Capítulo 17

El corazón me palpitaba cuando me encontré frente al aula magna de la facultad de Derecho de Estocolmo. Si Michael no se había tomado el día libre, debía de estar a punto de salir de allí. No sabía si serviría de algo intentar hablar con él, pero quería intentarlo. No podíamos acabar peleados.

Seguro que Marit se reiría de mí si se enteraba de que por él me había puesto mi mejor vestido azul oscuro. Una modista de Kristianstad me lo había confeccionado hacía dos años, antes de que abandonara Lejongård. En realidad no era un vestido para una estudiante, pero lo había conservado porque era precioso. No sabía si ejercería algún efecto en Michael, pero esperaba estar guapa y que él se mostrara dispuesto a escucharme.

Aguardé media hora y por fin oí movimiento tras la puerta. El profesor Rasmussen debía de haber terminado su clase. Me aparté un poco y esperé junto a la columna de enfrente.

Un grupo de jóvenes salió del aula en tropel. Algunos llevaban los libros atados con un cinto, otros iban con las manos vacías. Debían de haber aprovechado la lección para dormir un rato. Al cabo de poco apareció Michael. Iba charlando con un compañero y parecía alegre, como si la discusión entre nosotros no se hubiera producido. Eso me causó una punzada de dolor. Yo había destrozado mis cuadros… ¿y él? Decidí seguirlo. La conversación que mantenían era muy animada, pero mi agitación me impidió captar el significado de sus palabras.

—¡Michael! —exclamé cuando se habían alejado un poco de los demás.

Ambos se detuvieron, y el compañero de Michael se me quedó mirando como si hubiese visto un fantasma. Seguro que por allí no iban muchas mujeres. Michael debió de reconocer mi voz, porque no se dio la vuelta.

—Me gustaría hablar contigo, Michael —dije—. Por favor. No te entretendré mucho.

Entonces sí se volvió. Su rostro era sombrío. El compañero pareció notar que no iba a ser una conversación amistosa, así que se disculpó y se marchó.

—¿Qué quieres? —preguntó con frialdad.

—Se trata de lo que hablamos ayer.

Me dirigió una mirada huraña.

—¿Qué más queda por decir? ¿Renunciarás a la finca?

—No, yo… Pensaba que si te presento a mi madre…

—¿Entonces… qué?

—Que podríamos ver cómo planificar nuestro futuro.

Una extraña inquietud me encogió el estómago. El Michael que yo había conocido me habría estrechado entre sus brazos. Entre nosotros, los desencuentros jamás habían durado mucho. Esta vez, sin embargo, no hizo nada.

—Ya te dije que no tenemos ningún futuro si regresas a Lejongård.

—¿Ni siquiera si nos casáramos? —El corazón me cerraba la garganta.

Michael me miró con consternación.

—Nunca habíamos hablado de eso.

—¿De modo que todo lo que me dijiste era cierto siempre que no fuese la heredera de una finca? ¿Solo si era una aprendiz de pintora que de todos modos no llegaría muy lejos? ¿Solo si estaba por debajo de ti? —La ira iba creciendo en mi interior.

—¡Yo nunca he dicho eso! Pero ¿no es mejor que sea el hombre quien lleve el dinero a casa?

Me lo quedé mirando sin saber qué decir. Apenas unas semanas antes le había parecido bien que luchara por los derechos de las mujeres, pero por lo visto era mentira.

—¿De manera que eso es lo que piensas? ¿Te has olvidado de quién soy?

—¡No, no lo he olvidado! —me espetó—. Eres la rica heredera que ya lo tiene todo. Te lo preguntaré una vez más: ¿de verdad crees que abandonaría todo lo que tengo aquí para mudarme a una finca de provincias? ¿Para ser el marido de una heredera? ¿Qué voy a hacer todo el día? ¿Agriarme en la bodega? ¿Salir de caza? Sabes perfectamente que en el mundo de la nobleza no seré nadie. Y si has decidido irte, todo lo que dije ayer sigue en pie.

Lo miré desconcertada. Debería haberlo sabido. Una pesadez plomiza se apoderó de mis extremidades e hizo que me temblaran las rodillas.

—Solo hay que mirarte —prosiguió, como si sus anteriores palabras no hubiesen bastado para destrozarme el corazón—. Este no es tu sitio. Tu vestido es de otra época, igual que tú. Te gusta el estilo de vida moderno, pero es evidente que no basta para hacerte abandonar el mundo retrógrado de tus antepasados. Allí encontrarás a un hombre con quien compartir la vida. Para eso no me necesitas.

Me tambaleé. Aunque quise decirle muchas cosas, no conseguí pronunciar nada.

—Se ha acabado, Agneta —añadió.

—Michael… —sollocé.

—Que te vaya bien —dijo, y se marchó.

Su imagen se emborronó ante mis ojos. Lo seguí mirando mientras sentía un dolor ardiente en el pecho. Entonces di media vuelta y eché a correr por el pasillo. Conseguí llegar al pequeño jardín que había junto a la facultad, pero allí me derrumbé, arrasada en lágrimas.


No supe cómo llegué al apartamento. Debí de recorrer el camino como en trance, viendo el rostro de Michael ante mí, oyendo aún sus palabras. Tenía las mejillas tirantes a causa de las lágrimas, y no veía bien por lo hinchados que tenía los ojos. Aun así, mis pies me llevaron directos a la pequeña calleja de mi piso. No fue hasta que cerré la puerta cuando volví en mí. De repente noté la estancia fría. Aún quedaban señales de mi arrebato de destrucción.

Ya sentía que me estaba despidiendo. Michael me había abandonado definitivamente, y para mí eso estaba tan vinculado a todo lo que había hecho allí que no me veía capaz de volver a mirar esos cuadros ni sostener un pincel. Había creído que mi pasión por la pintura vencería por encima de todo, pero resultaba que era Michael quien me daba fuerzas para mejorar y superarme como la aprendiza de pintora que era. De pronto, todo había acabado.

Respiré hondo. Volví a sentir rabia, pero ya no de forma salvaje y destructiva, como el día anterior. Era una ira que podía dominar, que me dejaba actuar de manera controlada y desapasionada. Que me permitiría deshacerme de todo lo que me recordaba a la temporada que había pasado allí. Ya no destruiría más cuadros, sino que se los daría a Marit, que tal vez pudiera entregarlos a una buena causa.

Empecé a empaquetarlo todo y separarlo en dos montones. En uno acabó lo que le daría a Marit para que lo donara al Ejército de Salvación. En el otro puse lo poco que quería conservar.

Solo me llevaría un cuadro, aquel con el que había solicitado mi ingreso en la Academia de Bellas Artes. Representaba la mansión de Lejongård, blanca y resplandeciente, contra un cielo que se iba cubriendo de nubes. La luz, aunque estival, se veía algo amenazadora, las flores tenían colores demasiado chillones. Ambiente tormentoso, lo había titulado. Se podía entender en dos sentidos. Por un lado, había pintado el cuadro mientras se estaba formando una tormenta; todavía me sentía orgullosa de lo bien que había logrado captar la luz. Por otro, también en la casa se respiraba una atmósfera tormentosa, porque poco antes le había comunicado a mi padre que pensaba solicitar plaza en la Universidad de Estocolmo. Sin duda, la tempestad que había desatado eso en mis padres me había ayudado a terminar el cuadro con mucha pasión. También era extraño lo mucho que se adecuaba a mi estado de ánimo actual, así que lo dejé junto al armario y seguí recogiendo.

Cuando los demás cuadros estuvieron envueltos en telas, me volví hacia el ropero. No quería llevarme nada de lo que había utilizado allí, pero sabía que las mujeres de las que cuidaban algunas de nuestras hermanas de la Asociación de Mujeres se alegrarían de tener una falda, una blusa o un vestido nuevos. Solo conservé un sencillo vestido de viaje que había comprado en unos almacenes de Estocolmo. Todo lo demás lo metí en la maleta grande y luego le pedí prestada una carretilla a la vecina.

Poco después me puse en camino hacia el apartamento de Marit.

En algunas zonas del barrio del puerto, los pisos eran baratos y aceptables si a uno no le molestaba ver pasearse de vez en cuando a un par de prostitutas bajo la ventana. Eran edificios que habían visto tiempos mejores, algunos con la pintura y el enlucido muy desconchados. Sin embargo, entre la ropa tendida y las ventanas burdamente cubiertas con trapos se entreveía alguna maceta con un girasol o unas cortinas delicadas e impolutas, bordadas a mano.

Ya se acercaba el anochecer, y en la ventana de Marit se veía luz. Tuve suerte, estaba en casa. Además de trabajar por los derechos de las mujeres, mi amiga también colaboraba en un comedor social del Ejército de Salvación y realizaba encargos de costura para una sastrería. Sabía que le habría gustado estudiar, pero, aparte de que aún se concedían muy pocas plazas a mujeres, ella tampoco tenía los medios económicos necesarios. Aun así, estaba bastante satisfecha con sus ocupaciones, y a mí siempre me maravillaba lo limpio y ordenado que tenía el pequeño apartamento, mientras que en el mío solía reinar el caos. Llamé a la puerta y Marit abrió.

—¡Eh, me alegro de verte! —exclamó, pero se quedó inmóvil a medio abrazo al ver la carretilla—. ¿Y eso qué es?

—Toda mi ropa. Menos lo que llevo puesto.

—¿Y por qué la paseas por la ciudad?

—Porque quiero dártela, para que la repartas entre las mujeres. A mí ya no me servirá.

En su rostro apareció el espanto.

—No tendrás pensado hacer ninguna tontería, ¿verdad? —preguntó, y me agarró del brazo.

—¿Qué tontería? —Negué con la cabeza—. ¡Pero qué cosas dices! Michael me ha abandonado, pero, por mucho que me duela, no me quitaría la vida por ello. Es solo que no quiero conservar nada de la época que he pasado aquí. No quiero recordar constantemente que estuve a punto de vivir una vida diferente de la que mis padres habían pensado para mí.

Marit me escudriñó con la mirada.

—Entra —dijo—, pero antes vamos a meter la carretilla en el vestíbulo, que aquí desaparecerá en un santiamén.

Me llevó del brazo, y juntas subimos la carretilla por los peldaños del portal.

En el vestíbulo del edificio, que olía a felpudos de cáñamo mugrientos y comida rancia, la ató bien con una cuerda y luego me ayudó a entrar la maleta a su apartamento. Sin embargo, en lugar de abrirla me llevó a su sofá, que había recuperado de una casa que iban a demoler. Era lo bastante grande para dos adultos.

—O sea que la conversación con Michael no ha ido bien.

Negué con la cabeza.

—No. Quiere ser él quien lleve el dinero a casa, ¡y al mismo tiempo me acusa de retrógrada! No volveré a verlo jamás. —Sentí crecer la ira en mi interior.

—Michael es idiota —sentenció Marit, y no intenté contradecirla.

—Yo creía que lo vería de otra forma. Confiaba en que nuestro amor era lo bastante fuerte para superar cualquier cosa juntos.

—Ya encontrarás un hombre así, descuida. —Suspiró y me pasó un brazo por los hombros—. ¿De modo que regresas a la finca?

Asentí y la abracé.

—Para mí eres la persona más valiosa del mundo. Y eso no va a cambiar por mucho que esté en Lejongård. Siempre serás bienvenida allí.

Mi amiga se inclinó y me dio un beso en la frente.

—Lo mismo te digo a ti. Y cuando tu madre o la finca te saquen de quicio, escríbeme o ven a pasar un par de días en mi sofá.

—¡Será un placer! —le aseguré.

Algo después, me despedí de ella y me marché. No me sentía mucho mejor, porque temía lo que me aguardaba. Ya no solo lloraba la pérdida de Hendrik y de padre, también del tiempo que había pasado con Michael. Su rechazo era una herida que tardaría mucho en cerrarse, pero tal vez llegara un día en que volviera a mirar al futuro con despreocupación.