Capítulo 10
Cuando estuve lista, me miré en el espejo de cuerpo entero. El vestido que me había prestado mi madre era rígido y me venía estrecho. Aunque ella tenía una figura muy esbelta, siempre insistía en que le confeccionaran la ropa de una talla menor, para así obligarse a llevar corsé. Yo no lograba acostumbrarme a esa sensación de apretura. Parecía dejarme aún más sin respiración que el día que fuimos a buscar a Hendrik al hospital.
Sin embargo, no había tiempo para cambiarme. August ya había sacado el carruaje y madre no toleraría un retraso. Dejé que Lena me pusiera el velo por encima del peinado y lo coronara con un pequeño tocado. Comprobé mi aspecto una vez más en el espejo. Así ataviada, casi parecía una versión más joven de mi tenebrosa madre, pero al menos no podría ponerme ningún reparo.
Ya me estaba esperando abajo, en el vestíbulo. De algún modo había logrado encorsetar su cuerpo más prieto que nunca. ¿O acaso había perdido más peso todavía? El velo tampoco conseguía suavizar su mirada inquisitiva, casi punzante. Me miró de arriba abajo y dio su conformidad con un asentimiento casi imperceptible.
—Debemos darnos prisa —dijo—. Ha llovido y no sabemos cómo estarán los caminos.
—Pero, madre, si la mayoría de las vías ya están adoquinadas y, en los alrededores de Kristianstad, incluso asfaltadas. Llegaremos a tiempo sin problemas.
—Aun así, debemos irnos ya.
Asentí con la cabeza. No quería discutir por semejante nimiedad. Ese día teníamos una carga muy pesada que soportar.
August esperaba junto al carruaje y nos abrió la portezuela. Se había puesto su mejor frac, y sobre su mata de pelo blanco descansaba una chistera negra que no le veía llevar desde el entierro de mi abuela.
Montamos y poco después madre dio la señal para ponernos en marcha.
Cuando llegamos a la plaza delante de la iglesia de la Santísima Trinidad de Kristianstad, vi nutridos grupos de personas vestidas de negro. Sus rostros quedaban difuminados por el velo que me cubría el rostro. Con aquel vestido negro tenía calor, casi me habría gustado arrancármelo todo y huir corriendo de aquella tristeza y aquel dolor. Pero eso era imposible.
Cada vez entraban más personas a la iglesia. Cuando cruzamos el pórtico, los asistentes se pusieron en pie. Entre ellos reconocí al propietario de la finca vecina, a socios y amigos de mi padre. Incluso el príncipe heredero y su esposa estaban presentes. Mi madre no me había dicho que fueran a asistir, pero puesto que nuestra familia tenía una buena relación con la casa real, tampoco me sorprendió. Aturdida, me dejé caer en el banco e intenté no hacer caso de todas las miradas.
Ahí delante, frente al altar, estaban los ataúdes de mi padre y mi hermano. Sobre las tapas habían colocado grandes arreglos florales de rosas con los colores de nuestra casa, y su dulce aroma llegaba hasta nosotras. Me encantaban las rosas, pero en ese momento me provocaron náuseas.
Cuando por fin todo el mundo estuvo dentro, cerraron las altas puertas de la iglesia. El murmullo de los asistentes al funeral se fue acallando hasta convertirse en un silencio oprimente que se extendió sombrío por toda la nave. Poco después apareció el pastor, que se inclinó ante los ataúdes antes de subir al púlpito. Empezó a oírse música de órgano y, al cabo de un rato, dio comienzo el panegírico.
Mi mirada no se apartaba de los féretros. Intenté imaginar a mi padre y mi hermano tumbados sobre los cojines blancos, pero enseguida ahuyenté esa imagen, pues me cerraba la garganta. Entonces ocurrió algo extraño. Las palabras del pastor quedaron ahogadas por el recuerdo de uno de los pocos días en que había querido a padre con fervor.
Fue el día que por primera vez me dejó montar a caballo. Por aquel entonces debía de tener cinco o seis años y llevaba meses envidiando a mi hermano, tres años mayor, a quien ya le dejaban cabalgar desde hacía tiempo. A mí siempre me decían que era demasiado pequeña. Madre incluso habría visto con buenos ojos que no hubiera montado nunca, pero su marido le dijo:
—¡Es una Lejongård! ¡Como hija mía, debe saber de caballos tanto como su hermano!
—Pero esos conocimientos no le servirán de nada —objetó madre—. Algún día se irá a vivir a otra casa, y allí los caballos quizá no sean tan importantes.
Por entonces yo aún no sabía que ella planeaba en secreto casarme con una rama menor de la casa real.
—Una dama debe saber montar en una silla —replicó padre—. A partir de hoy aprenderá. ¡Y no quiero más discusiones al respecto!
Con eso lo dejó zanjado. Aquel día me llevó al vallado donde montaban a los caballos. Allí había un poni castaño e hirsuto, con largas crines claras y la cola del mismo color. El corazón empezó a latirme de emoción al ver la pequeña silla. ¡Iba a suceder de verdad! ¡Aprendería a montar!
Mi padre se acercó al animal y me indicó que montara. Hendrik comentó que no lo conseguiría sin ayuda, porque todavía era demasiado pequeña. Sin embargo, antes de que pudieran ir a por ayuda, me encaramé a la valla, la salté y corrí hacia el poni. Sabía que se llamaba Lykke por mi hermano. Él también había aprendido con ese poni, pero hasta entonces a mí solo me habían dejado darle terrones de azúcar.
Cuando lo tuve ante mí, me pareció gigantesco.
—¡Agneta, espera! —exclamó Hendrick, pero yo ya estaba junto al animal.
Lo había visto muchas veces subirse a la silla. ¿Por qué no iba a poder yo también? Puse un pie en el estribo e intenté impulsarme hacia arriba. Mis fuerzas no bastaron, por desgracia, pero un instante después tenía a Hendrik detrás, aupándome. Entonces conseguí agarrarme al fuste y, con un poco más de ayuda, logré sentarme.
—¡Muy bien, Agneta! —exclamó padre, aplaudiendo.
También él habría podido subirme a la silla, pero ya entonces sabía que él valoraba más que uno consiguiera las cosas por sí mismo.
Me sentía orgullosa como una reina sobre Lykke, y me daba igual que el tranquilo animal no fuera a moverse ni aunque sonara un disparo.
Mi padre me explicó lo que tenía que hacer para que echara a andar y para refrenarlo. Tomó las riendas y empezó a hacerlo avanzar despacio. El bamboleo me dio un poco de miedo y me agarré a las crines, pero nadie notó mi temor, porque uno de los hombres que se habían acercado al vallado exclamó:
—¡Esa pequeña no le teme ni al diablo!
—¡Porque es una auténtica Lejongård! —contestó mi padre.
En su rostro vi alegría y orgullo. Pocas veces más me miró así después, aunque en algunas ocasiones yo lo habría deseado…
La música del órgano disipó ese recuerdo. Me estremecí al darme cuenta de que el sermón había acabado y ya se acercaban los portadores de los féretros. Poco después nos levantamos, y me molestó descubrir que en mis labios había una sonrisa. Ese recuerdo del pasado había sido muy intenso, lo suficiente para contener hasta cierto punto el horror de los últimos días. Lo guardé en mi corazón… y me alegré de que el velo ocultara mi rostro, porque nadie habría comprendido esa sonrisa mía.
Después de la misa fúnebre recorrimos en largo cortejo el camino hasta el cementerio. Allí, la gente llenaba todo el sendero hasta el mausoleo, y esta vez había numerosos habitantes del pueblo. Mi madre y yo nos colocamos al frente, ante la verja.
El pastor empezó entonces con su bendición, a la que siguió un padrenuestro. Sus palabras resonaron amortiguadas en las paredes de piedra. Oí un sollozo en algún lugar. Por lo visto, la ceremonia conmovía mucho a alguien más.
No llegué a saber hasta qué punto conmovió a mi madre, que aguardaba a mi lado como una estatua, pero a mí casi me partió el corazón, aunque no estaba en situación de llorar. Eso lo haría después, cuando no tuviera miradas extrañas atravesándome como flechas. Cuando pudiera hacerme un ovillo y lamentarme sin que nadie me juzgara ni reprochara mi debilidad.
—¡Por los siglos de los siglos, amén! —resonaron las últimas palabras del pastor por encima de los presentes.
Los portadores levantaron los féretros y los introdujeron por las puertas del mausoleo. Los seguí con la mirada; la idea de que mi padre y mi hermano pasarían toda la eternidad encerrados en esos cajones cayó como una losa sobre mi pecho. A Hendrik siempre le había gustado estar al aire libre, en los campos o junto al pequeño lago que limitaba con nuestras tierras. Le encantaba el sol, y de pronto tendría que descansar en una noche interminable. Nunca habíamos hablado de qué deseos tenía para su entierro, esas cosas siempre nos habían parecido muy lejanas. Nos habíamos sentido inmortales. De repente me pregunté si no habría preferido una tumba a cielo abierto, con la compañía de un tilo, quizá, y con vistas a las estrellas.
Respiré hondo, temblorosa. No me encontraba bien, estaba algo mareada. El velo, que era muy fino, parecía impedir que me llegara el aire. ¡Cuánto deseé en ese momento un brazo en el que apoyarme! El brazo de Michael, o quizá el de mi amiga Marit. Ella me habría abrazado y consolado, aunque no sintiera mucho aprecio por mi familia. Pero allí no había nadie más que mi madre, que ni siquiera me ofreció una mano. Me sentí más sola de lo que me había sentido en mucho tiempo.
Cuando los portadores de los féretros salieron de nuevo, deseé poder entrar yo también en el panteón y quedarme dormida en el suelo. Pero no me estaba permitido. Ni siquiera tuve un momento para estar a solas junto a las tumbas. Mi madre me agarró del brazo, pero lo que quizá pareció un gesto de apoyo fue en realidad un tirón para que no me quedara allí plantada cuando el protocolo exigía que la siguiera.
Por un instante pensé en resistirme, pero seguí sus indicaciones y dejé que me llevara hasta el carruaje.