Capítulo 69

Una fresca brisa marina sopló cuando íbamos a apearnos del automóvil. Tjorven, solícito, nos sostuvo la puerta abierta. Mi madre estaba algo pálida. Cuanto más duraba el viaje, más creía que sufriríamos algún contratiempo.

—¿Va todo bien? —le pregunté.

—Seguramente no me acostumbraré nunca a esta velocidad espantosa —protestó mientras Lennard la ayudaba a bajar.

—Que sí, madre, ya verás. Además, un poco de emoción te va bien para el corazón. Ya oíste al doctor Bengtsen.

—Ese médico habla por los codos —replicó ella, y bajó.

Saqué a mis hijos del asiento y la seguí. Lena y Linda nos estaban esperando. Habían viajado en tren el día anterior, temprano, junto con Rosalie, que entonces también abrazó a Magnus e Ingmar.

La casa había cambiado muy poco desde nuestra última estancia allí. La pintura se desconchaba en algunos sitios, pero, por lo demás, el matrimonio que cuidaba de la propiedad lo tenía todo a punto. En las habitaciones se respiraba el aire marino, pues la playa se encontraba justo a nuestros pies. La villa quedaba algo elevada y desde ella se tenía una vista espléndida del Báltico. De vez en cuando se veía pasar una barca de pescadores. Los paseantes recorrían la arena. Se notaba que la temporada de baños se acercaba a su fin.

—Esto es precioso —dijo Lennard—. Tendríamos que haber venido mucho antes.

—Sí, habría estado muy bien como destino para el viaje de novios —repuse, y miré a mi madre, que estaba hablando con Linda y parecía darle indicaciones—. Tal vez algún día podamos recuperar ese viaje.

Lennard sonrió.

—Cuando los niños ya no necesiten tantos cuidados haremos un viaje los dos solos. Aquí o a cualquier otro lugar.

—Sería estupendo —dije.


Los dos días siguientes los pasamos casi exclusivamente tumbados al sol.

Tal como Lennard había prometido, me compró cartulinas y una caja de acuarelas. Allí los pigmentos y el óleo eran artículos tan escasos como los buenos lienzos, pero no me importaba. Incluso me parecía más adecuado para los motivos marinos. Plasmé sobre el papel las olas, las huellas en la arena, las conchas varadas, guijarros rojos y verdes. No pretendía realizar nada artístico, solo seguía mi instinto. Intentaba expresar más mis propios sentimientos que reproducir la realidad.

También pasaba muchos ratos con mis hijos. Momentos tiernos y apacibles en los que sentía su calidez e inhalaba su aroma.

La tercera noche, después de una cena maravillosa de pescado fresco, mi madre me llevó a un aparte.

—¿Te apetecerá tomarte luego una copita de aguardiente conmigo?

—Ya sabes que no debes beber tan tarde.

—La bebida es lo de menos, pero tal vez tú necesites algo para asimilar lo que tengo que contarte.

Me miró y supe que esa noche abriría la cajita que contenía su secreto.

Esperamos a que todos se acostaran, incluso Linda, Lena y Rosalie. A Lennard le dije que tenía una conversación importante con mi madre y que no me esperase. Entonces Stella se sentó conmigo en el pequeño salón, que era una copia en miniatura del salón de Lejongård. El aire fresco entraba por la ventana entreabierta, así que nos abrigamos con unas mantas cálidas, iluminadas por el resplandor de los candelabros. La cajita estaba sobre la mesa, como si fuera una reliquia.

Estuvimos un rato calladas. Yo, expectante; Stella, pensativa. Parecía reflexionar si de veras debía desvelarme lo que fuera, hasta que se inclinó hacia delante y abrió la caja. Dentro, por lo que pude ver, había varias cartas y un medallón. Sentí un escalofrío. ¿Qué significaba aquello?

—Hace muchos años que guardé estas cosas en el banco de Wenders —empezó—. Nadie debía saber nada. También podría haberlas lanzado al fuego, claro está, pero no quería. No quería perder lo que tuve una vez. Y ahora que me siento cerca de la muerte, quiero quedarme en paz.

—No vas a morirte —protesté. Un miedo palpitante me recorrió el cuerpo. ¿Por qué pensaba eso?—. El médico ha dicho que…

—Ese médico no sabe nada. Sus gotas solo me ayudan un rato, pero siento que no evitan la insuficiencia de mi corazón. Un día me dejará tirada. Un día me iré. Seguramente ocurrirá mientras duermo y, como no quiero dejarte en herencia una llave y una cajita, he decidido contártelo ya.

—¿Qué contiene la caja? —pregunté, y sentí que el miedo a que muriera crecía en mi pecho. No quería que se fuera, ¡todavía no!

—¡Amor!

Su respuesta me sacó de mi delirio.

—¿Cómo dices?

—Amor —repitió—. Un amor breve, intenso, uno al que no pude resistirme.

¿Mi madre había tenido una aventura? ¿Cuándo? Debió de ser antes de casarse con mi padre, ¿verdad?

—Sé lo que pensarás ahora —continuó—. O por lo menos lo intuyo. —Hizo una breve pausa y a mí no se me ocurrió nada que decir—. Cuando supe que estabas embarazada, me quedé alelada. Me recordó a mi propia situación, la que sufrí una vez.

Acarició las cartas con cariño y levantó el medallón.

—¿Tu propia situación? ¿Qué clase de situación?

—Un año después de que naciera Hendrik, tu padre tuvo un grave accidente a caballo. El animal lo tiró al suelo y lo pisoteó. Un casco le aplastó el bajo vientre. Estuvo entre la vida y la muerte durante mucho tiempo, quedó en coma y desarrolló gangrena. Hasta medio año después no pudo volver a levantarse de la cama. Yo estaba exultante al ver que había sobrevivido y no pensé en las posibles consecuencias. Lo único que deseaba era tener un segundo hijo, darle un hermano o una hermana a Hendrik. Una niña, a poder ser, porque no quería que el primogénito tuviera competencia. Sin embargo, por mucho que lo intentamos, no me quedaba embarazada.

Empecé a sospechar algo mientras contenía la respiración. Me ardían las mejillas, y sin necesidad del aguardiente, que había quedado intacto sobre la mesa.

—Por supuesto, intentaron culparme a mí. Creían que en el parto de Hendrik algo se había dañado en mi seno. Los médicos, sin embargo, no encontraban prueba de ello, de manera que opinaron que podía haber quedado tan traumatizada por el accidente de Thure que eso había afectado a mi fertilidad. Yo, en cambio, sabía lo que pasaba en realidad.

Abrió el medallón y lo contempló. Contenía la fotografía de un joven de rizos rubios con un pequeño bigote.

—Alexander llegó a nuestra casa con el séquito del rey, trabajaba con el mayordomo mayor. Los habíamos invitado para la cacería de otoño, que por entonces ya suponía el mismo jaleo que conoces. Durante esos días… bueno, nos enamoramos. Alexander era más joven que yo, pero solo tenía ojos para mí y, cuando Thure se fue al pueblo con algunos hombres, aprovechamos la oportunidad. Incluso conseguimos encontrarnos una segunda vez antes de que partiera. Se marchó con la promesa de que me escribiría. —Mi madre me miró—. ¿Estás segura de que no quieres un trago de aguardiente?

Negué con la cabeza. El corazón me aleteaba como un gorrioncillo, el estómago se me removía, pero no quería adormecer esos sentimientos con alcohol.

—Sigue —pedí mientras intentaba imaginar cómo habría sido la Stella de aquel entonces. Yo conocía a una madre severa, una hermosísima reina de hielo. Seguramente por entonces tenía una belleza arrebatadora.

—Solo unas semanas después, me di cuenta de que no me venía el período. Como ya sabía lo que era gestar un niño, comprendí que estaba embarazada. Me invadió el pánico. Cierto era que también había estado con Thure, aunque llena de mala conciencia y siempre pensando en Alexander, pero intuía que ese niño no era suyo.

Me quedé mirándola como si me hubiera dado un bofetón. Por un momento no pude moverme, tampoco encontré la voz para decir nada. La conmoción me dejó convertida en estatua de sal.

¿Mi padre era otro hombre? No podía creerlo. Me parecía demasiado a mi propio padre, teníamos las mismas inclinaciones.

—¿Estás segura? —pregunté—. También pudo ser padre…

—Sí, pudo. Pero estoy segura de que no fue su semilla la que creció en mí. Cinco años después de tu nacimiento, un médico le diagnosticó esterilidad. Ese fue el año en que nos trasladamos a habitaciones separadas.

—¿Padre sabía algo? —pregunté casi sin aliento. Notaba los latidos del corazón en el pecho. Jamás había imaginado nada parecido.

—Algo debía de sospechar. Yo nunca lo supe. En cualquier caso, te adoraba. Para él eras su hija y, junto con Hendrik, su gran esperanza. Tal vez puedas entender ahora por qué le decepcionó tanto que quisieras estudiar, que intentaras cortar todo vínculo con Lejongård. Te veía como esposa de Lennard, ya entonces. Habría sido ideal.

Sin saberlo y siguiendo un rumbo diferente, yo había acabado cumpliendo su deseo.

Tardé varios minutos en asimilar las palabras de mi madre. Me levanté y empecé a pasearme por el salón. Sentía el rumor de la sangre en los oídos. Los tablones del suelo crujían bajo mis pies y fuera aullaba el viento.

Sin embargo, apenas me daba cuenta de nada porque en mi cabeza, casi dolorosamente, solo le daba vueltas a una pregunta: ¿Mi padre no era mi padre, sino un hombre llamado Alexander? ¿Y mi madre se lo había ocultado? Yo al menos le había puesto a Lennard las cartas sobre la mesa. Aun así, la comprendía, pues había mucho en juego. Mi vida, la de ella, la reputación de Lejongård. Si mi padre llegó a sospechar algo o no, carecía de importancia, pues se había llevado esa sospecha a la tumba. Sin embargo, me sentía como si me hubiera caído una rama en la cabeza. La revelación iba calando cada vez más en mi conciencia. Mi padre no era mi padre. Mi madre había tenido una aventura. ¿Era posible? ¿Stella, esa mujer perfecta y por encima de toda duda? ¿Mi fría madre había sido capaz de sentir una pasión tan intensa? Guardamos silencio durante unos minutos.

Mi madre no era ya la misma mujer que dos horas antes, que dos meses antes. De pronto me parecía una criatura salvaje, la misma que había sido yo en mi cama de Estocolmo con Michael. Por lo visto, era cierto eso de que de tal palo, tal astilla.

¿Por qué nunca me había dicho nada? ¿Por qué no había sido más comprensiva conmigo? ¿Se avergonzaba? ¿Había querido protegerme de los remordimientos?

¿Podría yo seguir viendo a mi padre con los mismos ojos? Tal vez no, pero jamás llamaría así a ningún otro hombre. Mi padre me había enseñado a montar, me había consolado cuando me caía, y con él había librado las batallas de mi juventud. Solo lo había tenido a él. Solo a él lo había querido como a un padre.

—¿Qué ocurrió entonces? —pregunté al fin. Mi voz sonaba como si viniera de muy lejos. El corazón seguía latiéndome con fuerza, me temblaban las manos.

—Nos escribimos durante una temporada. Él me envió un medallón con su retrato y prometió que regresaría. Ya no sé si me alegré o sentí miedo. Aun así, si fue miedo, pronto no tuve ningún motivo para ello, porque a Alexander lo destinaron al norte, donde se casó con la hija de un gran terrateniente. Volvió a escribirme, para comunicarme que seguramente no volveríamos a vernos. Y con eso se acabó.

Hizo una pausa. Sentí que se cansaba de tanto hablar. Entonces me miró a los ojos y vi lágrimas en los suyos. Lágrimas de culpabilidad y de pérdida.

—Cuando me di cuenta de que te habías encaprichado de ese hombre, me vi reflejada en ti. Comprendía lo que sentías, pero al mismo tiempo me habría gustado separarte de él. Más de una vez pensé en ir a verlo, enfrentarme a él y pedirle que se marchara de Lejongård.

Abrí mucho los ojos. ¿No habría…?

—No —contestó a mi pregunta no formulada—. No tuve nada que ver con su desaparición y no sé dónde puede estar. Solo sentí un gran alivio al ver que por fin se había marchado. Igual que cuando me dijiste que estabas embarazada y que pensabas casarte. Pero cuando me contaste que ibas a hacer que lo buscaran… Me desesperé, no quería que volviera a aparecer jamás. Mi ira también era para Alexander. Durante mucho tiempo soñé con huir junto a él, pero entonces apareció esa otra mujer a la que por lo visto amaba de verdad… —Una lágrima le cayó del ojo izquierdo, resbaló por su mejilla y acabó en su mano—. Doy gracias por cada día que te deja vivir en paz, créeme. No quiero que tengas que enterarte de que tiene a otra.

Tomé su mano. Estaba helada, temblaba. También yo sentía un profundo temblor interior. No solo por la confesión, sino por Max. O Hans, que era su verdadero nombre.

—Sé que tiene a otra —dije—. Su madre me escribió. Se dio a conocer con un nombre falso y nos ocultó que tenía una esposa aguardándolo en Pomerania.

—No esperaba otra cosa de él —refunfuñó Stella.

Apreté los labios y sacudí la cabeza como si así pudiera librarme de ese recuerdo.

—Se acabó. Nadie puede cambiar el pasado, solo quería encontrarlo para obtener una explicación. Me obcequé con eso y pasé por alto la suerte que tengo con Lennard. Pero, si te soy sincera, ya no quiero ninguna explicación. Sé dónde estoy y quién soy.

Volví a pensar en la carta de Boregard y me alegré de no haberla abierto.

Mi madre me apretó la mano.

—Me alegra oírlo, pero sé que el corazón es inconstante.

—Puede ser, pero también tú te quedaste con padre.

—Sí, lo hice. Y en los años siguientes aprendí a amarlo de nuevo. Cuando murió, me afectó más que la noticia de que Alexander se había casado.

Apreté su mano contra mi mejilla y la sostuve un rato.

—¿Qué harás con la cajita? —pregunté entonces—. ¿Volverás a guardarla?

—Todavía no lo sé —contestó, y me acarició el pelo con la mano libre—. Tal vez me la lleve conmigo a la tumba. O quizá lo queme todo antes. He descargado la conciencia y te he contado la verdad. Era cuanto quería.

Entonces sí bebimos un aguardiente, más que nada para entrar en calor. Seguimos un rato allí sentadas, pensando, hasta que nos venció el cansancio. Salimos juntas del salón. Mi madre llevaba la cajita bajo el brazo. ¿Cortaría por lo sano con su contenido, o sería incapaz de separarse de ello?

Todavía no tenía muy claro lo que significaba ser la hija de otro hombre. Sin embargo, ¿no era padre solo aquel que se ocupaba del bienestar de un niño y lo quería? ¿Deseaba conocer a mi padre biológico? ¿Sabía él de mi existencia? Por el secretismo con que había actuado mi madre, me parecía improbable. ¿Se lo contaría a Lennard, o era mejor no cargarlo con eso? Seguramente pronto encontraría una respuesta.

—Buenas noches, madre —dije cuando estuvimos ante su puerta.

Su historia me había removido mucho y no sabía si esa noche conseguiría conciliar el sueño. Aun así, sentía una paz profunda que provenía de ella. Si le llegaba la muerte, al menos podría marcharse con el corazón en paz. De todos modos, esperaba que todavía faltase mucho para eso, ahora que nos llevábamos cada vez mejor.

—Buenas noches, Agneta. Hasta mañana —dijo, y entró en su habitación.

Yo me quedé un momento ante la puerta, luego me volví y recorrí el pasillo.

En nuestro dormitorio, Lennard se había quedado dormido en el sillón, junto a las camitas de los niños.

Mis tres hombres, pensé con cariño, y me tumbé en la cama, donde estuve aún un buen rato contemplando las vigas del techo.