Capítulo 33
Como a mi amiga le daban miedo los caballos y no sabía montar, a la mañana siguiente decidimos utilizar el viejo landó ligero, que podía conducir yo misma. Sin embargo, no podíamos ir a campo través ni por un prado con demasiados baches, así que en cierto momento tuvimos que seguir a pie.
Marit, jadeando, se esforzaba por avanzar entre la hierba crecida.
—No alcanzo a entender —murmuraba— que puedas vivir en este lugar tan salvaje.
—Si te hubieses atrevido con un caballo, no tendríamos que caminar —repuse mientras volvía a comprobar lo mucho que disfrutaba internándome en la naturaleza. Aunque no estábamos allí para disfrutar, desde luego.
—No soy una campesina y no pienso convertirme en una, pero por lo menos he acabado en medio de la naturaleza por un buen motivo.
—Por lo que te estaré eternamente agradecida. Espero que todo salga bien. Al fin y al cabo, soy la tía del niño.
Marit se detuvo y me miró.
—¿La tía?
—El niño es de Hendrik —expliqué—. Por lo visto, Susanna y él tenían una relación.
Mi amiga soltó un resoplido.
—La típica relación entre señor y criada, ¿no?
—Marit…
Sabía muy bien lo que pensaba de los señores que se aprovechaban de su posición para seducir a mujeres jóvenes con falsas promesas y llevárselas a la cama.
—Bueno, ¿es que esto es diferente? —preguntó—. Sabes que te quiero, pero mis opiniones sobre tu familia no han cambiado.
—Solo que ahora yo estoy en la posición que habría ocupado Hendrik.
—Lo sé y, puedes creerme, me alegro. Si no, esa pobre muchacha habría acabado en el arroyo.
—Eso no lo sabes, ni siquiera yo sé cómo fue la relación entre ambos. Pero una cosa sí sé: que Hendrik no habría sido tan ruin como para no ocuparse de Susanna y el niño. La chica me ha dicho que él quería casarse, pero sucedió lo que sucedió.
Marit apretó los labios. Le habría gustado decir algo más, pero se abstuvo. Por mí.
—¿Falta mucho? —preguntó.
—No. ¡Ya está ahí delante! —Señalé la cabaña, que ya asomaba entre la vegetación.
—Menudo cuchitril —masculló Marit.
—Ya, pero después del intento de robo me fue imposible permitir que siguiera en la casa.
—¿Sabe tu madre que el niño es de tu hermano?
—Sí, pero parece que le da igual. No ha vuelto a mencionarlo desde el día que se lo dije.
—¿Por qué no dijo nada antes la chica?
Le resumí la situación con Langeholm.
—Seguramente no quería perjudicar a Hendrik.
Cuando llegamos a la cabaña, la puerta estaba abierta y a Susanna no se la veía por ninguna parte. ¿Dónde estaba? ¿Habría salido a buscar algo de comer? ¿Se la habría llevado Ida?
Tuve un mal presentimiento.
—Sigamos un poco más —dije, y me volví hacia el lago—. Quizá esté por aquí cerca.
Nos abrimos paso entre la hierba hasta que apareció un sendero estrecho que seguimos hasta la orilla.
—En este lago aprendí a nadar —le conté a Marit—. Mi hermano y yo veníamos mucho aquí de niños. Una vez nos construimos una balsa con ramas y nos metimos en el agua. Se hundió en mitad del lago. Los dos sabíamos nadar, por suerte, pero nos llevamos un buen susto.
—Ojalá hubiese tenido un lago así de niña. Me he pasado toda la vida en Estocolmo.
—Tenías todo el mar Báltico para ti.
—Sí, pero con eso no basta para aprender a nadar.
—Deberías venir a pasar un verano conmigo —sugerí—. Así te enseñaría. Aquí mismo.
Me detuve al verla en el embarcadero. Su pelo rubio ondeaba al viento y tenía los brazos extendidos como si fuera a levitar. La reconocí al instante.
—Espera —le dije a Marit, y le indiqué que se quedara atrás.
Me acerqué despacio al embarcadero. ¿Acaso Susanna quería lanzarse al agua?
—¡Eh, Susanna! —llamé.
Bajó los brazos y dio media vuelta, asustada. Me di cuenta de que, fuera lo que fuese lo que tenía en mente, se esfumó al instante.
—Señorita —dijo, desconcertada—. Iba a… ¿Qué está haciendo aquí?
—Eso ya me lo preguntaste hace un par de días. Siempre vengo por ti. —Señalé hacia atrás, ya que su mirada había encontrado a Marit—. Esa es la amiga de que te hablé. Marit Andersson. Ha venido para ayudarte. ¿Quieres que hablemos de los detalles en la cabaña?
Susanna miró un momento a Marit, luego me siguió.
Mi amiga le tendió una mano.
—Yo soy Marit. ¿Puedo llamarte Susanna? —preguntó, y la muchacha asintió—. ¡Bien! —continuó con ese tono simpático con que me había ganado también a mí en nuestro primer encuentro—. Pues hablemos. Ya sabemos cómo podemos ayudarte. Si estás de acuerdo, puedes venirte conmigo a Estocolmo en cuanto quieras.
—¿A Estocolmo? —Susanna nos miró desconcertada.
—Sí, a Estocolmo —dije—. Puedes aceptar o no, la decisión es tuya.
Asintió con cierto temor y nos hizo pasar a la cabaña.
Allí nos sentamos a la tambaleante mesa de la cocina. Marit le resumió el plan y le enseñó una fotografía de Sigurd Wallin. Parecía un muchacho agradable. Si su carácter se correspondía con su aspecto, seguro que cumpliría su palabra.
Susanna, sin embargo, parecía tener dudas. Escuchó a Marit con una mirada escéptica mientras esta le explicaba que la llevaría a casa de una amiga, y que durante la siguiente semana conocería a su futuro marido y a la doctora que la atendería.
—La doctora Strömstad se ocupará de ti y te asistirá durante el parto. Sigurd reconocerá al niño, y así evitaremos males mayores.
—¿Y si ese Sigurd…? ¿Y si no me trata bien? —preguntó, y me miró como si yo pudiera darle alguna garantía.
Sin embargo, por desgracia no estaba en situación de hacerlo.
—Sí que lo hará, de eso nos aseguraremos nosotras. No hay nada que temer.
—¿Y qué pasa con mi familia, con mis padres? ¿Volveré a verlos?
Esa pregunta me sorprendió, ya que había huido de su espantosa madre. Aun así, su corazón parecía necesitarlos todavía.
—Podrán ir a verte —repuso Marit—. Si ellos quieren, y tú también. Aunque, si lo prefieres, puedes mantener tu paradero en secreto. Eso no tienes que decidirlo todavía.
—En todo caso, nadie hablará más de ti —añadí—. Te dejarán tranquila y serás la respetable esposa de un contable.
A Susanna no parecía gustarle demasiado.
—Piénsatelo. Las alternativas ya las conoces. No te será fácil salir adelante, pero si crees que vas a conseguirlo, puedes decirnos que no.
La muchacha seguía callada. ¿De verdad iba a rechazar la ayuda? Recé para que no fuera así.
Después de estarse un buen rato mirando la tabla de la mesa, alzó la mirada hacia mí.
—¿Y qué dice usted? —preguntó—. El niño es de su hermano. ¿No querrá su familia algún derecho sobre él?
Miré a Marit. No había esperado esa pregunta.
—Bueno, Susanna, eso depende de ti. ¿Querrás que tu hijo sepa quién fue su padre? ¿O prefieres que piense que lo es tu nuevo marido? Decidirlo es cosa tuya.
Susanna asintió.
—Entonces, ¿estás de acuerdo? —preguntó Marit.
—Sí —contestó—. No tengo alternativa, ¿verdad?
—Ninguna en la que tanto el niño como tú salgáis tan bien parados. —Marit posó una mano en el brazo de Susanna—. Te gustará la ciudad. Allí no te conoce nadie y podrás empezar de nuevo. Podrás tener una vida buena, mejor que aquí, sola con tu hijo y a merced de la clemencia del pueblo.
Volvimos al carruaje. Marit había acordado con Susanna que la recogeríamos al día siguiente a primera hora en el camino a Kristianstad. Hasta entonces, si quería, podía informar a sus padres y recoger sus cosas.
—Lo conseguirá —dijo Marit, y entrelazó su brazo con el mío—. Hemos hecho lo correcto.
—Sí, y me alegro por ello. Aunque…
—¿Qué?
—También es hijo de Hendrik. Mi sobrino, o mi sobrina. Nunca sabré cómo es, ni qué tal le va.
—Bueno, si es por eso, con mucho gusto te informaré, y puede que incluso te envíe alguna fotografía. No creo que a Susanna le parezca mal, después de todo lo que has hecho por ella.
Resoplé.
—¿Y qué he hecho? ¡Echarla de la casa!
—Te has ocupado de que tenga una vida nueva a través de mí. No todos los señores se habrían portado así.
Asentí a regañadientes. Naturalmente, sabía que las convenciones sociales lo impedían, pero habría preferido cuidar de ella de otra forma.
—¿Cuándo dejará de ser una vergüenza que una mujer críe sola a su hijo? ¿Cuándo comprenderá la sociedad que ese niño también es valioso, y que hay que reconocer la labor de esa madre?
—Creo que las mujeres podrán votar antes que tener hijos fuera del matrimonio sin perder la respetabilidad. La Iglesia exige el matrimonio, así que la gente seguirá esa norma durante mucho tiempo.
—Pero ¿no atenta la Iglesia contra la vida cuando empuja a la gente a dejar sin oportunidades a esas mujeres y esos niños? La mayoría de ellas acaban recurriendo a la prostitución, y muchos de los niños nunca consiguen salir de ese ambiente.
—Lo sé, y también por eso luchamos, aunque sea un objetivo que quizá tardemos cien años en alcanzar. Si es que algún día lo logramos.
Subimos al landó y azucé los caballos. En el cielo aparecieron unas nubes que amenazaron con tapar el sol. Una luz extraña cayó sobre los campos. ¿Iba a llover? Mejor sería regresar a casa enseguida.
En el trayecto estuvimos calladas, cada una sumida en sus pensamientos.
Al llegar al patio, vimos a Max, que venía de los campos con sus botas altas. Bajo el brazo llevaba una carpeta, y lo acompañaba el capataz de nuestros jornaleros. Ambos conversaban animadamente, lo cual me extrañó un poco, ya que el capataz, Torge Breken, era un hombre bastante taciturno. Sin embargo, parecía que ambos habían encontrado la horma de su zapato.
—Ese sí es un hombre interesante —comentó Marit, y ladeó la cabeza mientras lo observaba.
—Max von Bredestein, nuestro nuevo administrador. Mi padre lo conoció poco antes de morir.
—¿Y cómo es? —De pronto me miró, y en sus ojos percibí una expresión sugerente.
—Muy simpático, aunque prefiere estar a solas. No se lleva bien con su padre y le gusta contemplar las estrellas.
—¿Alguna vez has contemplado las estrellas con él?
—Una, sí. Cuando fui a invitarle a participar en la fiesta del Midsommar. Aunque todavía no se veían muchas estrellas, y tampoco tuve suerte, porque no hubo forma de convencerlo de que me acompañara.
—Deberías volver a intentarlo. —Me miró con picardía—. Las estrellas tienen fama de forjar uniones duraderas.
—¡Y lo dice la mujer que ha jurado no casarse jamás! —exclamé entre risas.
—Bueno, tal vez ya no sea tan fiel a mis principios como crees. Cuando has escapado de la muerte por tan poco, empiezas a ver las cosas de otra forma.
Levanté las cejas. Eso era sí que era nuevo, viniendo de mi amiga.
—O sea que tú…
—¡No! —Marit fingió escandalizarse, pero intuí que no me decía toda la verdad—. Además, da igual si algún día encuentro a un hombre o no, siempre seguiré luchando por nuestros derechos. Tendrá que hacerse a la idea.
En ese momento Max se fijó en nosotras y se acercó.
—¡Buenos días, condesa Lejongård! —saludó tendiéndome la mano—. ¿Quién es la bella dama que la acompaña?
No habría creído posible que Marit se sonrojara, pero así fue.
—Mi amiga Marit Andersson. Marit, mi administrador, Max von Bredestein.
—Me alegro de conocerla. —Le besó la mano caballerosamente.
No pude evitar una leve punzada de celos, aunque la deseché. Era ridículo.
—¿Le gusta Lejongård?
—Sí, mucho —respondió ella—. Aunque no querría vivir aquí. Soy chica de ciudad.
—¿De qué ciudad?
—De Estocolmo.
—Preciosa ciudad —opinó él—, aunque también tiene sus puntos oscuros. Debería ir con cuidado.
—Siempre lo hago.
—Eso me tranquiliza. —Max se volvió hacia mí—. El señor Breken y yo acabamos de inspeccionar los campos. El cereal crece bien.
—Me alegra oírlo. ¿Ya sabe que el señor Breken, después de una visita a los campos, siempre se toma un aguardiente con su acompañante?
Max se echó a reír.
—Sí, me lo ha dicho. Y cuando le he contestado que no está bien beber en horas de trabajo, ha respondido que es una tradición.
—En efecto, y en ese caso está permitido. Mi tatarabuelo introdujo la costumbre, creía que con eso se ahuyentaba el mal tiempo.
—¿Y funciona?
—A veces más y a veces menos.
Max volvió a reír y nuestras miradas se encontraron. Me recorrió una sensación de calidez. Desde que sabía que Michael estaba prometido, todo me parecía diferente. Me sentía liberada de un gran peso, como si me hubiera eximido de un deber, y por primera vez sentía que mi cuerpo volvía a anhelar la cercanía de un hombre.
Tener una relación con un empleado era arriesgado, pero por suerte nadie conocía mis pensamientos y mis sueños.
—Pues que lo pasen bien —añadí—. Y prepárese, porque el aguardiente casero de Breken es más fuerte que el de trigo de Pomerania.
—Sobreviviré. En caso contrario, si no consigo salir por mi propio pie de casa de Torge, ya sabe dónde encontrarme. —Se volvió hacia Marit—. Cuídese, señorita Andersson.
Volvió a besarle la mano y se marchó.
Marit se quedó paralizada, siguiéndolo con la mirada como si hubiese tenido una revelación. Al parecer, hasta la sufragista más recalcitrante podía ablandarse en presencia del hombre adecuado.
—Estás enamorada —afirmó cuando Max ya no podía oírnos, y me miró.
—¿Yo? Estás loca —contesté con falso convencimiento.
—Lo estás. La forma que tenéis de hablaros es muy íntima. Parecéis una pareja que se conoce de toda la vida.
—Nos conocemos desde hace tres meses. Eso no puede considerarse toda la vida.
—Pero es tiempo suficiente para entregar el corazón. A veces solo hace falta un instante. —Me tomó de la mano—. Olvida a Michael. Aunque pudiera parecértelo, él no es tu gran amor. Eso todavía está por llegar. Estoy segura.
Miré hacia donde había desaparecido Max. Ya no lo veía, pero su imagen seguía muy nítida ante mis ojos. ¿De verdad estaba a punto de enamorarme? Con Michael todo había sido tan claro… Esta vez, en cambio, todo parecía confuso.
Sin embargo, tal vez mi amiga era capaz de ver lo que ocurría mejor que yo.