Capítulo 57

Las semanas siguientes, todo fueron prisas. La buena nueva de que la señora de Lejongård iba a casarse se vio eclipsada, al menos en la casa, por el pequeño escándalo de que ya estaba embarazada. Por suerte, excepto quizá mi madre, todo el mundo creyó que Lennard era el padre.

—Estos jóvenes de hoy en día… —comentó la señora Bloomquist al enterarse de la boda y de lo precipitado de la fecha, según me contó Lena entre risitas—. No pueden esperar a estar casados, pero al menos nuestra señora ha escogido al hombre adecuado.

—¡Nos alegramos mucho por ella! —añadió ella con las mejillas sonrosadas—. Será bonito oír las risas de un niño en la casa.

Yo intenté que no se me notara, pero me sentía a punto de desgarrarme por dentro. Si todo el mundo se alegraba, ¿por qué yo no? Mi reputación estaba a salvo, tendría a mi hijo y la sociedad no podría arrugar la nariz porque la señora de Lejongård quisiera llevar sus negocios por sí misma. Sin embargo, me sentía como si me hubiese traicionado a mí misma. Y luego estaba mi madre. Notaba que de vez en cuando me miraba con suspicacia. ¿Sospechaba algo?

En cualquier caso, no decía nada. Salvo por los preparativos de la boda, apenas nos dirigíamos la palabra. Yo desempeñaba mi trabajo en la finca, llevaba los libros, vendía caballos y decidía qué yeguas había que cubrir. Estaba presente en el nacimiento de los potros, les ponía nombre y planificaba las provisiones de pienso para los meses siguientes. Todo como siempre, solo que sentía el aliento del miedo en la nuca. Miedo a que se descubriera el engaño. Miedo a que Lennard se echara atrás. Miedo a que Max regresara.

Sí, había llegado a temer su regreso. Si antes recorría nuestro camino con nostalgia todas las mañanas, ahora me quedaba en casa. Por un lado, porque de vez en cuando tenía ganas de vomitar; por otro, porque quería evitar su recuerdo.

Cuando por fin se presentó la modista a tomarme medidas para el vestido de novia, comprendí que la cosa iba en serio. Por supuesto que siempre podía huir, pero ¿adónde? ¿A Alemania? No era una opción. Tampoco tenía un lugar en casa de Marit, que estaba intentando encontrar su propia felicidad. Lo que menos necesitaba era a una amiga que le buscara problemas. De modo que dejé que la modista me midiera. Mientras lo hacía, tuve la sensación de que se daría cuenta de por qué debía confeccionar el vestido tan deprisa, pero no, no podía ser, todavía tenía el vientre plano.

A veces me preguntaba qué noche habíamos concebido al niño, aunque enseguida apartaba esa idea flagelante. Era mejor olvidar a Max. No soñar más con él, ni con una explicación de su actitud. Y aun así, siempre volvía a pensar en él. Me preguntaba si su padre habría recibido la carta. ¿Por qué no había contestado? ¿Se lo habría prohibido Max? ¿No sabía el viejo Von Bredestein dónde estaba su hijo? ¿Le daba igual? ¿O la guerra se había tragado su respuesta? Algunos días, pasaba horas dándole vueltas a todo ello.

No obstante, aún nos esperaba un nuevo disgusto: la casa real nos comunicó que el príncipe heredero y su esposa no asistirían a la boda, puesto que en esas fechas estarían de viaje por Noruega.

Mi madre se disgustó mucho.

—Está visto que siguen reprochándonos lo del incendio —dijo.

Sacudí la cabeza.

—No te imagines cosas, madre. El incendio está resuelto y olvidado, pero no podemos esperar que la casa real cancele un viaje programado desde hace tiempo por una boda.

—¡La boda de una casa amiga! —exclamó ella, y suspiró—. Tal vez hayamos perdido su favor.

—Pero ¡qué dices! ¿No te acuerdas de lo contenta que estuvo la princesa heredera cuando vino en verano? ¿De cómo chillaban de alegría los niños a lomos de los caballos? No creo que hayamos caído en desgracia. Hay una guerra, y la casa real tiene la obligación de hacer acto de presencia y tranquilizar a nuestros vecinos. Eso incluye a Gustavo Adolfo y Margarita.

Recordé el último verano. Por aquel entonces aún creía que corrían tiempos duros, pero no eran nada en comparación con los que nos tocó vivir después. Desde el inicio de la guerra, el príncipe heredero y su esposa viajaban mucho, a Dinamarca, a Finlandia y pronto a Noruega. Las casas reales y los gobiernos vecinos estaban inquietos y temían que la guerra pudiera llegar a ellos a través de Suecia. Sin embargo, el rey Gustavo se mantenía firme y había impedido que lo arrastraran a un conflicto que ya alcanzaba a Francia y Flandes. Algunos periódicos lo criticaban duramente por ello y desenterraban historias de mal gusto sobre él. Yo, con todo, confiaba en su firmeza. Una guerra solo traería sufrimiento a Suecia. Muchas mujeres tendrían que criar a sus hijos sin un marido.

—Ya verás como vendrán para el bautizo del niño —dije—. De aquí a entonces sí tendrán tiempo suficiente para planificarlo.

Madre me lanzó una mirada sombría.

—Habría sido mejor poder planear tu boda también con tiempo. ¡No sé en qué estabas pensando!

Sus palabras me azoraron, pues no supe cómo interpretarlas. ¿Criticaba que hubiera yacido con Lennard, o criticaba mi relación con Max? Después de aquella conversación en mi dormitorio no habíamos vuelto a mencionarlo, pero siempre tenía la sensación de que Stella sospechaba que era él quien me había dejado embarazada. ¿O era solo mi mala conciencia?

—Lo hecho, hecho está —me limité a responder—. No puedo deshacerlo. Pero me caso, y eso es lo más importante, ¿o no?

Me miró como si quisiera contradecirme, pero se abstuvo y siguió con los preparativos.