Capítulo 30
Le dejé mi yegua a Tim, el ayudante del caballerizo, y corrí a largas zancadas hacia la casa.
Todavía me costaba creer que Hendrik fuera el padre del niño. ¡Mi hermano tendría que haber sido consciente de las consecuencias! ¡Hendrik no era tan desconsiderado!
Vi carruajes en el patio, lo que significaba que las amigas de mi madre volvían a estar de visita en el salón. ¡Mucho mejor! Así no podría salir a mi encuentro y me daría tiempo para asimilar la nueva información y ordenar mis ideas.
—¡Buenos días, señorita Lejongård! —exclamó una voz desde un lado.
El caballerizo. La fusta que llevaba en la mano empezó a temblarme. Me habría gustado darle un buen golpe en esa mueca sonriente de inocencia fingida, pero me contuve.
—Buenos días, señor Langeholm —saludé todo lo tranquila que pude, y entré en la casa.
Estaba furiosa. ¿Cómo era posible que ese hombre me hubiera parecido tan digno de confianza, cuando en realidad no tenía ningún escrúpulo? Chantajear a una criada… ¡Obligarla a hacer favores sexuales y a robar!
Desde luego, también era posible que Susanna mintiera, pero no me parecía probable.
Comprendí que no conocía lo suficiente a las personas que trabajaban en la finca. La mujer que más sabía de todo el mundo estaría en ese momento en la cocina, porque la señorita Rosendahl, igual que los demás empleados, valoraba mucho su pequeña pausa de media mañana.
La encontré abajo, en efecto, sentada a la larga mesa de la cocina junto con la señora Bloomquist, Linda, Marie, Svea y Lena. Un maravilloso aroma a café y pastas flotaba en el aire.
Al entrar yo, la conversación de las mujeres cesó de pronto.
—Ah, señorita, ¿puedo ayudarla en algo? —preguntó la señora Bloomquist—. Acabo de hacer café, y la primera bandeja de galletas para esta tarde también está lista. Si desea probarlas…
Con las ideas que arreciaban en mi interior, no se me habría ocurrido pensar en dulces, pero no pude resistirme a ese olor tan tentador.
—Gracias, señora Bloomquist, tomaré una taza y un par de galletas.
La cocinera fue a la bandeja de la que venía el delicioso aroma. Las pastas de nuestra cocinera eran casi mágicas. Libraba una auténtica competición con otras cocineras de casas vecinas por las mejores recetas. Desde hacía mucho tiempo era costumbre que, para el café de la tarde, se sirvieran en la mesa siete clases de galletas. La señora Bloomquist protegía sus recetas como si fueran hijas suyas y prohibía que los criados que acompañaban a los invitados entraran en la alacena donde guardaba sus secretos.
—Oh, puedo subírselo yo —dijo Lena muy bien dispuesta, y se levantó.
—Gracias, Lena, pero no será necesario. Ahora estás en tu pausa, como los demás. Yo misma subiré la bandeja.
Lena miró en busca de ayuda a la señorita Rosendahl, que le devolvió una mirada severa. Para mí, sin embargo, el comportamiento de la muchacha era irreprochable. En Estocolmo incluso me había preparado el café yo sola.
—La verdad es que solo bajaba para pedirle a usted, señorita Rosendahl, que suba a verme después. Tengo que comentarle una cosa.
—Podemos comentarlo ahora mismo, si prefiere —dijo.
Negué con la cabeza.
—Disfrute de su pausa, igual que haré yo. Me encontrará en el despacho. Vaya a verme cuando le vaya bien, por favor.
Levanté la bandeja de plata que la señora Bloomquist casi había cargado de pastas y me marché.
El olor a café consiguió imponerse por un momento a los del cuero y la madera de cedro, que dominaban el despacho. Me recliné en la silla tapizada en piel y probé una galleta. La señora Bloomquist la había rellenado de confitura de arándano y había conseguido que se deshiciera en la boca como si fuera toda de mantequilla.
El dulzor de la galleta y el efecto revitalizante del café me distrajeron un momento de mis tribulaciones. Miré por la ventana, vi las nubes e intenté despejar la cabeza. Ordenar lo que tanto costaba ordenar.
Entonces llamaron a la puerta. Por lo visto, la señorita Rosendahl ya había terminado su pausa. ¿O sería mi madre, que quería algo?
No, seguro que sus amigas seguían allí, y ella jamás descuidaría sus obligaciones como anfitriona. En el mejor de los casos, enviaría a una criada para recordarme que me dejara ver por el salón. Pero sí era la señorita Rosendahl, que entró en el despacho bastante intranquila.
—¿Le parece bien ahora? —preguntó al ver el plato de galletas, que seguía casi lleno.
—Desde luego —repuse, y señalé una silla frente a mí—. Siéntese, por favor, señorita Rosendahl.
El ama de llaves se acercó algo dubitativa y tomó asiento.
—Espero que no haya habido ningún incidente con el personal.
—No, no es eso —contesté, puesto que no podía calificarse de incidente. Más bien era una auténtica canallada—. ¿Qué sabe usted del señor Langeholm?
—¿Del caballerizo?
—Sí. ¿Qué sabe de él? Tengo entendido que trabaja para la familia desde hace un tiempo, pero yo no he estado mucho en la casa estos dos últimos años. ¿Se ha producido alguna clase de… suceso relacionado con él?
Me miró como si le hubiera planteado un acertijo irresoluble.
—No. No que yo sepa. Lo cierto es que siempre ha sido muy correcto.
—¿De verdad? —Levanté las cejas.
Alguien que llegaba tan lejos como para chantajear a una criada no lo hacía de buenas a primeras. ¿Había acosado a Susanna desde mucho antes?
—Bueno… no sé si su madre le habrá hablado del asunto con Juna.
—¿Juna? —Ese nombre no me decía nada.
—Estuvo de criada en la casa desde enero. El caso es que poco después empezó una relación con el caballerizo. Su aventura se descubrió y su madre echó a la muchacha.
¿Por qué no me había escrito Hendrik sobre eso? ¿Le había parecido demasiado intrascendente? ¿O el despido de esa chica lo había vuelto más cauto, porque él mismo tenía una relación con Susanna?
—Ha dicho «aventura». Que yo sepa, el caballerizo no está casado, y los empleados tienen libertad para buscar cónyuge.
El semblante de la señorita Rosendahl se ensombreció.
—Bueno, es que ni su madre ni su difunto padre veían con buenos ojos las relaciones entre criados. Opinaban que no hacía ningún bien al servicio que se distrajeran por asuntos personales.
—¡Pero si el matrimonio es algo muy normal!
Miré al ama de llaves. Cuando yo era pequeña, siempre la había admirado por su belleza. Si alguna mujer de los alrededores podía haber tenido una aventura con mi padre, habría sido ella. Sin embargo, siempre se había mantenido lejos de toda sospecha. ¿Significaba eso que había antepuesto su deber a sus anhelos y deseos? Respiré hondo.
—Bueno, por lo que parece, como nueva señora de la finca tendré que cambiar algunas cosas.
Ella me miró con incredulidad.
—¿Qué quiere decir?
—Que no veo ningún motivo por el que los empleados no puedan tener una relación sentimental seria con otro. Desde luego, el trabajo no debería resentirse por ello, y tampoco quiero animar a nadie a cometer adulterio. Pero si ambas partes están solteras y tienen el deseo de llevar su relación hasta el matrimonio, nadie debería impedírselo.
Marit habría aplaudido ese discurso. Entre nuestras hermanas feministas también había algunas que trabajaban en el servicio doméstico y les prohibían buscarse marido mientras estuvieran contratadas. Naturalmente, podían renunciar, pero a veces ocurría que una relación se rompía antes de llegar al matrimonio, y entonces ellas se quedaban en la calle.
—¡Pero eso iría contra lo que su padre siempre deseó! —protestó el ama de llaves—. ¿Qué pensarán nuestros invitados si todas las criadas van por ahí con un bombo? Eso por no hablar de que tendrían que cumplir también con sus deberes domésticos como esposas.
—Señorita Rosendahl, ahora la señora soy yo —empecé lo más calmada posible. El argumento de que las mujeres siempre tenían que estar en los fogones, porque si iban a trabajar no podían encargarse de sus tareas domésticas, me exasperaba desde hacía mucho, y a menudo había sido objeto de nuestras manifestaciones—. Ya han pasado trece años desde que empezó el nuevo siglo. ¿No le parece que en todo progreso deben producirse también avances para las mujeres?
—Pero esas reglas tienen una razón de ser.
—Sí, la de contener a las mujeres. Convencerlas de que no son capaces de nada más. —La miré. Por lo visto, ella nunca había echado de menos tener marido o hijos—. Hace mucho que está usted al servicio de nuestra familia.
—Casi treinta años —especificó.
—Es mucho tiempo, ¿verdad? Y, por lo que recuerdo, mis padres siempre estuvieron satisfechos con usted. Dígame, ¿le hace feliz su trabajo?
—Pues… no sé si el trabajo debe hacerla feliz a una. Todos tenemos nuestro lugar y debemos ocuparlo.
—Bueno, eso es cierto, pero ese lugar debería ocuparse en cuerpo y alma, ¿no le parece?
—Desde luego.
—¿Y? ¿Está usted aquí en cuerpo y alma?
—Por supuesto, señorita. —Pareció enojada—. Si supone otra cosa…
Levanté una mano para apaciguarla.
—No supongo nada, porque siempre la he visto trabajar concienzuda y aplicadamente. Lo que quiero resaltar es otro punto: ¿alguna vez ha deseado tener un marido y una familia, y aun así poder cumplir con su deber?
—No, yo… siempre quise dar lo mejor de mí en el servicio.
Como se le sonrojaron las mejillas, vi que no decía toda la verdad.
—Y lo hace. Pero sea sincera, por favor: ¿no lo pensó en algún momento de su vida? Lo cierto es que toda mujer sueña con el amor, ¿verdad?
—Bueno, eso es un asunto privado —repuso con vacilación.
Asentí. No era asunto mío husmear en su privacidad, pero era incapaz de imaginar que en su vida nunca hubiese un momento en el que soñara con un poco de cariño.
—Sea como fuere, el caso es que introduciré reglas nuevas. Entre ellas, que los criados podrán casarse siempre que cumplan con sus deberes.
La señorita Rosendahl asintió y ya iba a levantarse, suponiendo que nuestra conversación había terminado, pero la detuve.
—Volviendo otra vez al señor Langeholm… Después de que la muchacha se marchara de la finca, ¿hubo algo que le llamara la atención en él? ¿Expresó su descontento, se mostró quizá enfadado con mi padre?
El ama de llaves se dejó caer de nuevo en la silla.
—Bueno… Claro que manifestó su disgusto alguna vez, pero nunca frente a su padre. Al cabo de un tiempo su enfado desapareció. La muchacha regresó al pueblo y rompió la relación con él.
—¿Dónde vive esa tal Juna? ¿Cómo se apellida?
Tal vez debiera hacerle una visita. Todo aquello me daba mala espina. Era posible que Langeholm quisiera el broche para compensar a su antigua amante.
—Holm. Juna Holm. No sé si todavía vive en el pueblo.
—Se lo agradezco, señorita Rosendahl. Con eso bastará por el momento.
El ama de llaves asintió, se levantó y salió del despacho.
Volví la vista de nuevo hacia la ventana. Me sentía intranquila. Aquel asunto clamaba al cielo.