada con llave. ¿Max no estaba? Di media vuelta y regresé a la casa. Esperaba cruzarme con él por el camino, pero no fue así. Me dirigí entonces a los establos.

Al abrir la puerta y notar el cálido olor a caballos y paja, vi también una luz débil. Me acerqué y vi a Lucero Vespertino tumbado de costado. Junto a él, acurrucado en la paja, estaba Max.

Debía de haberse quedado dormido, porque en cuanto carraspeé se estremeció sobresaltado.

—¡Agneta! —exclamó sin pensar que tal vez no estuviera sola—. ¿Qué haces aquí?

—Pasan de las diez y media —respondí, y me senté también en la paja.

—Madre mía, solo quería descansar un momento —dijo él, y se pasó las manos por la cara.

Le quité una brizna de paja del pelo.

—Pues lo has conseguido. He ido a la cabaña y no te he encontrado.

—Perdona. Quería estar un rato más con él. Está cada vez peor. Le arden los ollares, tiene fiebre.

—Entonces, habrá que avisar al veterinario.

Lamenté no haber hecho caso a Max enseguida, pero ¿por qué no había acertado Linus con su diagnóstico? ¿Acaso no había sido una planta venenosa, sino añicos de cristal? ¿O, tal como temía Max, una afección cardíaca?

—Mañana mismo me pondré en contacto con él —prometió, y le acarició el pelaje a Lucero Vespertino.

—Yo mañana parto para la finca Ekberg. El viejo conde ha muerto.

—¿El padre de tu amigo de la infancia?

—Sí. Llevaba tiempo muy enfermo. Hace un año le dijeron que solo le quedaba un año de vida. El médico acertó.

—Tu amigo estará muy afectado.

Max parecía meditabundo. No era la primera vez que lo veía así cuando hablábamos de Lennard.

Aún no teníamos un vínculo sólido en nuestra relación. Todavía no habíamos compartido intimidad, pues él no quería arriesgarse a que me pasara lo mismo que a Susanna. Yo le decía que conocía las señales y sabía cuándo había riesgo de embarazo, pero él no me creía. «Cuando estemos seguros de que podemos estar juntos, lo haremos», me decía, y yo notaba el dominio de sí mismo que le exigía eso.

Sin embargo, en cuanto mencionaba el nombre de Lennard, parecía temer que mi amigo fuese un competidor para él.

—Sí, está muy afectado —repuse—. Ya te conté que me propuso matrimonio. —Entre nosotros debía existir sinceridad. No quería ocultarle nada a Max, que también lo sabía ya todo sobre Michael—. Y, aunque vuelva a proponérmelo, no aceptaré. Para mí no existe nadie más que tú.

Lo tomé de la mano, que se cerró sobre la mía. Noté su excitación, pero sabía que mantendría su promesa. Me incliné y lo besé, después me apoyé en su hombro.

—Tienes que descansar —dijo al final—. Mejor vuelve a casa. Te avisaré si ocurre algo.

¡Cómo deseé poder llevármelo conmigo! Sin embargo, comprendía que tenía razón.

—Está bien —dije, y me aparté—. Buenas noches.

—Buenas noches, Agneta. ¿Nos veremos mañana, antes de que partas?

—Sí.

Volvimos a besarnos con pasión.