Capítulo 16
Volví en mí al oír golpes en la ventana. Me habría gustado gritar «¡Largo de aquí!», pero la esperanza de que pudiera ser Michael hizo que me levantase. ¿Había cambiado de opinión? ¿Sentía haberme recriminado tanto?
No tenía ni idea de cómo había acabado en la cama, bajo las mantas. La noche anterior se había borrado de mi memoria. Percibí el olor del aguarrás y las paredes mohosas, y me aparté el pelo de la cara. Volvieron a llamar. Me giré hacia la ventana, pero el contorno que encontré allí no era de ningún hombre.
—Agneta, ¿te encuentras bien? —preguntó una voz de mujer—. ¡Soy yo, Marit!
Eso me decepcionó un poco, aunque sentí cierto alivio. Al menos había alguien en Estocolmo que se preocupaba por mí. Aparté las mantas, fui a tientas hasta la ventana y la abrí.
—¡Tienes un aspecto espantoso! —exclamó mi amiga.
No podía tomárselo a mal. De hecho me sentía fatal. Las sienes me palpitaban y sentía un zumbido sordo en la parte posterior de la cabeza, por no hablar del dolor que parecía recorrerme todo el cráneo. Tenía el estómago revuelto, y seguro que la cara verde. La melena me caía en mechones enredados y el camisón olía a enmohecido. Pero ¿qué aspecto iba a tener después de que mi amor me hubiera abandonado? Después de que me dejara claro que solo aceptaría una decisión.
—Gracias por el cumplido —mascullé—. ¿Quieres pasar?
—Más que nada quería asegurarme de que sigues viva. Como veo que sí, entraré con mucho gusto. Al menos me ahorras tener que ir a la policía, que no se alegrarían precisamente de verme después de que me encadenara al Parlamento.
Cerré la ventana y fui hacia la puerta. Justo entonces noté que el comentario de Marit había conseguido hacerme sonreír.
—¡Madre mía, ni se te ocurra salir así! —exclamó—. ¡Como te vean los vecinos…!
—A la señora Waller, la de aquí enfrente, le da igual mi aspecto. De todas formas, no sale de la cama en cuanto anochece. Y a los de arriba no los conozco.
—¿Has bebido? —Marit me olisqueó el aliento.
—Sí, pero hace varias horas.
—Un día entero —repuso Marit—. O al menos Michael me dijo que llegaste ayer por la tarde.
¿Ya era otra vez por la tarde? ¿Cómo había dormido tanto? En cualquier caso, no recordaba lo que había hecho en todo ese tiempo.
—¡Vamos! —ordenó Marit como un almirante, y me tiró del camisón para hacerme entrar otra vez—. Vas a asearte, lavarte los dientes y ponerte algo decente. Luego ya veremos.
No tenía ganas de nada, y menos aún de pensar en qué haría después, pero mi amiga no admitía quejas. No en vano era una de las sufragistas más combativas de Estocolmo y, por tanto, peor vistas, una mujer que no se arredraba aunque tuviera que atarse medio desnuda a un árbol si con eso se conseguía algo.
Fui por agua a la bomba del patio interior y crucé mi apartamento con la jarra llena. Oía a Marit haciendo cosas. Vertí el agua en un barreño y me quité el camisón. Notaba los brazos débiles y pesados, cosa que no cambió cuando sentí el agua fría en el cuerpo. Luego saqué ropa interior limpia y otro vestido, y fui al estudio, donde encontré a Marit algo desconcertada ante el caos de maderos y astillas que había organizado en mi borrachera.
—¡Madre mía, la que has armado! —exclamó—. Esto ya no cuela ni como expresionismo.
—Da igual, esos cuadros no valían nada. Nunca volveré a levantar un pincel.
Mi amiga arrugó la frente.
—¿Y eso por qué? ¿Tú, que lo has dejado todo para estudiar arte?
—Las cosas cambian —respondí con acritud.
Marit se me acercó y me asió los brazos con delicadeza.
—Pero ¿qué ha ocurrido? Me crucé con Michael y solo me dijo que no te encontrabas bien por lo de tu familia.
—¿O sea que no te ha contado que discutimos y que quiere dejarme porque tengo intención de hacerme cargo de la finca? —«Me ha dejado» habría sido mejor forma de expresarlo. ¿Por qué había dicho «quiere dejarme»?
—¿Que quiere qué? —Marit enarcó las cejas—. Pero si parecía que incluso ibais a casaros. Casi resultaba insoportable ver lo enamorados que parecíais.
—Pues sí, eso fue mientras yo era la hija rebelde que había renunciado a la fortuna de su familia. —Resoplé—. Como si fuera a convertirme en otra persona cuando acepte la herencia de mi padre.
—Pues seguro que te convertirás en otra persona. Pasarás a ser pleno miembro de la nobleza, como mínimo. Una mujer que habrá de regirse por determinadas normas.
Me aparté de ella.
—¿Tú también lo crees? —le recriminé—. ¿Quieres acabar también con nuestra amistad?
—¡Yo no he dicho eso! Tal vez deberías contarme primero qué ha ocurrido estos últimos días.
Me llevó hasta la cama, que ella misma había hecho, me dio un vaso de agua y se sentó a mi lado. Todavía me dolía la cabeza, como si pensar en la pelea y en lo que la había precedido resultase demasiado.
Empecé por mi llegada a la finca, la conmoción que me había supuesto encontrar a mi padre muerto y el dolor por la muerte de mi hermano. Le hablé de Lejongård, de que mi hermano me había hecho prometer que ocuparía su lugar, y que incluso lo había estipulado así en su testamento. Le hablé de mis dudas, del anhelo de seguir siendo independiente, y también de los sentimientos que se habían despertado en mí durante mi estancia en la propiedad. Después llegué a Michael.
Marit me escuchó con paciencia. De vez en cuando me acariciaba la espalda y, al terminar, se me quedó mirando.
—¿O sea que solo le importa poder realizarse como él quiere? —Su mirada reflejaba incredulidad.
Ya conocía su opinión sobre los hombres. Marit había decidido no permitir que ninguno le pusiera cadenas. Los hombres nos roban la independencia, el yo, solía decir. Cuando empecé a salir con Michael, insistió mucho en que no me olvidara de mí.
Yo tampoco quería encadenarme, pero sí tener a alguien a mi lado. Alguien a quien poder amar y que me correspondiera. Eso no significaba, ni mucho menos, rendirse ante el otro… o quizá sí cuando se encontraba al hombre adecuado.
—Sí, eso dijo, pero no he podido pensar más en ello.
—Claro, porque tenías que destrozar tu estudio. —Marit me apartó un mechón de pelo de la cara—. Dentro de un par de años lo lamentarás.
—No lo creo.
—Suenas testaruda como una niña. ¡No es nada propio de ti! ¿No crees que aún se puede hacer algo? Seguro que Michael solo ha exagerado su reacción. No creo que tampoco tú saltaras de alegría al enterarte de que serías la nueva señora de la propiedad.
—Desde luego que no. Lo he meditado durante días, pero siempre llego a la conclusión de que no tengo opción. —Reflexioné un momento y añadí—: Además, todavía siento un fuerte vínculo con la finca. He intentado negarlo, sobre todo después del frío recibimiento que me tenía preparado mi madre, pero después, cuando el notario me leyó la carta de Hendrik, lo supe. ¡Me gusta la finca! Está llena de recuerdos de mi hermano y no puedo abandonarla a su suerte. No estaría bien.
—Entonces ya has tomado una decisión.
—Me temo que sí, aunque Michael… Yo pensaba que era el hombre adecuado…
Marit me tomó del brazo.
—Lo sé, y también sé que es terrible perder un amor, pero tal vez sea mejor así. Ya sabes que no soy muy amiga del libertinaje de la nobleza. A mis ojos, son unos holgazanes. Pero tú eres diferente, tú has visto cómo vive la gente de a pie. Tienes una oportunidad única para cambiar algo.
—¿Qué quieres decir?
—Salimos a la calle y lo único que conseguimos es que nos detengan. Los políticos se ríen de nosotras. En la universidad nos tratan como a bichos raros. Los hombres nos atacan o nos imprecan cuando ven una de nuestras manifestaciones, piensan que nombrándonos por nuestros órganos sexuales pueden quitarnos la dignidad.
Marit empezaba a hablar con rabia, pero tenía razón. También yo había vivido eso. También yo sabía lo mucho que dolían esos insultos.
Mi amiga tomó mis manos y las apretó con tanta fuerza como si quisiera impedir que cayera a un abismo.
—Pero ahora tienes la oportunidad de cambiar algo. Como señora de la finca, podrás conseguir lo que defendemos. En tu propiedad, en tu pueblo…
—Aun así, eso no cambiará el mundo —repuse con una sonrisa amarga.
—Quién sabe. Tendrás contacto con otros terratenientes. Podrás hacer llegar nuestras ideas a sus mujeres e hijas. Si tus palabras caen en suelo fértil, habrás conseguido más que nosotras aquí, plantándonos delante del Parlamento o el Palacio Real y arriesgándonos a acabar presas.
Yo no creía que las mujeres e hijas de los terratenientes estuvieran dispuestas a aceptar el ideario de las sufragistas, pero ¿qué me impedía intentarlo? Así, mi marcha de Estocolmo al menos serviría de algo…
Me solté de las manos de Marit y le di un abrazo.
—Estoy muy contenta de tenerte en mi vida. Por favor, prométeme que irás a verme a Lejongård.
—Por supuesto, aunque siga sin soportar a los nobles.
—Pero yo sí te caigo bien, ¿verdad? Y también tengo muchas criadas simpáticas a las que puedes poner en mi contra.
—¡Vaya que sí! —exclamó—. Pero bueno, me caes bien y te quiero mucho. —Se me quedó mirando y luego me dio un beso en la mejilla—. ¿Crees que te las apañarás si te dejo sola?
Miré el montón de marcos y lienzos destrozados. La botella de aguardiente asomaba por ahí, lo que quedaba de su contenido se había secado en el suelo y ya no representaba ningún peligro.
—Sí, creo que sí. Y prometo que nunca volveré a beber aguardiente.
—Una copita de vez en cuando no está nada mal —opinó Marit, y se levantó—. ¿Sabes dónde encontrar a Michael? Por si quisieras hablar con él.
—Estará en la universidad. O con sus amigos. Aquí seguro que no volverá.
Marit sonrió.
—Lamentará su decisión. Quizá lo esté haciendo ya.
Asentí y nos abrazamos de nuevo.
—Gracias por todo —dije, y la estreché con fuerza.
—Estoy aquí para lo que necesites.
Marit se despidió de mí y desapareció en el vestíbulo del edificio.