Capítulo 5

Conseguí mantener más o menos la compostura hasta que salí de la habitación, pero en cuanto me alejé unos pasos en dirección a la sala de enfermeras, las piernas me flaquearon. Caí de rodillas y me eché a llorar con sonoros sollozos, como si acabara de ver morir a mi hermano. Alarmadas, dos enfermeras se acercaron corriendo y me preguntaron qué ocurría.

No pude contestar, las lágrimas me cerraban la garganta.

De algún modo, sus manos consiguieron ponerme de pie y llevarme de vuelta al despacho del director. Lindström estaba sentado tras su escritorio, pero se levantó de un brinco nada más verme.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó alarmado.

—Se ha derrumbado en el pasillo —informó una enfermera.

—No es nada, estoy bien —aseguré, temblando a causa de los sollozos—. Es solo que mi hermano… Me da muchísima pena… —De nuevo rompí a llorar.

—Déjennos —oí que les decía el director a las enfermeras—. Vayan a ver cómo está el paciente.

Las mujeres se marcharon mientras Lindström se acuclillaba junto a mí y me miraba.

—Por favor, créame que haremos todo lo que esté en nuestra mano para que recupere la salud. Ha sido usted muy valiente.

—Le he mentido —sollocé—. He fingido que nuestro padre seguía vivo. Me ha preguntado…

—Créame, es lo mejor. Su estado sigue siendo crítico, no podemos arriesgarnos.

—¿Y qué harán cuando mejore un poco, cuando vuelva a estar bien? ¿Le dirán que mi padre ha muerto en el hospital? Si nunca estuvo aquí, ¿o sí?

El profesor agachó la cabeza.

—No, no estuvo aquí. Su médico personal, el doctor Bengtsen, juzgó que las heridas eran demasiado graves. Lo consultó conmigo y yo llegué a la misma conclusión. Su padre tenía más del cincuenta por ciento del cuerpo quemado, y además padecía una grave intoxicación por humo. Habría sido un milagro que llegara aquí con vida. —Hizo una breve pausa y respiró hondo—. Estoy seguro de que no habríamos podido hacer nada por él. Con unas quemaduras tan extensas, era imposible.

Sus palabras cayeron sobre mí como un jarro de agua fría. Lo había decidido el doctor Bengtsen… De acuerdo con mi madre, por supuesto. ¿Acaso contaba ella con que su marido muriera? Quizá ese dormitorio de matrimonio en desuso era solo un elemento más de una pareja rota. A saber qué se habrían hecho el uno al otro en secreto.

—Le contaremos la verdad en cuanto recupere las fuerzas, naturalmente. Aunque no espero que se lo tome con alegría, claro, a nadie le gusta que le mientan.

Y a Hendrik mucho menos.

—Pero tal vez comprenda que nos hemos visto obligados. Seguro que él habría decidido lo mismo por su hijo.

Estaba demasiado agotada para seguir discutiendo.

—Muchas gracias por dejarme verlo —dije, y me levanté. Las piernas todavía me temblaban, pero mi dolor interior había disminuido hasta hacerse soportable—. Si me permite, ahora me cambiaré. Mañana vendré otra vez.

También Lindström se levantó.

—Desde luego, señorita Lejongård. Tómese su tiempo y avíseme cuando esté lista. —Dicho eso, salió del despacho.

Me volví hacia el biombo. Por un momento sopesé la idea de revisar la pila de documentos del escritorio hasta encontrar el historial de Hendrik y enterarme de cómo estaba de verdad. No era descabellado que mi madre hubiera incitado al doctor a mentirme a mí también. Aun así, decidí no hacerlo. En realidad no quería saberlo. No deseaba que me arrebataran la esperanza de que Hendrik recuperara la salud por completo y, con ello, me librara de un deber por el que jamás me habría peleado.


En el trayecto de vuelta apoyé la cabeza en el marco de la ventanilla del carruaje sin reparar en que recibiría muchas sacudidas. Necesitaba un punto de apoyo, estaba cansada, exhausta y, además, confusa.

Las heridas de Hendrik eran más horribles de lo que había imaginado. Solo me alegraba que mi madre no estuviera conmigo y no pudiera exigirme contención. Así, por lo menos en el carruaje podría desahogarme un poco. Varias preguntas me atormentaban, y la mayoría giraban en torno a las contradicciones entre mis dos existencias.

Le había dicho a Michael que regresaría pronto, pero ¿podía hacerlo cuando la vida de mi hermano pendía de un hilo? ¿Y aunque mi padre hubiera muerto? ¿Sería capaz de dejar a un lado las desavenencias con mi familia por el momento? Padre y yo ya no tendríamos ocasión de reconciliarnos. ¿Y mi madre? Seguiría maltratándome con su frialdad. Sin embargo, tampoco podía desentenderme así como así de lo que me había pedido Hendrik. Quizá bastara con que me quedase un par de días más. Hendrik se recuperaría, siempre lo había hecho. Cuando volviera a hacerse con el timón, yo quedaría libre. Ahora todo sería diferente, por supuesto, pero habría alguien para ocuparse de Lejongård. Para respaldarme. Mentalmente empecé a escribirle una carta a Michael.

O por lo menos lo intenté, porque nada me sonaba bien.


Al llegar a Lejongård subí directa a mi habitación. Seguro que mi madre esperaba que la informase, pero yo seguía demasiado alterada por lo que había visto y oído. La promesa que le había hecho a Hendrik ardía en mi interior, y aún no sabía qué iba a decirle a Michael.

Me dejé caer en la cama con un suspiro y miré el techo. El rosetón de yeso que había sobre la araña de cristal estaba como siempre. Al principio de llegar a Estocolmo había echado un poco en falta esa visión; de pronto, casi añoraba las manchas de humedad.

Un sinfín de imágenes cruzaban mi cabeza a toda velocidad: el día que me fui de allí, también el primer día en mi apartamento, cuando por un momento me pregunté si había cometido un gran error. Mis primeros pasos en la Real Academia de las Artes, los lienzos blancos sobre sus caballetes y el intenso olor a aguarrás en el ambiente.

Y entonces apareció ante mí el rostro de Michael. Lo había conocido un domingo por la mañana en una cafetería del centro histórico, adonde había ido con Marit y varias chicas más. Él estaba allí con sus amigos, y al principio el comportamiento de esos jóvenes me pareció bastante inapropiado. Pero entonces miré a Michael a los ojos, y él a los míos, y supe que volveríamos a vernos.

Todavía pasaría un tiempo hasta que nos confesáramos nuestro afecto y nos entregáramos a la pasión, pero ya en aquel primer momento supe que querría compartir mi vida con aquel hombre. Más adelante, cuando empezó a apoyarme en mis acciones feministas e incluso me protegió de una paliza con la que nos amenazó un grupo de hombres furiosos, estuve perdida y le entregué mi corazón. ¡Cómo me embargó la emoción! Hasta ese momento solo había conocido el aprecio de algunos hombres, pero con él sabía que se trataba de amor.

Y de repente todo peligraba…

Al final me levanté. Tanto darle vueltas a la cabeza no me estaba llevando a ninguna parte. Tenía que escribirle. Seguro que Michael me contestaría enseguida y despejaría mis dudas.

A pesar de formar parte del movimiento feminista, yo soñaba con una petición de matrimonio clásica. Con que un hombre se arrodillara ante mí y me ofreciera un anillo, lo mismo daba que fuera de hierro, plata u oro. ¿Entendería Michael mi indirecta, o era mejor no mencionarle nada? Seguro que no le molestaría que lo necesitara y lo quisiera a mi lado, porque lo cierto era que lo necesitaba…

Fui a mi escritorio, al que Lena y Susanna ya le habían quitado el polvo, abrí el cajón y encontré el papel de cartas que había guardado allí antes de mi marcha. También el viejo portaplumas seguía en su sitio. Lo cargué de tinta, que se había conservado muy bien en el tintero, y empecé a escribir.

Queridísimo Michael:

 

Te escribo para decirte que, mientras estoy aquí, en la finca, pienso en ti mucho y con pasión. Justo ahora recordaba aquel día de invierno en Gamla Stan, cuando fuiste con tus amigos a la pequeña cafetería donde yo estaba con mis amigas. ¿Cómo habría sido todo si ese día hubiésemos ido a otro lugar? ¿Habríamos llegado a conocernos? Me lo he preguntado una y otra vez, y he sentido una felicidad inmensa al comprender que el destino nos llevó ese día al mismo sitio.

Incluso ahora me siento feliz al pensar en ti. Precisamente porque es el único atisbo de luz que conservo en estos momentos.

¿Te acuerdas del inquietante telegrama de mi madre? Bueno, pues en realidad es peor aún. Mi padre falleció antes de que yo subiera al tren, y mi madre me hizo llevar ante su cadáver sin avisarme de nada. ¿Puedes imaginar algo más espantoso? ¡Me quedé conmocionada! Mi hermano sigue con vida de puro milagro, pero está herido de gravedad. Acabo de regresar del hospital y sigo muy afectada. ¿Qué debo hacer?

Hendrik me ha hecho prometerle que me ocuparé de la finca y de la familia. Jamás habría pensado que me vería en esta situación. Sin embargo, a mi hermano no puedo negarle nada, porque, aunque espero con fervor que se recupere pronto, es evidente que se encuentra muy grave. Al médico le preocupa tanto su estado de salud que ha prohibido que le hablemos de la muerte de padre. Si Hendrik muriera, yo sería la última Lejongård. Sería la única descendiente viva de mi centenaria familia y debería aceptar una responsabilidad que nunca preví.

Con todo, me consuela saber que te tengo a mi lado. Solo con pensar que pronto volveré a verte, se me alegra el corazón. Si me imagino viviendo algún día aquí contigo, el futuro ya no me parece tan aciago.

Me detuve al oír pasos en el pasillo. ¿Sería mi madre, o una de las criadas? No, estas no, pues intentarían que sus pisadas sonaran lo menos posible. Los pasos eran enérgicos, así que intuí que se trataba de Stella, que venía a exigirme un informe sobre el estado de salud de Hendrik.

Me volví y terminé la carta a toda prisa.

Ten por seguro que mi corazón es tuyo y de nadie más. Y ese corazón está desconsolado porque no podrá volver a verte hasta que se haya celebrado el funeral. Entonces tendremos ocasión para hablar del futuro. Ya sé que llevamos tiempo aplazándolo, pero creo que ha llegado el momento. Además, nos tenemos el uno al otro, y nada en el mundo podrá cambiar eso.

Que te vaya todo bien hasta entonces, ¡y no dudes de que tienes todo mi amor!

Tuya, Agneta

Acababa de levantar el papel secante cuando llamaron a la puerta. Doblé la carta enseguida y la metí en un sobre con manos temblorosas antes de exclamar «¡Adelante!».

La oscura figura de madre apareció en el umbral.

—¿Tienes un momento? —preguntó con frialdad—. Me gustaría hablar contigo sobre tu visita al hospital.

Su aspecto y sus palabras extinguieron al instante el fuego ardiente que había nacido en mi pecho mientras escribía. De pronto casi me invadió el miedo. Un futuro con Michael… ¿Qué diría mi madre al respecto? Como abogado, sería un hombre respetable, pero no pertenecía a la nobleza…

Reprimí esos pensamientos. Hendrik seguía con vida. Pronto volvería a estar en pie y yo podría regresar a Estocolmo y concentrarme de nuevo en mi vida.