5

Brad Blueman corre con problemas. Tiene que lidiar al mismo tiempo con su respiración, que no sabe controlar y está acelerada, lo que le impide tomar aire de forma adecuada y mantener una velocidad aceptable, y con sus pantalones, que insisten en caerse. Corre agarrando la cámara con la mano derecha y los pantalones con la izquierda. Y sinceramente, no podríamos estar seguros de si lo hace porque tiene miedo a caerse si se le bajan los pantalones hasta los tobillos, o porque le aterra pensar en acabar convertido en un zombi que corre en calzoncillos por las calles.

Hace tiempo que nadie le sigue. Gracias a Dios, Dolores fue el cebo perfecto y él pudo escapar. Sin embargo, no quiere dejar de correr hasta que encuentre un sitio seguro. O no puede dejar de hacerlo.

Gira a la derecha en la siguiente calle, pero se detiene tras dar un paso. A unos ciento cincuenta metros hay tres zombis inclinados sobre una mujer tendida en la calle. Los tres tienen las manos metidas dentro del cuerpo de la mujer y se las llevan a la cara con avidez. Brad retrocede, intentando ser sigiloso y pasar desapercibido, pero uno de los muertos, una mujer que Brad reconoce de haberla visto en los juzgados en varias ocasiones, le ve y levanta la cabeza para lanzar un aullido que a Brad le hace pensar en hombres lobo.

Brad se da la vuelta y corre. Detrás de él, los tres zombis se levantan para perseguirle. Uno de ellos se lleva en la mano izquierda un bulbo sanguinolento. Si pudiéramos acercarnos, comprobaríamos que se trata de un riñón. Pero nuestra atención se centra en Brad Blueman, que corre por el centro de la calzada con el rostro desencajado por el pánico y tan enrojecido que parece que va a sufrir un infarto de un momento a otro.

Tropieza. Por un momento parece que logrará mantener el equilibrio y continuar con su enloquecida carrera, pero su tobillo derecho no es capaz de soportar la tensión y Brad se inclina hacia delante. Con un gesto inconsciente, aparta hacia la espalda la cámara de fotos y coloca la otra mano delante de la cara. Se estrella contra el suelo, salpicando agua en todas direcciones, y se queda quieto un momento. Gira sobre su propio cuerpo. Los zombis siguen corriendo hacia él y se encuentran a menos de cuarenta metros. Y bajando.

Brad sabe que es inútil intentarlo. Jamás les ganaría en una carrera. Se queda tumbado en el suelo, agarrando su cámara de fotos delante de su prominente barriga y mirando aterrorizado hacia las tres figuras que corren hacia él. Ni siquiera es capaz de desviar la mente hacia algo agradable. No puede dejar de pensar que va a morir, y que va a ser doloroso, y que no es justo.

La parte derecha de la cara de uno de los zombis desaparece, y el tipo cae al suelo. Menos de un segundo después, los otros dos zombis corren un destino similar. La mujer cae y rueda por el suelo hasta detenerse a metro y medio de los pies de Brad, que tiene la boca abierta en un gesto de asombro que le hace parecer idiota. No entiende qué ha ocurrido. Se da la vuelta, para mirar al otro lado, y al fondo de la calle ve un grupo de soldados que caminan formando un rectángulo perfecto. Brad no se ha sentido tan feliz en la vida. Se levanta, a trompicones, y echa a correr hacia los militares, alzando los brazos y gritando de alegría.

Sabía que estaba destinado a sobrevivir. Siempre había sabido que estaba por llegar el día en que Brad Blueman se convirtiera en alguien famoso, y lo que acababa de pasar sería una guinda maravillosa para el pastel de su libro. Porque Brad sabe perfectamente que nada enciende más los ánimos de un estadounidense que una entrada crucial del ejército americano salvando la vida de los buenos. En el libro sería mucho más espectacular, por supuesto, y probablemente se pondría a sí mismo peleando con los zombis en el momento en que los soldados aparecían y le rescataban.

Está vivo. Y eso es lo más importante. Y mientras corre hacia los soldados llora de júbilo y nervios y siente ganas de ponerse a saltar.

—¡Quieto!

Brad se detiene de golpe, con las manos levantadas en pleno gesto de alegría. El coronel Trask y los tres soldados más adelantados de la formación le apuntan directamente con sus rifles.

—¡Gracias por aparecer! —grita Brad— ¡Gracias por salvarme la vida! ¡Siempre he sabido que el ejército americano es…!

—¡Cállese! —ruge el coronel, y Brad cierra la boca— ¿Es que quiere atraer a todo el mundo? ¡Échese al suelo, inmediatamente!

Brad quiere preguntar para qué necesitan que se eche al suelo, pero de repente tiene tanto miedo como unos momentos antes, cuando los tres zombis corrían hacia él y la muerte parecía ser su destino más obvio. Temblando, Brad se tumba en el suelo, con cuidado de no golpear la cámara y evitando que se moje.

Uno de los soldados, Fred Williams, se acerca a Brad Blueman y le inspecciona el cuello, los brazos y las piernas. También le cachea, pero a Brad le da la impresión de que esa es la parte que menos le importa al soldado en realidad.

Le hace un gesto al coronel.

—¿Cómo se llama, señor?

—Brad —responde—. Brad Blueman.

—Señor Blueman, ¿está herido?

—No, señor.

—Levántese y colóquese entre mis hombres. Si obedece nuestras órdenes y mantiene el ritmo, le sacaremos de aquí. Si desobedece una sola de nuestras indicaciones, o si pone en peligro a cualquiera de mis hombres, yo mismo le meteré una bala en la cabeza. ¿Me explico?

Brad asiente enérgicamente. El soldado Williams le ayuda a levantarse y le indica dónde debe colocarse, junto al soldado Montoya.

—Chicos —dice el coronel Trask—. Ahora tenemos un civil entre nosotros, así que bajaremos el ritmo. Adelante.

Como una máquina bien engrasada, el grupo de élite empieza a moverse hacia delante en cuanto el coronel da la orden. Brad se sorprende, y arranca un par de segundos tarde. No lleva ni cien metros cuando se da cuenta de que está prácticamente corriendo y se pregunta cómo demonios iban antes si eso significa para ellos bajar el ritmo. Empieza a jadear casi al momento.

El grupo gira a la izquierda en la calle Winewood y se detiene en cuanto el coronel Trask alza el puño. A unos cincuenta metros, un grupo de aproximadamente veinte zombis están aporreando la puerta del Yucatán. Brad, al verles, retrocede un par de pasos y choca contra el soldado Ayes. Este le dedica una mirada de desprecio, y Brad alza las manos pidiendo perdón.

—Asegurad cada tiro. Disparad —ordena el coronel.

Los doce disparos son ejecutados casi en el mismo segundo, con una sincronización perfecta. El efecto de los silenciadores en los rifles de asalto no logra la ausencia total de sonido, pero la reduce considerablemente. Brad se encoge y se lleva las manos a la cabeza, pero no aparta la vista. Ve caer a unos cuantos zombis. El resto parece perder el interés en la puerta del Yucatán y se giran para correr hacia los soldados. Brad levanta la cámara y aprieta el disparador varias veces, mientras los soldados barren a los zombis con una eficacia brutal. El tiroteo no dura más de diez segundos, el coronel Trask da la orden para ponerse de nuevo en movimiento, y Brad siente que le empujan desde atrás. No protesta. Se mueve entre los soldados admirando los cadáveres que ahora yacen en el suelo, despatarrados y doblados, todos con la cabeza medio destrozada y otras heridas en el resto del cuerpo. Se mueven hacia el Yucatán, y el coronel Trask y Fred Williams se aseguran de que todos los cadáveres estén realmente muertos. Uno de ellos aún se mueve, tirado en el suelo. Una bala le ha destrozado la columna y no puede levantarse. Trask le dispara a la cabeza, sin dudarlo.

Ordena al grupo que se detenga y le hace un gesto a Williams para que avance. Brad levanta la cámara de fotos y capta una instantánea del soldado Williams corriendo inclinado hacia la puerta del bar. Se pega a la pared, como ha visto hacer a tantos policías de película antes de comenzar una redada. Bernard Trask le indica al resto del grupo que se peguen a la pared. Brad se mueve con ellos.

—¡Les habla el ejército americano! —grita Fred Williams¿Queda alguien con vida ahí dentro?

—¡Sí! —responde una voz desde el interior— ¡Estamos aquí, gracias a dios! ¡Estamos aquí!

Brad reconocería esa voz en cualquier parte del mundo. El dueño del Yucatán, Ozzy, siempre le ha caído bien.

—¿Pueden salir? —pregunta Fred.

—¡Un momento! —pide Ozzy— ¡Hemos montado una barricada con las mesas! ¡Vamos a apartarlas!

—¿Cuántos sois?

—¡Cuatro!

El grupo de élite aguarda mientras Ozzy y su grupo retira la barricada. Mantienen sus posiciones, apuntando con sus rifles en distintas direcciones. Brad hace un par de fotografías. Una de ellas le parece realmente buena. En primer plano aparece la cara de la soldado Anne Sanders. Ligeramente desenfocado, y con una perspectiva oblicua, el rifle apunta hacia el horizonte. El agua de lluvia gotea por el arma. Brad cree que es una fotografía de portada.

Durante los dos minutos que tardan en retirar la barricada de mesas, los soldados se mantienen en tensión, vigilantes, escuchando el sonido que hacen al arrastrar las mesas y sillas. Brad se dedica a observar los cadáveres del suelo. Uno de ellos es Dolores Fletcher. Al reconocerla, Brad se lleva la mano a la boca para ahogar un grito. A la mujer le falta un zapato tiene mordeduras en el cuello, brazos y piernas. La blusa que llevaba puesta está desgarrada y uno de sus pechos asoma por el roto.

Los militares lo llaman bajas colaterales, Brad. No te martirices por eso.

Brad aparta la vista. Se da cuenta de que no hace falta que la mire porque sigue viéndola claramente en su mente. No muerta y llena de heridas, sino su expresión de perplejidad y sorpresa cuando él la había empujado hacia atrás antes de salir corriendo y abandonarla a una muerte segura. Una expresión que decía eres un asesino y me estás matando.

Finalmente, la puerta del Yucatán se abre, y Brad fija en ella la vista. Una lágrima resbala por su mejilla derecha, pero se mezcla rápidamente con la lluvia, y Brad Blueman es un hombre que sabe recomponerse pronto. Levanta la cámara para retratar a los supervivientes del Yucatán. Brad planea hacerles una entrevista a cada uno de ellos y titular el capítulo exactamente así: Los supervivientes del Yucatán.

Ozzy es el primero en salir. Tiene el mismo aspecto que un perro que se dirige al matadero, y mira los cuerpos tendidos en la calle con auténtico pavor. Después, sonríe al ver a los soldados y rompe a llorar. Apenas un momento después se le unen Erik Killian, Eliza Fletcher y el juez Parkinson. Erik y el juez tienen la ropa cubierta de sangre. Esta último se agarra el brazo izquierdo con la mano derecha. Brad hace una foto.

—Levanten un momento las manos para que podamos registrarles —ordena el coronel Trask—. No tardaremos nada y es por su seguridad.

—¿Para qué necesitan registrarnos? —pregunta el juez Parkinson.

—Obedezcan, por favor —pero el tono del coronel no parece una petición.

Ozzy y Erik levantan las manos de inmediato. Eliza lo está haciendo, pero se detiene a medio camino y se lleva las manos a la cara. Brad sabe perfectamente lo que está mirando.

—¡Dolores! —grita la mujer.

Le flaquean las fuerzas y Eliza cae al suelo de rodillas, llorando. El juez Parkinson se agacha para recogerla. Mientras tanto, el soldado Williams y el soldado Trenton registran a Ozzy y a Erik. Brad observa que los militares inspeccionan el cuello y los brazos de los dos hombres de forma disimulada pero eficaz. Hacen lo mismo con las piernas, levantándoles parte de los pantalones por debajo con la excusa de cachearles bien. Fred Williams repite el proceso con Eliza, que sigue llorando con desesperación sin dejar de mirar a su hermana muerta. Sin embargo, el soldado Trenton no se acerca al juez Parkinson. No hace falta. La herida que tiene en el brazo izquierdo es bastante evidente a la vista. Brad capta la mirada que el soldado le lanza al coronel, y ve que el coronel mueve de forma casi imperceptible la cabeza. Agarra la cámara de fotos.

—Yo de usted dejaría la cámara abajo en este momento —susurra la voz del soldado Montoya junto a su oído—. Si fotografía esto se la quitaré yo mismo.

Brad le mira. En los ojos del soldado Montoya no hay nada que incite a creer que se está marcando un farol. Brad suelta la cámara.

El soldado Trenton agarra al juez Parkinson del brazo y tira de él, apartándole del resto.

—¿Qué hace? —pregunta el hombre, ofendido.

—El soldado Trenton no responde al juez Parkinson, pero sigue tirando de él con fuerza implacable. Ozzy y Erik lo miran boquiabiertos. Cuando habla, el coronel se dirige a ellos, y tal vez también a Brad. Lo que está claro es que el juez Parkinson ha dejado de preocuparle.

—Castle Hill ha sido atacado por un virus catalogado como de máximo peligro y con una capacidad de contagio del cien por cien. La mordedura de un infectado conlleva la muerte segura y posterior transformación en un ser peligroso y mortal, capaz de transmitir el virus a nuevas víctimas. No hay curación posible.

—¡Soy un ciudadano americano! —grita el juez Parkinson¡Soy juez de los Estados Unidos! ¡Conozco mis derechos y no pueden hacerme…!

El soldado Trenton le dispara a quemarropa, directo a la cabeza. La bala atraviesa el cráneo de izquierda a derecha, reventando el hueso al salir y llevándose por delante la oreja. Los ojos del juez se giran hacia arriba, quedándose en blanco, y su cuerpo cae hacia un lado, totalmente inerte.

Eliza chilla, y Erik y el soldado Williams la sujetan para que no eche a correr. Ozzy mira a Brad, que está tan asombrado como él, y después al coronel Trask.

—¿Van a matarnos a todos?

—Sólo a los que estén infectados. Les sacaremos de aquí, pero deben seguir nuestro ritmo y obedecer en todo momento nuestras órdenes. Siento que hayan tenido que presenciar esto, señores, pero no podemos correr ningún riesgo. No sólo se trata de nuestras vidas, sino también de las suyas.

Ozzy mira a Erik. Ambos hombres están asustados, y Brad no está seguro de Killian, pero sabe que Ozzy es un tipo inteligente. No le extraña cuando le ve asintiendo con la cabeza en dirección al coronel Trask.

—¡Formen!

Los soldados recuperan sus posiciones. Erik, Ozzy y Eliza son engullidos por el grupo y situados en el interior de la formación, junto a Montoya y Brad.

—Me alegro de verte, Brad —le saluda Ozzy.

—Y yo a ti —responde el fotógrafo. Después, saca unas llaves del bolsillo del pantalón y se las entrega a Erik—. Tu camioneta está en la carretera.

Erik mira las llaves como si fueran un objeto de otro planeta. Después se echa a reír. Eso le vale un par de malas miradas por parte de los soldados.

—¿Qué demonios está pasando aquí? —pregunta Ozzy— ¿Cómo ha podido pasar esto?

Mientras, el grupo sigue avanzando, a una velocidad que a Brad le parece más asequible. Cada vez que divisan un zombi, los soldados le abaten con facilidad. Erik cierra el puño en torno al llavero y le suelta un puñetazo amistoso a Brad. Este sonríe y gira la cabeza. Al otro lado, Eliza corre junto a todos ellos, pero su expresión de tristeza es como una jarra de agua fría para Brad. La sonrisa se le borra de los labios. El corazón se le encoge como si lo apretara un puño.

Pero qué demonios… se lo merece.

El Cuarto Jinete
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