Capítulo 36
Casi era de noche cuando fui a la cabaña de Max. Como todos los demás, había sido testigo de la detención, aunque no habíamos tenido tiempo para comentarlo. Puesto que nos quedaban algunos asuntos que tratar y, además, me apetecía celebrar la noticia, había sacado una botella de aquavit del globo terráqueo de mi padre.
Mientras caminaba junto a los prados, contemplé las estrellas. Las palabras de Marit resonaban en mis oídos. ¿Podría mantener una relación con Max?
Cuando nos encontramos detrás del cementerio, hubo un momento en el que casi lo había besado. Solo casi, pero me había sentido muy atraída por él. Tal vez esa noche podría descubrir si había algo…
Lo encontré sentado en su veranda, a la luz de una gruesa vela que se reflejaba en sus gafas de montura metálica. Casi parecía un estudiante preparando un examen.
—Buenas noches, Max —saludé.
Se sobresaltó.
—¡Agneta!
—¿Estaba leyendo algo interesante?
Levantó el libro. August Strindberg, el escritor misógino. Al leer el nombre sentí un escalofrío pensando en la última celebración de Navidad. Parecía que hubieran pasado cien años desde aquella pelea, igual que desde mi vida de estudiante en Estocolmo.
—Sabrá usted que Strindberg no es muy amigo de las mujeres modernas —dije al subir a la veranda—. Espero que no comparta sus opiniones.
—Si le soy sincero, lo encuentro agotador. Pero no tengo otra cosa, y quiero ampliar un poco mi vocabulario.
—Puede tomar prestados libros de la mansión. Me temo que la biblioteca de mi padre no es muy moderna, pero encontrará obras fascinantes. Por extraño que parezca, mi padre sentía debilidad por las historias de detectives.
—Bueno, pues me gustará ver qué hay. Pero ¿qué la ha traído aquí? ¿Quiere celebrar conmigo el jaleo de la finca? —Señaló la botella.
—Quería celebrar que el miedo ha llegado a su fin, sí. Seguro que sabe de qué acusan al señor Langeholm.
Max asintió.
—En efecto. Y si le soy sincero, me ha sorprendido mucho. Nunca vi ningún indicio de que quisiera perjudicar a su familia.
—Directamente no, pero sí indirectamente. ¿Recuerda a Susanna?
—¿La criada despedida?
—Sí. Él la obligó a robar. Por suerte, evitamos males mayores.
Pensé un instante si debía contarle más sobre la muchacha, pero decidí abstenerme. Marit me había escrito para informarme de que habían llegado bien a la ciudad y Susanna empezaba a amoldarse poco a poco.
—Siéntese, por favor —dijo Max, y señaló a su lado—. Iré a buscar algo con lo que podamos beber.
Se levantó y se dirigió a la cabaña.
Llevábamos tres semanas encontrándonos de vez en cuando para pasear por la mañana, pero todavía no me había animado a proponerle que nos tuteáramos plenamente. Cuando tenía la sensación de que él se abría un poco, enseguida se retraía de nuevo, como si mi título fuese un muro contra el que chocaba.
Al cabo de poco regresó y dejó dos tazas ante mí.
—Tengo que pedirle a la señora Bloomquist que le traiga vasos —dije.
—No hace falta. Estas tazas me van de maravilla. Además, para mí tienen valor sentimental.
—¿Sentimental? —me extrañé—. Si no recuerdo mal, son unas tazas que se retiraron de nuestra casa hace tiempo, porque no quedaban suficientes para formar un juego completo.
—Pero usted bebió en una de ellas —dijo con una sonrisa galante—. Así que siempre puedo imaginar que sus labios tocaron el borde.
—Solo si acierta con la que usé —repuse, y levanté la taza—. ¡Son todas iguales!
—Sí, y por eso le daré una diferente cada vez que venga. En algún momento las habrá tocado todas.
Sonreí y abrí el aguardiente. Era una de las últimas botellas que me quedaban de mi padre.
—La he sacado del globo terráqueo del despacho —dije mientras servía—. Tal vez no sea tan fuerte como su aguardiente de trigo, pero es lo que merece la ocasión.
—¿En el globo hay alcohol? —preguntó con asombro.
—¿Nunca lo ha visto? Toda casa que se precie tiene un globo terráqueo con bar. Por lo menos antes era así.
—Mi padre nunca tuvo nada parecido. Guarda el licor en su habitación, donde solo él y su criado pueden entrar.
Lo miré. Lo que contaba sonaba muy personal. Tampoco mi padre, en vida, había dejado que nadie entrara en su cuarto, salvo Bruns y mi madre, pero porque no había podido impedírselo.
Max sabía lo que era crecer en una casa señorial. Al contrario que Michael, entendía lo que significaba pertenecer a una familia noble y lo difícil que era desligarse de eso. Solo se conseguía apartándose por completo del seno familiar.
—¿Le parece bien que nos tuteemos del todo? —pregunté mientras levantaba la taza—. Ahora que volvemos a beber juntos, tal vez sea buen momento.
—¿Es buena idea? Podría dar lugar a habladurías entre el personal.
—No si solo lo hacemos cuando estemos a solas.
—¿Significa eso que no siempre estaremos al mismo nivel?
—No, bueno… —Su pregunta me desconcertó. Yo solo quería que hablásemos con más naturalidad, y él… Las mejillas empezaron a arderme cuando comprendí lo que quería decir—. Por mí, podemos tutearnos siempre. A fin de cuentas, somos de la misma condición.
—Pero su familia tiene amistad con la casa real sueca. La mía pertenece a la nobleza de provincias.
—Igual que nosotros. —Sus dudas me pusieron nerviosa. ¿Me había precipitado? Que conversáramos de una forma tan confiada en nuestros paseos tal vez no significaba nada—. Pero, si usted no quiere, seguimos como hasta ahora.
Bajé la mirada. Sentía el peso de la decepción en el estómago. Había creído que sentía algo por mí. ¿Me había equivocado?
—Sí que quiero —dijo, y me tomó la mano.
Volví a mirarlo. En sus ojos ardía un fuego que no había visto en nadie desde Michael. Al principio, cuando acabábamos de conocernos.
—Solo que me gustaría evitar habladurías sobre usted —añadió—. Ya tiene bastante encima.
—Lo sé, pero el hecho de que los dos… nos sintamos un poco más unidos no me provoca ningún malestar. Al contrario.
Me miró, sondeándome, y luego asintió.
—Está bien. Nos trataremos de tú. Primero en privado, luego ya veremos.
—Sí —coincidí—. Ya veremos.
Brindamos, inclinó la cabeza y me besó.
Al principio me aparté, sobresaltada, pero entonces dejé la taza y le pasé un brazo alrededor del cuello. El beso fue algo torpe, como entre dos personas que aún tienen que practicar cómo estar juntas. Sin embargo, sentí la pasión que hervía bajo su compostura. Un dulce escalofrío recorrió mi cuerpo, con cada latido de mi corazón notaba que deseaba acercarme más a él, y sin la barrera de la ropa.
Él se apartó de repente. Su mirada ardía sobre mi rostro.
—Deberíamos ir despacio —dijo mientras se esforzaba por controlar su deseo—. Sé que eres una mujer moderna, pero me gustaría hacerlo un poco a la antigua. Cortejarte y ver qué deseamos uno y otro.
—De acuerdo —repuse, todavía sin aliento a causa del beso.
La sangre corría alegre por mis venas, y por primera vez desde hacía tiempo volví a sentir mi cuerpo como mujer. Los anhelos que el dolor del luto y la rabia habían mantenido ocultos surgieron de nuevo. Fue como si el antiguo caparazón de mi alma se hubiese partido dejando espacio para nuevos sentimientos.
—Bien. —Una sonrisa insegura pero aliviada apareció en su rostro. Después levantó la taza y brindó—. ¡Por ti, preciosa condesa de los caballos!
—Por ti, noble caballero.
Las tazas tintinearon en armonía y a continuación el aguardiente bajó por nuestras gargantas.
Después de beber, Max me rodeó con un brazo y me acercó para que descansara sobre su hombro. Juntos contemplamos las estrellas, cada vez más numerosas. La noche se hizo más profunda mientras las estrellas fugaces surcaban el firmamento.
—Si se imagina uno que cada una de esas estrellas es todo un mundo… —dijo al cabo de un rato—. Me pregunto cuántas personas estarán contemplando el cielo ahora mismo como nosotros.
—¿Estás seguro de que todas son mundos? —pregunté, y con tono jocoso añadí—: ¿Y si solo es un manto enorme decorado con piedras preciosas?
Sacudió la cabeza.
—No, Dios sabe que no es así. Cada una de esas estrellas es un sol, y cada sol tiene planetas. Quién sabe, tal vez vivan en ellos personas como nosotros.
—El pastor te refutaría.
—La Iglesia ya intentó hacer negar a Galileo Galilei que la Tierra es una esfera que gira alrededor del Sol. No lo consiguió. Tampoco yo dejaré que me convenzan de que en ningún otro lugar del universo hay más vida, y amor.
Un suspiro se expandió por mi pecho. Lo que decía sonaba tan inteligente, tan delicado… Me habría quedado horas allí, escuchándolo. Y aunque me había jurado no volver a levantar nunca un pincel, en ese instante deseé poder pintar esos mundos desconocidos de los que me hablaba. Tal vez algún día lo hiciera.
—Por cierto, necesito un nuevo caballerizo —comenté—. Langeholm ya no está y no sé si alguno de los mozos de cuadra está preparado para ocupar su puesto.
Max me miró.
—Bueno, Lasse me parece bastante capaz. Es más inteligente y hábil que los demás. Puede que sea joven, pero sabe muchísimo de caballos.
—Es posible, pero preferiría alguien con experiencia. Alguien como tú.
—Yo soy tu administrador, ¿se te ha olvidado?
—No, claro que no, pero me preguntaba si tal vez podrías formar a Lasse. Solo temporalmente, hasta que pueda arreglárselas por sí mismo.
Max torció el gesto. Encargarse de las tareas del caballerizo era una carga doble, en efecto, pero no se me ocurría nadie que pudiera sustituir a Langeholm.
—Eso es muchísimo trabajo —dijo.
—Lo sé, pero creo que ya estoy preparada para asumir más parte de la administración. —Lo miré suplicante—. Te pagaré, además del tuyo, el sueldo que tenía Langeholm.
—Está bien. Temporalmente. Hasta que Lasse pueda ocupar el puesto.
Me eché en sus brazos con alegría y lo besé.
—¡Gracias! ¡Eres mi salvador!
Sonrió, halagado.
—¿Tendré que dejar la cabaña, entonces? —preguntó—. Ya sabes lo mucho que me gusta.
—No tienes por qué. —Volví a apoyarme en su brazo—. Esto es precioso, y dudo que en el alojamiento de Langeholm pudiéramos vernos. Además, no me gustaría. Los recuerdos que tengo de él son demasiado espantosos.
—¡Gracias! —Me besó de nuevo y luego me estrechó como si sus brazos estuviesen hechos solo para eso.
Estuvimos allí sentados un rato más, hasta que la ancha banda de la Vía Láctea brilló en el cielo.
—Tengo que irme —dije, y me levanté.
La parte de mi cuerpo que había compartido su calidez se enfrió demasiado deprisa. Cuánto deseaba quedarme junto a él… Sin embargo, no habría sido buena idea. No quería que Lena volviera a asustarse por la mañana.
—Si quieres, puedes dormir aquí —me ofreció.
Negué con la cabeza.
—No, es mejor que me vaya. Queríamos ir despacio, ¿o no? Si me quedo, es posible que se me ocurran ideas…
Max sonrió y me besó en la frente.
—Algún día estaré encantado de saber cuáles son esas ideas.
Me acarició el brazo con dulzura cuando me aparté de él. Ese gesto casi hizo que me quedara y le enseñara lo que anhelaba hacer, pero no quería estropear el momento.
—Hasta mañana —musité, y bajé de la veranda.
Me alejé un trecho y, cuando me volví, él seguía allí de pie, mirándome.
Me despedí con la mano y desaparecí en la noche. Me sentía como si caminara sobre nubes. Todo mi cuerpo palpitaba y, antes de llegar a la mansión, intenté evocar las pequeñas caricias y los besos que nos habíamos dado.
Cerré los ojos y ahí estaban: suaves, cálidos y llenos de deseo. Soñaría con ellos en cuanto me metiera en la cama.