Capítulo 70

Antes del alba, cuando desperté de un sueño maravilloso y la manta empezó a molestarme, me levanté de la cama, me puse la bata y miré un momento a los gemelos antes de salir del dormitorio. Caminaba como una sonámbula, pero sabía muy bien adónde iba. Mi madre había dicho que primero debía sentirse preparada para abrir la caja. La caja que contenía la historia de su antiguo amor. Mi padre.

Y yo por fin me sentía preparada para abrir la carta que tal vez me transmitiera otra noticia sobrecogedora. Saqué la carta de Boregard, que había guardado en un compartimento secreto de la maleta poco después de mi visita al banco, y me dirigí a la cocina del servicio. Allí encendí una lámpara de aceite, saqué un cuchillo del cajón y me senté en el banco bien fregado, que siempre olía un poco a limón.

La noche seguía oscura al otro lado de las ventanas, no se veían ni luna ni estrellas. Todo lo que distinguía en las ventanas era el reflejo de mi propia imagen. Al verme la bata, no pude evitar pensar en el bisabuelo de Max. ¿Se habría inventado esa historia? ¿Me había contado la verdad, o me la había ocultado?

Las manos me temblaron al levantar el cuchillo. Inspiré hondo e intenté tranquilizar mi corazón, pero no lo conseguí. Sentía los nervios en el estómago, el pulso susurraba en mis oídos. Era como si estuviera sobre un acantilado y el viento pudiera hacerme caer por momentos. Abrí el sobre con el cuchillo.

No ocurrió nada. Seguía sentada en la silla y ante mí titilaba la lámpara. Saqué las hojas con dedos helados. Se trataba de un informe escrito a máquina que, al parecer, no contenía ninguna factura.

Estimada condesa Lejongård:

 

Sin duda hace ya tiempo que espera mi informe. Siento mucho no haber escrito antes. La búsqueda de Hans von Bredestein ha resultado muy complicada. Supongo que utilizó diferentes identidades para llegar a la costa alemana. Cuando por fin di con su rastro, hacía tiempo que había desaparecido.

De manera que seguí una pista que indicaba que podía haber ido en busca del conde Von Kranitz. Tras indagar, supe que el conde había regresado del frente gravemente herido. No me era posible entrevistarlo, pues las heridas habían afectado también a sus facultades mentales y su capacidad de habla.

Los requerimientos a sus superiores resultaron infructuosos. Nadie conocía a ningún Max o Hans von Bredestein, ni estaba a su servicio.

Busqué entonces a la familia Von Bredestein y recabé información. Su esposa, Friederike von Bredestein, al igual que su padre y su hermano gemelo, no tenían idea de dónde podía haber ido el interfecto. Desde 1913 constaba como desaparecido. A pesar de haberlo buscado a conciencia, la policía no logró dar con él. El último punto de referencia que tenía la familia era un viaje a Estocolmo que había realizado por encargo del padre.

Como única pista, la familia me ofreció la carta enviada por usted, que de sobra le es conocida.

Lo intenté después en varios lugares más, incluso me puse en contacto con el capitán del puerto de Estocolmo. Puesto que nada salió de ello, me dirigí de nuevo al ejército. Tampoco allí encontré ninguna información. Durante meses viajé tras diferentes regimientos sin saber en qué dirección moverme.

Hace unas tres semanas encontré al fin una pista. Un tal Max Breden, que por su descripción física podría ser el desaparecido, se había presentado como voluntario un año antes a un regimiento de la infantería austríaca. Fui tras él.

Localizar esa unidad resultó muy trabajoso, pero hablé con sus hombres, que habían quedado marcados por unos combates muy virulentos. Ellos me informaron que Max Breden había perdido la vida durante una carga contra el enemigo en el paso de Stilfser Joch. Una bala le alcanzó la cabeza y lo mató en el acto.

Me estremecí y me tapé la boca con la mano. ¿Sería verdad? ¿Max había muerto? Por el nombre y el supuesto parecido físico, era probable.

Si de veras se trataba de Max/Hans von Bredestein no puedo afirmarlo con total seguridad. En Alemania hay muchos hombres parecidos a él. Si usted así lo desea, continuaré con mi búsqueda, pero en caso de no tener noticias suyas a mi regreso a Estocolmo, próximamente le enviaré la minuta con mis honorarios.

Le deseo todo lo mejor.

Atentamente,

Hanno Boregard

Viena, 28 de julio de 1915

Me quedé mirando la carta, desconcertada. ¿De modo que Max sí había ido a la guerra? Recordé con malestar su creciente entusiasmo. Sus opiniones me habían distanciado de él, pero por entonces estaba demasiado ciega, demasiado enamorada para analizarlas con serenidad. Lo creí capaz de haberse lanzado al campo de batalla, igual que de haber utilizado un nombre falso.

Volví a pensar en lo que le había dicho a mi madre. Que ya no necesitaba ninguna explicación, que sabía cuál era mi sitio. Aun así, habría preferido que Boregard me ofreciera una certeza. Ahora, sentí que Max seguiría rondándome por la cabeza mucho tiempo.

«Si usted así lo desea, continuaré con mi búsqueda».

¿Lo deseaba? ¿Qué sacaría de eso? Era evidente que Hans von Bredestein era un maestro del disfraz, un pájaro que no quería dejarse atrapar. En cierta medida era como mi antiguo yo, solo que yo había crecido y madurado.

No, no escribiría a Boregard. Que me enviara la minuta. Si el destino quería que volviera a encontrarme algún día con Max, sucedería. Y si no, seguiría siendo quien era: Agneta Lejongård, señora de Lejongård. Después de estar un rato mirando la carta, incapaz de hacer nada ni de sentir más que decepción, me levanté y salí de la casa.

La brisa marina era intensa y el embate de las olas sonaba muy fuerte esa mañana. Me dirigí al pequeño embarcadero cercano, donde el fragor del viento era mayor. Allí saqué la carta de mi bolsillo. La miré unos segundos y pasé la mano por el papel con cierta nostalgia. Después lo rompí en trocitos y dejé que el viento me los arrebatara de la mano.


Cuando regresé, Lennard estaba en la veranda. Había notado mi ausencia, pero por suerte no había salido a buscarme, sino que me esperaba allí. Subí los escalones, me acerqué a él y lo rodeé con mis brazos. ¿Debía hablarle de la carta?

No, era mejor que todo siguiera como estaba. Max había desaparecido, tal vez para siempre. Jamás sabría nada de sus hijos y tampoco podría exigirme nada. Nuestro secreto, el que compartía con Lennard y con mi madre, seguiría a salvo.

—¿Has ido a dar un paseo? —preguntó después de estar mirando los dos un rato al mar, que se había tragado la carta.

—Sí. Quería aclararme las ideas.

Mi marido me miró con ojos insondables.

—Oye, ¿sabes que te quiero? —dije, mirándolo también.

Pareció desconcertado, pero al punto sonrió.

—Hace medio año no me habría atrevido a soñarlo, aunque ahora debo reconocer que te conozco muy bien.

—Pues me parece fantástico —dije con total sinceridad.

Lo abracé y lo besé con ardor. Cuando me separé de él, casi parecía sorprendido, como si intuyera lo que estaba pensando.

—Todavía tenemos un rato antes de que mi madre y los niños se despierten —sugerí.

—¿Estás segura? El médico…

—No te preocupes, hay posibilidades que no me pondrán en peligro.

Le sonreí, y él pareció comprender. Entrelazamos las manos y lo llevé al dormitorio. Allí, nuestros labios volvieron a encontrarse y supe que en ese momento no había nada más bello que la cálida piel de Lennard contra la mía.