Capítulo 32

Esa noche no pude dormir. No hacía más que darle vueltas al relato de Susanna, pero también oía la voz de mi madre. ¿Era Hendrik el padre, o la chica estaba mintiendo?

Los argumentos de mi madre no podían refutarse del todo. No teníamos ninguna prueba de que el niño que esperaba Susanna fuera de Hendrik. Lo que no me creía, sin embargo, era que la chica hubiera intentado entrar de nuevo en la casa ofreciéndole su cuerpo al caballerizo.

A la mañana siguiente, mi madre no bajó a desayunar. Podía entenderlo, después de nuestra conversación del día anterior. Seguramente le costaba hacerse a la idea de que Hendrik hubiera tenido una relación con Susanna. Me tomé el café reflexionando y pensé en el inspector Hermannsson. ¿Qué deduciría él de mis revelaciones?

El ruido de la puerta al abrirse me sacó de mis pensamientos. Levanté la mirada y vi entrar a Bruns con una bandeja de plata. ¿Otra carta? ¿Tan temprano por la mañana?

—Ha llegado un telegrama —dijo el mayordomo, y se inclinó un poco.

Rasgué el sobre con nerviosismo. ¿Sería de Hermannsson? Cuando saqué el papel, vi que era de Marit.

Podemos empezar Stop Llego mañana sobre las 17h a Kristianstad y te explico Stop Espero que te alegre Stop Marit

¡Por supuesto que me alegraba! Por lo visto, estaba bien y venía de camino.

—¡Gracias, Bruns! —exclamé, y salí del comedor con el telegrama.

En la cocina, las criadas estaban preparando la comida.

—¿Dónde está la señorita Rosendahl? —pregunté, porque no la vi por ninguna parte.

—Su madre quería hablar con ella —contestó la señora Bloomquist—. Estarán en su habitación.

—Gracias.

Subí corriendo. ¿Qué diría Marit de que mi madre pensara que sacaba provecho de ayudar a mujeres en apuros? Sería mejor que no se lo contara.

Me crucé con la señorita Rosendahl en el pasillo, ante la habitación de la indispuesta. ¡Qué suerte!

—Señorita Rosendahl, mañana por la noche tendremos visita. ¿Mandará que preparen la mejor habitación de invitados, por favor?

—Muy bien, señorita. ¿Puedo preguntar de quién se trata?

—De mi amiga Marit Andersson, de Estocolmo. August irá a recogerla a la estación de Kristianstad sobre las cinco de la tarde. La conozco y no traerá mucho equipaje, pero debe estar lo más cómoda posible.

—Lo prepararemos todo a su entera satisfacción.

El ama de llaves se retiró con una leve reverencia.

Apreté el telegrama contra mi pecho. ¡Cómo me alegraba de ver a Marit y poder escuchar todas las historias que traería consigo! Estaba impaciente por saber de las demás. Y, aunque pareciera ridículo, casi esperaba también que me trajera noticias de Michael.

La nostalgia todavía me encogía el corazón de vez en cuando, pero los deberes de la finca me dejaban poco tiempo para hundirme en el mal de amores. Además, tenía a Max, de cuya compañía disfrutaba mucho. Se lo presentaría a Marit, y también le contaría lo de la torpe proposición de matrimonio de Lennard. ¡Qué maravilla que viniera!


Al día siguiente, por la tarde, caminaba nerviosa de un lado a otro ante la ventana, deseando que el carruaje apareciera pronto. Las manecillas del reloj marcaban ya las seis y media. Se tardaba un poco en llegar desde Kristianstad, por supuesto. Además, la tormenta de esa mañana habría dejado los caminos embarrados, y August no era un hombre que corriera riesgos. También era posible que el tren se hubiera retrasado, por ejemplo, si un árbol había caído sobre las vías.

—¿Estás segura de que tu amiga llegaba en ese tren? —preguntó madre, que estaba sentada abajo, a un pequeño escritorio que había en el vestíbulo, donde parecía la jefa de una compañía comercial contando los sacos de harina que entraban en la casa.

—Llegaba en ese tren. ¿Por qué me habría escrito, si no, diciendo que llegaba hoy?

—Bueno, podría haber cambiado de idea. Esas mujeres no respetan ninguna regla.

Puse ojos de exasperación. ¡Ojalá no le hubiera hablado nunca de Marit y su compromiso con los derechos de las mujeres!

—Puede que no queramos reconocer algunas reglas, sobre todo las que nos han impuesto los hombres. —Enfaticé el plural, por si se le había olvidado que yo también era una de «esas mujeres»—. Pero el tiempo, que yo sepa, no es un invento de los hombres, así que Marit tendrá que respetarlo. Además, es imposible que sea puntual si su medio de transporte no ha llegado en hora.

En ese momento se oyeron cascos de caballo sobre los adoquines. August rodeó la rotonda con el carruaje y lo detuvo ante los peldaños de la entrada.

—¿Lo ves? ¡Ahí está!

Me alisé el vestido, me coloqué un mechón de pelo tras la oreja y fui a la puerta.

—¿No sería mejor que la recibiera Bruns? —preguntó mi madre.

—Es mi amiga, no se me caerán los anillos por recibirla yo.

Cuando abrí la puerta, Marit estaba subiendo los escalones. En la mano llevaba un pequeño bolso de tejido de alfombra.

Me alegré al ver que vestía un par de prendas de las que yo le había dado. A mí esa blusa blanca de corte recto y la falda burdeos nunca me habían quedado muy bien, pero a ella le favorecían mucho.

—¡Hola, cariño! —exclamé, y la abracé con tal efusividad que tiré al suelo el sombrerito rojo oscuro bajo el que ocultaba su moño—. ¡Qué alegría volver a verte!

Marit correspondió mi abrazo con afecto y luego me miró.

—Parece que la condesa Lejongård no ha cambiado tanto.

—¿Estás segura? Yo tengo la sensación de que me han salido canas.

Marit entornó los ojos.

—Bueno, pues yo no las veo. Debes de tenerlas bien escondidas.

—Y no solo canas —repuse—. ¡Ven, te presentaré a mi madre!

—¡Espero ir vestida apropiadamente! —bromeó Marit, y entrelazó su brazo con el mío.

Casi deseé que Stella se hubiera retirado a sus aposentos, pero allí estaba, contemplándonos a ambas.

—Madre, esta es mi amiga Marit Andersson. Marit, te presento a mi madre, Stella Lejongård.

Marit se acercó, hizo una leve reverencia y le ofreció una mano.

—Me alegra conocerla. Agneta me ha hablado mucho de usted.

La mirada de mi madre se deslizó un momento hacia mí.

—Ya puedo imaginar lo que le habrá contado, pero seguro que no es ese el objeto de su visita.

Marit la miró con extrañeza. Ni todo lo que le hubiera dicho sobre mi madre podía llegar a describir la mitad de cómo era en realidad.

—Te acompañaré a tu habitación, y luego tienes que contarme todo lo que ha pasado estos últimos meses.

Marit y mi madre se miraron un momento a los ojos, y yo enseguida aparté a mi amiga de ese cancerbero que parecía querer morderla.

La señorita Rosendahl había dejado la habitación de invitados muy acogedora. En la chimenea había velas con pétalos de rosas que irradiaban su delicado aroma. Las ventanas estaban impolutas; las camas, hechas con sábanas de batista y colchas de damasco de seda roja. Sobre una de ellas había una bata suave, y en el suelo unas pantuflas con finos bordados. El ramillete de girasoles del secreter, junto a la ventana, resplandecía al sol del atardecer.

Lejongård ofrecía su hospitalidad a cualquier invitado por igual, al margen de su posición.

—¡Esto es increíble! —murmuró Marit—. ¡O sea que creciste aquí!

—No exactamente aquí. Esta es una de las habitaciones de invitados —expliqué.

—¿Y las demás también son como esta?

Mi amiga miraba alrededor sin salir de su asombro.

—En general sí, aunque para los invitados nos empleamos a fondo. Esas velas y las pantuflas solo las sacamos cuando tenemos una visita importante.

—¿Y yo soy una visita importante? —Me sonrió.

—¡Cómo no!

Volvimos a abrazarnos y mi amiga me miró a los ojos.

—Parece que te has aclimatado bien. A pesar de las dificultades.

—Hago lo que puedo. Aun así, todos los días tengo la sensación de que debo esmerarme más y prepararme para posibles sorpresas desagradables. Cada día trae algo nuevo, pero poco a poco me voy acostumbrando. También a librar batallas contra mi madre.

—La verdad es que no exagerabas cuando la describías.

Llamaron a la puerta.

—¡Adelante!

Era Marie, con toallas limpias.

—Disculpen, por favor. Solo quería preguntar a nuestra huésped si necesita algo.

—Gracias, Marie, a la señorita Andersson le vendrá muy bien tu ayuda. —Me volví hacia mi amiga, que me miraba estupefacta—. También a esto debes acostumbrarte: a estar rodeada de criadas todo el rato. Marie te asistirá en lo necesario, y también te traerá otro vestido, más adecuado para la cena.

—¿Adecuado?

—No querrás alterar a mi madre presentándote en el comedor con traje de sufragista, supongo. —Le guiñé un ojo y salí de la habitación.


Media hora después, Marit apareció en el comedor. Parecía otra persona. El vestido le quedaba de maravilla, y Marie la había peinado y le había puesto florecillas en el pelo. Arreglada así, seguro que habría atraído muchas miradas en la fiesta del Midsommar. Se movía algo insegura con ese vestido, pero ni mi madre habría podido ponerle pegas.

Después de que las criadas sirvieran el primer plato, Stella se dirigió a Marit.

—De manera que es usted de Estocolmo —empezó, y yo me puse tensa. ¿Qué pretendería?—. ¿Estudiaba con mi hija en la universidad?

—No, por desgracia no me llega el dinero para eso. Trabajo con el Ejército de Salvación y cosiendo. Lo que nos unió a su hija y a mí fue el interés común por los derechos de las mujeres.

Mi madre se estremeció levemente, aunque enseguida se recompuso.

—¿Y está usted casada?

Marit se atragantó con la sopa y empezó a toser, levantó la servilleta y se disculpó.

—No, no tengo marido. Me abro camino sola en la vida.

—Pero ¿no le iría mucho mejor si estuviera casada?

—Madre, creo que Marit se las apaña a la perfección —me entrometí—. Además, es asunto de cada mujer si desea casarse o no.

—Bueno, seguro que en estos tiempos modernos sí. Se ve que ya no sé nada del mundo.

Miré a Marit y vi que en sus ojos refulgía la belicosidad. Esa clase de discurso era el que más la indignaba.

—El mundo está cambiando —dijo, esforzándose por ser cortés—. Las mujeres ya no tienen prohibido vivir solas, pero la sociedad sigue poniéndoles piedras en el camino. Algunas no conocen otra cosa, porque así se criaron; a otras, sus circunstancias las obligan a buscar un hombre. Y también hay mujeres como yo, que quieren avanzar solas por la vida.

—¿Y durante cuánto tiempo más lo conseguirá? —preguntó mi madre con ánimo provocador.

Sentí un escalofrío. Lo último que quería era una pelea en la mesa, justo lo que parecía buscar Stella Lejongård. ¿Habría hecho lo mismo si mi amiga hubiese sido «decente» a sus ojos?

—Espero que mucho. El Ejército de Salvación no paga bien, y con los trabajos de costura tampoco me haré rica, pero es algo mío. Soy independiente. No tengo que soportar que un marido me engañe ni me pegue, como les pasa a tantas mujeres de nuestra clase.

—¿De manera que opina que todos los hombres son unos brutos?

—Madre… —dije a modo de advertencia—. Tal vez deberíamos cambiar de tema.

Sin embargo, mi madre no pensaba cejar.

—No, pero sí opino que a los hombres siempre se les ha educado mal —replicó Marit—. Desde pequeños les enseñan que las mujeres no valen nada. Que, en el mejor de los casos, están ahí para ocuparse de la casa y traer niños al mundo.

—¡Pues esa es la voluntad de la naturaleza! ¡Así es desde hace milenios!

—Puede que sea la voluntad de la naturaleza. Y sí, las mujeres tienen niños y se ocupan de ellos, y se encargan de llevar la casa, y deben ser libres para hacerlo. Toda mujer tiene el derecho de traer niños al mundo y quedarse en casa si eso la satisface. Pero una mujer que desea algo más de la vida también debería poder conseguirlo.

Mi madre la miró en silencio. Seguro que creía haber encontrado el origen de mi discurso de Navidad.

—¿Y qué desea usted de la vida? —preguntó al cabo—. ¿Cuidar de los enfermos y los pobres para siempre? ¿Estar enferma y ser pobre para siempre?

—No sueño con encontrar a un hombre rico que me lleve a su palacio, eso seguro. Deseo decidir mi propia vida y encuentro la felicidad ayudando a los demás y ocupándome de quienes tienen dificultades. La beneficencia también está bien vista en sus círculos, ¿no es así?

—Pero lo hacemos desde una perspectiva diferente. Compartimos un poco de nuestra riqueza.

Marit resopló. Casi parecía a punto de tirar al suelo la cuchara y marcharse del comedor. Sin embargo, contestó:

—¿Cree, entonces, que me veo obligada a trabajar en el Ejército de Salvación? No es así. Lo hago porque estoy convencida de que esa labor sirve para algo. Por eso mujeres como su hija y como yo salimos a la calle y luchamos por nuestros derechos. Y ya que hablamos de mis sueños, yo sueño con viajar a América algún día. Tardaré, soy consciente, y después de lo que ocurrió con el Titanic el año pasado, seguro que no querré viajar en la cubierta inferior, pero lo conseguiré. Por mis propios medios y sin la ayuda de ningún hombre.

Se hizo el silencio tras esas palabras. Después, una sonrisa asomó al rostro de mi madre. ¿Qué significaba eso? Si yo hubiese hablado así, sus ojos me habrían fulminado con ira, pero Marit parecía divertirla. Tal vez porque daba por hecho que mi amiga fracasaría.

—No creo que nos pongamos de acuerdo —zanjó—, pero admiro a las personas que quieren triunfar en la vida por sus propios medios. Si fracasarán o lo conseguirán, solo el tiempo puede decirlo, pero siempre podrán decir que lo intentaron.

Me la quedé mirando. ¿Había oído bien? ¿Que admiraba a las personas que se abrían camino en la vida por sí mismas? ¿Y por qué no me lo había demostrado? ¿Por qué nunca me lo había dicho? ¿Por qué habíamos tenido tantas y tan terribles discusiones por mi independencia?

También Marit parecía desconcertada. La fuerza con que subía y bajaba su pecho indicaba que se había preparado para una ardua discusión. Sin embargo, al parecer no se produciría.

Mi madre hizo sonar la campanilla que tenía a su lado. Poco después aparecieron Marie y Svea con el segundo plato. Puesto que Susanna ya no estaba, la ayudante de cocina también tenía que servir. Necesitábamos otra criada con urgencia. Una cosa más de la que tendría que ocuparme.


Después de cenar, salí con Marit al jardín. La noche era tibia y clara, y acompañadas del canto de los grillos paseamos hasta el pabellón, donde todavía colgaban las cintas que lo habían decorado la noche del solsticio de verano.

El resto de la cena había transcurrido con sorprendente tranquilidad. Mi madre conversó educadamente y estuvimos de acuerdo en todo. Después se retiró a sus aposentos.

—Esto es precioso —dijo Marit mientras miraba alrededor—. Nunca me hablaste de este jardín.

—No lo recordaba tan bonito. Volví a descubrirlo cuando me encontré aquí a Lennard en el funeral.

—¿Lennard?

—Un viejo amigo de la infancia. Hacía años que no lo veía. Después del entierro, no soportaba estar dentro de la casa, así que vine al pabellón y me lo encontré aquí. Recordamos todo lo que hacíamos de niños. ¡Imagínate, después incluso me propuso matrimonio!

—¿Qué? ¿Y no me lo habías dicho?

—Perdona. Tampoco me lo propuso demasiado en serio. Su padre está muy enfermo, no sabía bien lo que decía.

—Seguro que no fue esa la única razón.

—Creía que sería más fácil para ambos recorrer nuestro camino juntos. Yo no lo veo así. Lo aprecio mucho como amigo, pero en el matrimonio tiene que haber amor…

¿Debía preguntarle por Michael? Ensimismada, adelanté una mano hacia una de las cintas del pabellón.

—Tendrías que haber venido antes —dije cuando subimos los escalones y nos detuvimos bajo el tejado octogonal—. La fiesta del Midsommar fue interesante.

—Por como lo dices, parece que no fue una fiesta muy alegre.

—Fue alegre hasta que la muchacha por la que te escribí intentó robarle el broche a mi madre.

—Lamento no haber podido responder antes. Me ha sido bastante difícil encontrar a un médico que la asista en el parto sin preguntar.

—¿Y el doctor Strondheim?

—Murió de repente, hace unas semanas.

Me quedé azorada.

—¿Qué? ¡Pero si acababa de cumplir sesenta años!

Vi ante mí la bonachona cara del hombre. Aunque procediera de una época completamente diferente, había estado dispuesto a trabajar por las mujeres en apuros y guardar silencio.

—El corazón —dijo Marit—. Todas quedamos conmocionadas. De la noche a la mañana nos vimos sin ayuda, y encontrar a alguien que no siga los rígidos principios de esta sociedad es muy difícil, incluso entre los médicos jóvenes. Además, en este caso también necesitábamos un candidato a marido.

—¿Y lo habéis encontrado?

—Sí, un contable, Sigurd Wallin. Lo detuvieron hace unas semanas acusado de sodomía. Parece que se acercó a un hombre en la estación con intenciones deshonestas. Por suerte, pudo desmontar la acusación. Lo ha reclutado Elsa. Para evitar un escándalo con sus padres, está dispuesto a casarse con Susanna.

—¿Un matrimonio según nuestras condiciones?

—No querrá nada de ella, salvo que tenga la casa limpia y sonría como una buena chica cuando los padres de él los visiten. La muchacha es guapa, ¿verdad?

—¿Eso qué tiene que ver?

—Una chica guapa tiene más probabilidades de ser aceptada por los suegros… Sobre todo si ya está embarazada.

—¿Y quién la asistirá en el parto? —quise saber.

—Te vas a reír: una mujer. Obtuvo el doctorado hace unas semanas, y ya puedes imaginarte lo que dice de ella la sociedad de Estocolmo, pero justamente por eso está dispuesta a ayudarnos. Esperemos que su corazón aguante.

—Pues sí, esperemos. Gracias por esforzarte tanto. Ya pensaba que había ocurrido algo.

—Bueno, en realidad, así ha sido. —Marit me miró—. Pillé la gripe. El médico temió por unos días que fuera la gripe española, que de vez en cuando vuelve a extenderse.

La miré con espanto.

—¿Por qué no me escribiste? Habría…

Negó con la cabeza.

—No habrías podido hacer nada. Además, estaba demasiado débil para escribir. Solo quería seguir con vida, y ya ves que lo conseguí. Esos días mucha gente cayó enferma, tuviste suerte de no estar allí.

—Aun así… ¡En un caso como ese tienes que escribirme!

—¿Para cargarte con más aún? Ya estás hasta arriba. Y, como ves, tu amiga ha burlado a la parca. Elsa y las demás se ocuparon de mí, y te aseguro que la próxima vez no pienso dejar que la de la guadaña se me acerque tanto.

La idea de que Marit hubiese podido morir me resultaba insoportable. Después de la muerte de mi hermano, no habría podido resistirlo. Le pasé un brazo por los hombros.

—¿Has sabido algo de Michael? —me oí preguntar de pronto. Pronunciar su nombre fue como darle una patada a mi corazón—. Por cierto, gracias por no mencionarlo delante de mi madre.

—¿Después de esa discusión sobre las mujeres y el matrimonio? No quería meterme en camisa de once varas. —Hizo una pausa y me asió la mano, como si temiera que lo que iba a decir pudiera hacerme daño—. Hace un par de días anunció su compromiso matrimonial. Lo leí en el periódico.

Cerré los ojos. Un compromiso matrimonial. Había encontrado a otra que le parecía digna de ser su esposa.

—¿Quieres saber quién es? —preguntó Marit con delicadeza.

—No.

Ella asintió con comprensión y miró hacia la casa.

—Sé que lo amabas, pero visto desde la distancia y teniendo todas las circunstancias en cuenta, hiciste lo correcto. Eres una mujer libre y poderosa. Aunque tuvieras que dejar Estocolmo, ahora tienes la oportunidad de vivir la vida como quieras.

—Bueno, si fuera por mi madre, mañana mismo estaría ante el altar.

—Pero para eso necesitas un hombre. Un hombre fuerte que, sin embargo, no te coarte. Necesitas a alguien que se mantenga a tu lado, y Michael no era el adecuado. No habría soportado esto. O vuestra relación se habría roto por otra cosa, quién sabe…

—Quién sabe… —repetí, y me apoyé en mi amiga.

A cualquier otro tal vez le habría llevado la contraria, pero a Marit no. Tenía razón. Michael no habría sido feliz aquí, no lo habría soportado. Y viendo la rapidez con que había encontrado consuelo, seguro que en algún momento me habría engañado.

Yo, por el contrario, no podía evitar ser como era, y eso también lo tenía claro. Nadie convertiría a la condesa Lejongård en la dócil esposa de un abogado. Estaba hecha para encontrar mi camino sola.

—¿Y, aparte del amigo de la infancia que desea casarse contigo, no hay nadie que ocupe tu corazón?

Negué con la cabeza.

—Está visto que una mujer como yo no necesita a nadie.

—¿Cómo que no necesitas a nadie? Puede que yo sea capaz de vivir sin un hombre, ¡pero tú no! ¿No hay ninguno ni medio soportable? ¿Ninguno que te haya llegado al corazón?

Iba a decir que no, pero de repente vi un rostro ante mí. Unos ojos azules resplandecientes, una sonrisa segura, unos rasgos marcados… ¡Max! Nos llevábamos estupendamente y a veces creía que me entendía de verdad, pero no habíamos pasado de eso. Siendo sincera, me daba un poco de miedo iniciar otra relación. Max era mi empleado, aunque también tuviera título nobiliario.

—Sí hay alguien que tal vez podría llegarme al corazón, pero ignoro lo que siente. No quiero aventurarme a nada que resulte un fiasco. Todavía me duele la última vez. —Y más aún desde que sabía que Michael ya me había encontrado sustituta.

—Pero si ves una oportunidad, aprovéchala, ¿de acuerdo? —Marit me miró con seriedad—. No permitas que tus deberes y la lucha por los derechos de la mujer te alejen de la felicidad.

—No lo haré, pero necesito tiempo. Cuando haya alguien en mi vida, tú serás la primera en saberlo.

Sonrió y me apretó más la mano.

Estuvimos sentadas un rato más, luego regresamos a la casa. El día siguiente sería agotador, y nadie sabía qué más podía pasar.